Por supuesto, nacen bestezuelas antropoides anómalas con vocación de asesinos en serie o de fanáticos de conciencia lobotomizada, que resultan incapaces de sentir remordimientos por sus crímenes o de atribuir a la vida de los demás el mismo valor y dignidad –o al menos similares- que se atribuyen a sí mismos. Menos mal que son pocos y mal avenidos, escasos “lobos solitarios”, aunque también conformen eventuales jaurías. El lobo de la fábula no acaba bailando con Caperucita como propone ahora el evangelio wokista, sino que la engaña y la devora. Y todavía no sabemos a qué madriguera fue a parar el asesino de Alcácer.
Incluso para todos aquellos –la mayoría- que asumen hoy el economicismo, liberal o comunitario, anglosajón o marxiano, la respuesta a la pregunta de Para qué sirve la Ética tiene una respuesta tan contundente como práctica, una respuesta que no les costará trabajo admitir a quienes piensan que la economía mueve el mundo: La Ética es económica y ahorra costes. La honradez es mucho más barata a medio y largo plazo que la corrupción. Y eso para todos o, al menos, para la inmensa mayoría.
La raíz emotiva y razonable para el intercambio honrado de bienes y servicios, para la cooperación social que hace posible la llamada “sociedad del bienestar” es la confianza. Cuando los hijos confían en los padres y viceversa, los alumnos en sus maestros y viceversa, y los ciudadanos en sus instituciones, la vida resulta infinitamente más barata en dinero y se ahorran inútiles sufrimientos. “La Confianza es la raíz del Orden” –reza el Pachatranta.
Hubo un tiempo en que un apretón de manos cerraba con seguridad cualquier pacto, o se hincaba una vara y era suficiente para fijar las condiciones de una compraventa o de un intercambio… El respeto a la palabra dada era algo en que el hombre honrado confiaba. “Hombre de palabra” era el mejor acreditado de los títulos honoríficos. Mas cuando las personas no se fían unas de otras, hay que gastar en papel y aportar la firma analógica o digital veinte veces. Si los Estados no se fían de los Estados hay que preparar la guerra para conservar la paz, lo cual resulta carísimo. Y lo que se gasta en armamento no sirve para hospitales, escuelas o viviendas sociales. Invertimos más y más en seguridad cuando impera la desconfianza y el temor al engaño.
El coste de la inmoralidad es imparable y siempre acaban pagándolo lo más débiles. Las quiebras y pérdidas ocasionadas por las malas prácticas financieras de unos pocos, la mayoría con prestigiosos títulos universitarios, acabaron cubiertas por el público pechero para evitar males mayores. Quien no confía en su futuro se desmoraliza, y una persona o un pueblo desmoralizados no están en su propio quicio y vital eficacia y –aún peor- se muestran incapaces de proyectar su futuro. Se cae entonces en el “presentismo”, en la maldición del cortoplacismo: “Gasto, consumo, despilfarro; ¡viva yo, y el que venga detrás que arree!”. El resultado es un mundo sin compasión, inhabitable, despiadado. Porque la confianza en nosotros mismos, en los demás y en nuestro futuro es el principal capital moral de las sociedades, no sólo del mundo empresarial y del imprescindible sistema bancario, sino de toda la inmensa esfera humana y de cualquier pequeña burbuja societaria.
Y resulta que sin veracidad, sin transparencia, no hay confianza posible. La falta de integridad moral consiste en la incoherencia entre declaraciones y realizaciones. El instinto moral suele ser suficiente para revelarnos pronto que la gente no vale por lo que dice, sino por lo que hace. Y, si no somos conscientes de la indignidad en que consiste mentir y calumniar, seguiremos teniendo un mundo pobre en recursos y muy costoso en dolor y en sufrimiento.
Como la esperanza, la confianza es también una actitud ante el futuro. Uno puede confiar en la seguridad de un puente o en la calidad de las verduras de un mercado, pero en sentido estricto, sólo se puede confiar en las personas. “Confianza” viene del verbo latino ‘confido’. Confía el que se fía de la fe de otro, entendiendo por tal su buena fe, promesa o compromiso. José Antonio Marina en su Diccionario de los sentimientos define la confianza como “la esperanza que se tiene en la fe de otro”. Esta “fe” es la que daban y dan los secretarios de comunidades y corporaciones, los notarios, los registradores de la propiedad al final de sus actas: “De todo lo cual yo, Fulanito de Tal, doy fe”. Es la palabra dada o promesa hecha con cierta solemnidad por el funcionario o por el cónyuge. Cicerón nos recuerda este rico sentido de la fe (fides) cuando la define como “la actitud perseverante y veraz ante las palabras pronunciadas o los acuerdos celebrados”. Cuando un pueblo capitulaba ante Roma se usaba la expresión: ‘se dedere in fidem populi romani’, o sea, “se entregaban con confianza a la lealtad del pueblo romano”. Por eso la fidelidad de los esposos se define como la salvaguarda de la fe conyugal.
