OPINION

CÓMO SEGUIR SIENDO REVOLUCIONARIO, por José Biedma López, PhD

Jueves 15 de mayo de 2025

Éranse aquellas veces en que algunos tipos probaban la nobleza de su corazón y el coraje de su espíritu mediante gestos titánicos como Hércules; o mediante sacrificios voluntarios y nada saludables como los Padres ermitaños del desierto; o en hazañas sanguinarias, tales las de Atila o Tamerlán. Esos tiempos, gracias a Dios, ya pasaron. Se le atribuye a un célebre socialdemócrata alemán la afirmación de que quien no es revolucionario a los dieciocho años no tiene corazón, pero quien sigue siéndolo a los cuarenta no tiene cabeza.



En situaciones extremas de servidumbre humana, de feroz explotación o de coacción tiránica, ser revolucionario bien puede ser una alineación (y alienación) exigida por la decencia y la dignidad. Entonces es cuando, como decía el poeta, uno tiene que tomar partido hasta mancharse. Y uno se manchará, de mierda o de sangre, porque, a río revuelto, ganancia de pecadores… Por todas partes, la vida corre más rápida que la moral y la gente, afortunadamente, no aspira a la perfección divina ni busca su monumento en el panteón de insurgentes ilustres, porque las personas, en general, tanto abajo como arriba, poderosos o indigentes, son mejores de lo que se piensa comúnmente.

Mejores sin duda los austeros, los que se conforman y son dichosos con lo necesario: pan, techo, ropa, coche, seguridad social, tele, lavadora, microondas, trabajo seguro, cultura gratis, pensión asegurada, espectáculos al aire libre… ¡Ah! ¿Que eso no es poco? Díselo a un subsahariano de los que nos cogen las peras y la aceituna. ¡Eso es mucho, es demasiado! Sólo que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Andamos entre el deseo de ser felices y el aburrimiento en cuanto lo somos porque hemos conseguido lo que deseábamos, que decía Schopenhauer. “¡Qué cansado de vivir y nunca de desear estoy!” –exclamaba un personaje de Diego de San Pedro en su Cárcel de amores. Somos animales voraces, ávidos, insaciables... Y nunca faltan –como diría Josefina Martos– los que “comunistean” mientras se configuran un “pijoestatus discurseador”, “fusiladores desubicados, aburridores de la concurrencia, caperucitos cabecihuecos” (en Malabarismos, Atarfe, Granada 2024).

Desde luego, sigue siendo posible mostrarse reactivo, rebelde y díscolo, insistiendo precisamente en el malestar de la sociedad del bienestar, o sea, perseverando en la contradicción y agudizándola. Contraproducente sería la contestación sistemática al orden social, pues la historia ha demostrado que el totalitarismo es el fruto podrido y necesariamente consecuente a la negación total y violenta del estatus quo, es decir, de la revolución.

Para quien gobierna –o lo intenta– en los países desarrollados –sea a diestra o a siniestra–, el problema político será parecido durante mucho tiempo: cómo hacer que los pesados engranajes de la maquinaria del Estado y sus subsistemas no aplasten la espontaneidad creativa de la sociedad civil. O dicho en plata: de qué manera estabilizar gasto y reducir deuda sin cargarse la sociedad del bienestar. Cómo ampliar los servicios redistribuidores del Estado sin saquear a los verdaderos productores y matar a la gallina de los huevos de oro. Se trata por tanto de conservar y mejorar, si es posible ampliando la funcionalidad y el rendimiento de las instituciones ya existentes, los servicios sociales básicos: infraestructuras, sanidad, educación y ciencia, justicia y seguridad. El problema práctico atañe a la articulación armónica y ética de la autonomía con la solidaridad, la libertad del individuo, sus potestades y derechos, con la responsabilidad comunitaria de las personas, sus deberes. ¿Cómo compatibilizar un extremoso individualismo, desquiciado muchas veces en estéril narcisismo, con la necesidad de un creciente control social en sociedades cada vez más complejas e hipercomunicadas?

El espíritu revolucionario –dejó dicho Ortega– no sólo significa afán de mejorar, cosa excelente y noble, sino también creer que se puede ser sin límites lo que no se es, lo que radicalmente no se es, que basta pensar un orden óptimo del mundo para que pueda y deba realizarse, no advirtiendo que mundo y sociedad tienen una estructura esencial incanjeable, la cual limita nuestros deseos y da un carácter de frivolidad a todo reformismo que no cuente con la grave inercia de la tradición, por no decir de la naturaleza humana. Tal pretensión de cambiar al hombre, a la mujer y al mundo de golpe y porrazo pasará por frivolidad de ingenuos o inmadurez de bobos ("voluntarismo infantil", en jerga revolucionaria).

Ortega oponía al utopismo revolucionario el principio ético de Píndaro, que asimilaríamos al "personalismo" de Campoamor: Llega a ser el que eres. Y es que, antes de buscar la revolución del corazón de todos, hay que ensayar la mejora del corazón propio. ¡Personalízate, perfecciónate! Kant lo expresaba en su Metafísica de las costumbres apremiándonos a asumir el deber de buscar la perfección propia y la felicidad ajena: ¡no la perfección ajena y la propia felicidad!, como hacen tantos, ya que no debemos gravar o molestar a nadie con lo que nosotros entendemos por perfección o por paraíso terrenal, es decir, no es lícito generalizar ni universalizar nuestra particular Idea del Bien, de la cual según la lección platónica sólo cabe un vislumbre, una visión parcial, sesgada por nuestra condición de seres superficialmente inteligentes e imperfectamente racionales.

