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GÉNERO Y SEXO EN EL FRANQUISMO, por José Biedma López

Magistral dibujo de Penagos con el nuevo perfil de mujer (1924)
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Magistral dibujo de Penagos con el nuevo perfil de mujer (1924)
Portada de la valiente novela galante de Eduardo Zamacois La antorcha apagada
Portada de la valiente novela galante de Eduardo Zamacois La antorcha apagada
José Biedma López
José Biedma López
La recepción de las obras de Freud se produjo pronto en España, traducidas a partir de 1922 por Luis López Ballesteros y prologadas por José Ortega y Gasset. A principios del XX se abre paso lo que Amando de Miguel llama “nuevo régimen” en el plano de las relaciones sexuales, a la par de los cambios sociales que lanzan a muchas mujeres a trabajar fuera de casa, independientes y que se admiran en las clases altas chicas de costumbres ligeras que fuman y beben whisky, las que dibuja Rafael de Penagos (Amando de Miguel, El sexo de nuestros abuelos, 1998).

Antes de la guerra civil, el escritor de origen cubano Eduardo Zamacois se atreve a publicar una novela, La antorcha apagada (1935), cuyo protagonista es un hombre que se siente mujer. Insinúa además que la homosexualidad pueda ser congénita. La noción tradicional de la homosexualidad, de origen patriarcal y semita, la entendía como un crimen y un contradiós. La sexualidad tenía que ordenarse necesariamente a la procreación, incluso la masturbación se tenía por nefanda, un desperdicio: el “pecado de Onán”.

Amando de Miguel fija el final simbólico de la condena de la homosexualidad en el encarcelamiento de Oscar Wilde (1895). Pero lo que fue crimen pasó a considerarse dolencia orgánica. “El invertido es tan responsable de su anormalidad como pudiera serlo el diabético de su glucosuria” –escribe Marañón en 1930. O sea, que el homosexual no es un criminal, sólo es un enfermo y la homosexualidad una desviación morbosa a la que se podría tratar educativa o clínicamente. Esta consideración médica de la homosexualidad la despenalizaba aunque seguía considerándola como una anormalidad.

En 1939, Eugenio Pacelli, nombrado papa Pío XII, bendecía a los “mártires españoles” (los del bando nacional) y convertía así a la Iglesia (con mayúscula) en el primer soporte ideológico del régimen de Franco que, aunque tuviese algo de nacional-socialista o de nacional-fascista, en realidad tuvo la “originalidad” retrógrada y tradicionalista de ser nacional-católico. En 1939 se prohibió la coeducación de niños y niñas, por considerarla contraria a los principios del Movimiento. ¡Las chicas con las chicas y los chicos con los chicos! Así, separados y desconocidos, el deseo de compenetración sería luego tan intenso como su profunda incomprensión anímica e intelectual, “a las mujeres no hay quien las entienda”, etc. En los tebeos se exaltaba una mística de la masculinidad y otra muy diferente de la femineidad. Flechas y Pelayos y El guerrero del Antifaz, para ellos, y Mujercitas o similares para una femineidad encaminada al matrimonio y la maternidad bajo un aura paradisíaca de ternura y fotonovelas o radionovelas con happy end.

El franquismo supuso un frenazo en las tendencias sociales liberalizadoras de la sexualidad propias de los años veinte, y una vuelta atrás, desde la consideración patológica de la homosexualidad, que siguió vigente en círculos “misericordiosos” e ilustrados, a su consideración pecaminosa y criminal. Se penalizó la homosexualidad como “inversión” en términos de género. La caracterización del “invertido” lo era por reflexión de la orientación o postura sexual considerada correcta y normal. Su consideración delictiva se incluyó en la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, ratificada en 1954. El régimen franquista no inventó a “los invertidos” pero sí creó un sujeto jurídico, el del “peligroso social”, cuyos actos escandalosos e inmorales se castigaban con pena de tres meses a tres años. Lo que se reprimía eran las actitudes de individuos que, habiendo nacido varones, no se comportaban como tales, sino como mujeres.