Recuerdo las caras y poses de los pasajeros del metro de París o de Barcelona hace más de cuarenta años, los rostros serenos de los pasajeros variopintos de autobuses y vaporetos venecianos…, sus aposturas alegres poco tienen que ver con las de ahora. ¿Por qué lucen ahora casi todos los pasajeros cara de póker? Desconfianza. Nadie se fía de nadie, y no porque comparta ese rasgo temperamental que caracteriza al malicioso, al suspicaz o al escamón. Aunque también sobreabundan en nuestros días los desconfiados sin motivo, hasta los paranoicos que creen en una conspiración internacional contra los pobres dirigida por el G7 o el G20. Pero lo inquietante del “tipo conspiranoico” es que puede tener razonables motivos para pensar que el pasajero del asiento de al lado está meditando cómo y cuándo trincarle el móvil o la cartera…
Desde enero a septiembre de 2023 se calcularon 10.092 hurtos en el metro de Barcelona, 3.200 más que en el mismo periodo del año anterior. También aumentaron los robos con violencia o intimidación un 14%, con un total de 447 denuncias (más los que no se denuncian)… ¡Como para no desconfiar! Contratar a más Mossos d’Esquadra o a seguratas es caro, podemos también abrir un gabinete de emergencia o un comité de vigilancia (con pago de dietas), pero luego está el problema de quién vigila al que vigila. En cualquier caso, nuevas cargas para el sufrido contribuyente. Lo que nos devuelve a la tesis de Adela: las buenas costumbres (antaño llamadas “virtudes”), es decir, la honradez, abarata costes. Y no es mentira que “el castigo guarda la viña” o que la impunidad facilita su saqueo.
Cuando el otro traiciona nuestra confianza, quedamos escarmentados o avisados. La señora a la que le han pegado un tirón reduce sus salidas a la calle, tiembla si siente pasos por detrás... La vejación sufrida ha dejado su marca de desánimo y distancia. Sufrir lo inesperado y doloroso nos hace desconfiar universalmente del género humano. El refranero lo expresa así: “El gato escaldado del agua fría huye”. La confianza en uno mismo mengua a la par que la confianza en los demás y ambas son igual de imprescindibles. “El que confía en sí mismo será caudillo del enjambre” –canta Horacio en una de sus Epístolas. Y, sin embargo, también se ha dicho que el que no desconfía de sí mismo tampoco merece la confianza de los demás. ¿En qué quedamos? Luis Vives, el gran humanista, animaba a no confiar demasiado en uno mismo y en nuestras fuerzas, precisamente para evitar ser engañados. Es paradójico que estemos dispuestos a contarle nuestra vida a un terapeuta o a un extraño con el que coincidimos en el vagón de tren por casualidad, antes que al vecino; seguramente nos inclinamos a confiar en el desconocido o la desconocida porque no ha tenido o pensamos que no va a tener oportunidad de engañarnos.
La confianza es conditio sine qua non de cualquier conversación constructiva. No podemos esperar consensos fértiles para la gobernanza del país de líderes políticos que no sólo no confían unos en otros, sino que manifiestan públicamente su odio al adversario. Añadiré que la confianza raramente regresa al sitio o a la relación de la que huyó. Esa esperanza en la buena fe del otro es base de la amistad que la deslealtad destruye y, aunque el jarrón de la amistad o la solidaridad se restaure, ya no valdrá lo mismo. Las traiciones de pillos y fulleros a la confiada benevolencia de los sencillos, de las almas nobles o de los cándidos –insiste Adela Cortina- las pagan siempre los más débiles, los más inocentes, entre otras razones porque “los desdichados creen con facilidad aquello que ansían” (Séneca). Por eso “rezan los ladrones para que haya muchos confiados y dormilones”, según nos advierte el refrán castellano.
Lo más triste es que la confianza que se pierde raudo, se restaura lento. ¡Quedemos avisados!
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