A pesar de todo, uno puede seguir siendo revolucionario en plan romántico, elevando su estrella hasta la misma constelación en que rutilan por siempre los astros de los utopistas franceses, lo socialistas alemanes, lo bolcheviques rusos, los demócratas usamericanos, los rebeldes apaches, o la estrella popularísima de "El Che"…, eso sí, desoyendo las verdades históricas que describen a tantos revolucionarios y caudillos armados como psicópatas machirulos y empedernidos matones.

Entonces, ¿cómo seguir siendo revolucionario?

La opción más drástica y peligrosa es renunciar a la televisión y a la Internet, desenchufarse de esa argamasa ideológica, o salir de la escena de esos francotiradores bustoparlantes que ejercen el terrorismo de Actualidad y consagran la sagrada hostia de Lo efímero. Pasar de vaniloquios contumaces, de influencers, tiktoks, haters, expertos, celebrities… Comprendo que este sacrificio exige entrenamiento y mortificación. Lo que propongo no es, por supuesto, más que un ideal regulativo que no está al alcance de cualquiera, tal vez de nadie. De hecho, quien haga apostasía de la televisión y del resto de los Mass-media tiene además que hacer, por añadidura, voto de silencio, porque en cualquier tajo, asamblea, festejo o reunión social, por las mañanas o por la tarde-noche, no se habla de otra cosa. Seguro que conviene medir antes las propias fuerzas; empezar, por ejemplo, por desconectarse de magos y profetas menores, pero, aunque la cosa se haga paulatinamente, mediante una escala ascética de progresiva profilaxis, desnudez de alma y creciente anonadamiento, por todas partes acechará la incomunicación y la locura si uno no está “al loro” del churrete porno-sentimental de la prensa rosa o al cabo de la calle de las conspiraciones del Real Madrid, del Barça, o de los árbitros para hundir a uno u a otro club o secta.

Segunda opción para mostrarse de verdad revolucionario: Vender el coche y quemar el carnet de conducir. Ello no hará más segura nuestra vida, pues cualquiera puede morir atropellado mientras pasea por una acera –como le sucedió a la única hija del genial escritor Adolfo Bioy Casares– o ser desnucado por el retrovisor de un camión si pasea en bici (R.I.P., aquella joven promesa del ciclismo hispano). Pero las posibilidades de ganar en salud física y psíquica, y de contribuir en algo a la mejora del medio ambiente si prescindimos del auto, son ilusionantes. Nuestro mundo ya no está construido a la medida del hombre, sino a la medida del coche. Si queremos emancipar al hombre, no tenemos más remedio que reducir el poder del coche. Renegando de él atacaremos al sistema en su mismo centro; impuestos, seguros, gasolina, aparcamientos, multas, reparaciones, revisiones de ITV, que si híbrido, que si ECO…, ¡al diablo todo eso!

Tercera opción –o condición– para ser un auténtico revolucionario. Dejar de hablar mal del capitalismo, la banca, la especulación, los políticos y "el pelotazo", y pasar a la omisión: dejar de invertir en la especie más masiva, vulgar y zafia de capitalismo falso e inútil: las loterías del Estado. El tiempo y el dinero que dejaremos de perder son inestimables, y el que los mangantes dejarán de ingresar, considerable. Por supuesto, renunciarás a los servicios bancarios, nada de hipotecas, préstamos, ahorros…

La cuarta y más difícil: Dejar de hablar mal del imperialismo usamericano y ser consecuente negándose a ser colonizado culturalmente: No mirar lo que miran los yanquis, no vestir como un yanqui ni beber como un yanqui ni comer como un yanqui ni hacer deporte como un yanqui, ni hablar o escribir como escriben y hablan los yanquis... Ni “online”, ni “parking”, ni “show”, ni “hobby”, ni “link”, ni “fashion” cuando puedes decir aparcamiento, espectáculo, afición, enlace o moda. Sí, ya sé que es difícil cambiar footing por “trote suave” o “zapping” por canaleo. ¡En todo caso, di por lo menos zapeo! Aunque ya no necesitas esa palabra, porque has tirado la tele por el balcón.

¡Sí, me consta que el camino de la revolución –como el de la santidad– no está sólo lleno de flores, sino sobre todo de abrojos, de baches, de renuncias!... De hecho, uno se queda solo si persevera en el intento y se queda más solo aun que la sombra de un lagarto en julio si renuncia a ir a donde va Vicente, ¿y a dónde va Vicente?, pues a donde va la gente, ¡al Super!, una vez a la semana por lo menos. Es el Super catedral del Mercantilismo desaforado que debería espantar al verdadero revolucionario…

Pero la gente no es tonta. Por algo irán donde Vicente. ¡Y que no se queden vacíos los anaqueles del Super, que no me falten las pasas de uva moscatel!... Una vez le pregunté a mi amigo Mamadú Alpha, jornalero subsahariano y buena persona, si creía en Alá. Me dijo que él creía en Carrefour. Tipo discreto y al día. Hay otras parroquias, peor surtidas, pero más baratas. Algo así le dije. Toma nota, amigo lector, me da igual donde vayas por tus consumos; yo escribo esto por amor al arte. Ya sé que ni revolución “ni ná de ná”. “Muchos fueron los llamados”; muchos fueron los perdidos y pocos los elegidos.

Del mismo autor:

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