Pilar Primo de Rivera publicó en 1953 su Manual de la buena esposa y en 1956 se abolió de iure la prostitución, prohibición que, como demuestra la experiencia histórica, es tan infructuosa como querer acabar con moscas y moscones por decreto ley. La disidencia sexual siempre fue castigada preferentemente en las clases populares y mejor disimulada o desahogada en las superiores. Hay que tener en cuenta la inestabilidad de los límites entre lo que culturalmente se considera masculinidad y femineidad y que dicha idea o imagen estereotípica se extiende a todo el espectro social, casi siempre de arriba abajo.

¿Qué es el género? Hasta hace poco se comprendía como una construcción cultural variable que opera sobre una esencia biológica inalterable: el sexo. Frente a ello, la historiadora Joan W. Scott ha insistido en que el énfasis debiera ponerse, no en los roles asignados a varones y mujeres, sino en la construcción de la diferencia sexual en sí, pues, como afirma Judith Butler, la anatomía y el sexo tampoco existen fuera de un marco cultural. Evidentemente, esta opinión es discutible y, parafraseando a Lidia Falcón, preguntaremos: si las mujeres no son un hecho real (la mujer se hace, no nace), si la realidad femenina no existe como hecho biológico, entonces, para qué el feminismo. ¡Nadie elige ser ratón si puede elegir ser gato! Pero lo cierto es que entre un polo ideal y otro hay de hecho infinitos grados intermedios, minorías que no han elegido sentirse pero se sienten ratones gatunos o gatos arratonados, gatos que devienen ratones y ratones que devienen gatos. Es cierto que el género fluye entre los sexos como algo diferente y artificioso: una representación.

La persecución del “disidente sexual” no tuvo solo un perfil policial y judicial durante el franquismo, sino también psiquiátrico. Un amigo mío, abogado y dramaturgo, emigró a Francia, especie de exilio por orientación sexual, como el encantador cantante Miguel de Molina, a Hispanoamérica; otro amigo mío, también gayo, más joven, sufrió electrochoques en un manicomio (como se llamaban entonces los centros de salud mental). En ambos casos subyacía su irreconocible, inaceptable, intolerada y perseguida orientación sexual. La homosexualidad era descrita por la psiquiatría oficial, la de Vallejo-Nájera o López Ibor, como una lamentable patología.

La literatura de la época del primer franquismo distingue entre “invertidos” o “afeminados”, e individuos “normales”. Los primeros se definen como homosexuales, pero también como “pederastas” (activos o pasivos), “amanerados”, “desviados”, “instintivamente perversos”, etc.; se pone énfasis en su hipersexualidad promiscua y su aversión por el sexo femenino. En caso de denuncia oficial, los forenses investigaban la “llaga sodomita” en el área anal. Abel Díaz (universidad del País Vasco) en un artículo sobre la homosexualidad en el franquismo recoge la observación de Deleuze y Guattari según la cual el ano fue la primera de todas las partes del cuerpo humano que fue privatizada; “sacra”, se llama la vértebra más cercana.

Para Marañón, el ser hombre o mujer constituían metas a las que se llegaba por la confluencia de factores psicofísicos y ambientales. La sociedad debía orientar adecuadamente a los individuos hacia ese “fin natural” de máxima diferenciación sexual. De lo que se deduce que toda ambigüedad, toda indiferenciación, era considerada perversa o morbosa. Se aceptaba que otros varones distintos del invertido podían caer en la homosexualidad ocasional con la complicidad del “invertido”, culpable de desviar o pervertir a los varones de su “deseo natural”.

Hoy cabe preguntarse por qué toda la rica diversidad sexual de las personas debe encajar en dos tipologías o estereotipos cerrados y estáticos. En el franquismo se imponía un bipolarismo de tercio excluso, o chicha o limoná, o le das al pelo o a la pluma. La figura del “invertido” dominó en los debates sobre la regulación (o persecución) de la homosexualidad desde las primeras décadas del siglo XX. Primaba el elemento de género (amaneramiento, actitudes y ropas femeninas, pasividad) sobre la consideración sexual. A la posición que ocupaban los participantes en el acto sexual se le daba gran importancia. El que tomaba, el pasivo, era el señalado como “invertido”, ¡pero no así el activo! Había desde luego también corrientes contrarias a esta consideración: “tan maricón es el que da como el que toma”, etc.

No obstante, el verdadero desorden era el “afeminamiento”, un desorden “de género”, más moral que orgánico. El afeminado cargaba con la culpa de desviar a los varones “sanos” de su fin natural: el matrimonio. Curiosamente, las relaciones homosexuales eran toleradas (o mejor dicho, ignoradas), especialmente en las clases altas, siempre que no provocaran escándalos y el varón cumpliera con su deber social y patriótico de contraer matrimonio. El matrimonio, “descanso del guerrero”, era considerado el elemento esencial de ordenación masculina en relación con el género. Lo opuesto a la masculinidad, por lo tanto, no era la homosexualidad, sino la inversión o “estetismo”. En aquellos años del siglo pasado, cincuenta y sesenta, había pues dos nociones de homosexualidad: una tolerable y otra totalmente inaceptable.

Cabe preguntarse por qué motivo todos los totalitarismos, de derechas y de izquierdas, son homófobos o qué tiene o tuvo que ver la bio-política totalitaria con la bio-política desarrollista, en término de política productiva de hijos y enseres, apología de la familia numerosa, etc.

La producción ideológica del “homosexual afeminado” como cuerpo aberrante no halló en absoluto su análogo lésbico en la mujer masculinizada. La “tortillera”, la “machorrra” o la virago, podía ser despreciada popularmente, pero no era perseguida por la ley ni iba a la cárcel por ello. El cuerpo del invertido, del hombre afeminado, sin embargo, fue producido procesal y clínicamente como el de un agente patológico, pasivo, desordenado y culpable.

La relación lésbica se documenta tempranamente en una novela de Eduardo López Bago: La pálida (1883). Amando de Miguel la califica de zafia y su autor tuvo que exiliarse a Francia perseguido por la justicia española. No obstante, en las “novelas galantes” eran más frecuentes las escenas homosexuales femeninas que las masculinas. En una novela de Luis Forcherón, El aguijón de la carne (1935), dos amigas jóvenes se dicen ternezas, se abrazan, se besan en la boca y se cuentan las intimidades con sus respectivos novios sin que tengan conciencia alguna de ser lesbianas. No lo son. Amando de Miguel habla de la homosexualidad difusa que se da y tolera entre mujeres que, al contrario de los varones, no tienen inconveniente alguno en ir de la mano por la calle o bailar abrazadas en público, tampoco era mal visto en aquellos años oscuros. Esas mismas conductas resultaban irrepresentables entre varones. Y aún lo resultan hoy.

El lesbianismo aparece como consecuencia de la prostitución en la “perdida”, la mujer pública cansada de soportar la brutalidad masculina del cliente o del chulo; un ejemplo literario puede hallarse en Las cortesanas (1927) de Emilio Carrere, notable escritor.

La cuarentena del franquismo supuso un largo y siniestro paréntesis en la evolución histórica y social de las costumbres sexuales y de su consideración moral. Pero a principios de los sesenta, las jovencitas maduras –escribe Carmen Martín Gaite en su premiado ensayo Usos amorosos de la postguerra española, 1987- leían El segundo sexo de Simone de Beauvoir, ¡y triunfaban los Beatles!…

El sexo pasó de tabú a obsesión “aperturista”. La sexualidad –describe José Luis L. Aranguren en La crisis del catolicismo- se convirtió en un valor de mercado susceptible de intensa explotación y nuestra sociedad de consumo pasó a serlo también de consumo erótico. Nuevos modos; inéditas alienaciones, aunque no vicios nuevos, si alguien hubiera inventado alguno –decía Oscar Wilde- una gran masa de aburridos haría cola en la puerta del “genio”.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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