El caleidoscopio es un juguete fascinante, uno mira por su tubo y queda maravillado por la variedad de patrones ópticos que crean los cristalitos de su interior atravesados por la luz de fondo. Su clave son los espejitos colocados en ángulo que coloca el artesano dentro. Fue inventado en 1816 por el físico escocés Sir David Brewster. No se hizo millonario con su patente, porque es fácil de fabricar y es juguete barato. Al mover el cilindro, sus granos materiales generan combinaciones siempre nuevas, en geometría, si no fractal, simétrica.
Luz en la geometría del espacio-tiempo, simplicidad organizada, a eso reducen los físicos el mundo. El mundo, un caleidoscopio; nuestra existencia, una peculiaridad geométrica: “Nuestra marcha por la eternidad, o lo que haya de ella –escribe Peter W. Atkins, químico de Oxford–, es una cuestión de geometría” (La creación, 1986). Naturaleza y relaciones sociales forman realidades caleidoscópicas, como cápsulas de invernadero, esferas, globos, burbujas, espumas de inmunidad –diría Sloterdijk.
Por eso, el caleidoscopio sirve de gran metáfora a Josefina Martos Peregrín en sus Ejemplares vivos a la luz de la luna, libro en el que juega con la magia y el misterio de los espejos, esa fidelidad con que nos devuelven un reflejo visual de lo real y esa maldición de contarnos las arrugas. Son tan peligrosos como los relojes y “no hay enigma que no anide en el espejo”; es prudente temer cruzar como Alicia su límite y que el alma naufrague como Narciso en las aguas mansas (Dios nos libre de estas que de las otras ya me libro yo).
Los antiguos difícilmente se miraban en espejos tan perfectos como los nuestros. No hubo espejos durante miles de años y fueron un lujo en la Antigüedad clásica. Cuenta Josefina que cuando se inventaron pudo constatarse que no había ningún ser humano con el mismo rostro que otro ni con el mismo que uno mismo. Y, en efecto, “cada combinación personal supone un milagro”. Cada persona, especie única como quería Unamuno. Pronto se mimó la diferencia, la imprescindible máscara personal, espejo del alma, según Aristóteles. “De la identidad se llegó a la personalidad, tan sagrada hoy día, adorada en exceso, tratada como fiera insaciable a la que cada cual ha de alimentar sin tregua con gustos, ropa, palabras y gestos diferentes”.
Josefina critica “la desolación de los probadores”. Está convencida de que todo lo cambió el espejo, invento tan trascendente como la rueda o la telefonía: trocó el comercio, el modo de vestir, alimentó el sentido del ridículo y la vanidad, el gusto por el disfraz, el erotismo…: “ahora los amantes se miraban a los ojos para encontrarse. Y los malos amantes se morían de celos si ahí no se encontraban, pues qué otra cosa podía haber empañado la pupila de la amada sino una mirada de amor ajena o el vaho de otra boca golosa”. Pero, según la autora de este interesante caleidoscopio de ejemplares humanos al borde del delirio, Narciso no murió porque se amara desesperadamente a sí mismo, sino porque no supo reconocerse… O tal vez buceó tan profundo en el yo que se abismó en los torbellinos del alma hasta ahogarse. Por su desdén, había sido maldecido por la ninfa Eco. Así el eco y el reflejo se anudan trágicamente en una misma molécula mítica, como se solapan el amor y el odio.
Y es que “cuanto más indagas en ti mismo, más te desconoces” Hay que tomarse con moderación y modestia el mandamiento délfico de conocerse uno a sí mismo. Sánchez-Ferlosio, gran maestro de las letras, ironizó en uno de sus pecios: “ANTISÓCRATES: ‘Conócete a ti mismo’; ¡sí, hombre, como si no tuviera otra cosa en qué pensar!”. No nos extrañe que los narcisos también soporten, sobre todo si ofician de poetas, el nombre de lunáticos, porque la luna misma es un cristal, un espejo de plata congelada.
La novela de Josefina está dividida en dos partes, cada una con diecinueve capítulos. ¿Es ella la que se refleja en la primera encarnada en la figura extraña de una periodista de lo paranormal?, una mujer que se hace llamar Eva Petrovna y que no cree en los ángeles pero conserva desde niña la alestesia, el superpoder o hiperestesia de percibir lo que sienten otros. A pesar de los fenómenos aparentemente extraordinarios que se nos relatan y que Eva no sabe si creer o descreer, el tono general del libro (en la segunda parte es Josefina quien habla en primera persona) es melancólico o –como ella misma dice– de un “apacible nihilismo”. Su autora desenvuelve con su imaginación artística y su pericia con el lenguaje su original taciturnia reflexiva (nunca mejor dicha).
La “novela” tiene mucho de confesión explícita: “Para mí, escribir es un modo de explorar conciencias distintas, de descubrir almas impensadas, de perderme”. ¡Un programa interesante! Uno de los personajes a los que da vida Martos Peregrín no es inventado, sino recordado con admiración de devota discípula, es el caso de la fascinante francesa Alexandra David Néel (1868-1969), cantante, exploradora, orientalista, escritora, feminista, anarquista…, la primera persona occidental que puso sus pies en la ciudad prohibida del Tibet: Lhasa. A Josefina, Alexandra “le pone”, y le resulta más creíble que la teósofa Helena Petrovna (Madame Blavatsky) como peregrina de culturas extrañas, de mundos inéditos y de eventos sobrenaturales (o que lo parecen). Alexandra se movió como pez en el agua en el universo de las elevaciones selectas, las esotéricas enseñanzas de los lamas, en el budismo de élite y, a pesar de sus “fiebres reumáticas y neurosis extenuante” (dolencias que se le curaban cuando viajaba) todavía renovó el pasaporte con cien años cumplidos. Pasó dos en una cueva bajo la dirección espiritual de un yogui tibetano, un gomchen, maestro de saberes tántricos y seguidor de doctrinas terroríficas; “ante él Max Stirner, Nietzsche, el Eclesiastés y demás son simples bebés recién salidos del jardín de infancia”.
Como el Ángel caído del Retiro que tanto gusta al poeta Miguel Florián, asoma en las páginas de Josefina una y otra vez el episodio enigmático del recién nacido, perdido en un cortijo… La presunta recién parida afirmaba que las criaturas salidas de los viejos espejos se lo habían arrancado… El delirio, el contradiós, la grandeza del Mal (que nada tiene de banal), porque “el Espíritu lleva en sí su propia morada y puede en sí mismo hacer un cielo del infierno y un infierno del cielo”. Lo niños eliminados, abusados, maltratados o malqueridos, dejan su queja horrísona en psicofonías espantosas, que nos producen escalofríos. En cualquier caso, ¡ojo con los espejos! Sin duda encierran más de lo que sabemos, no es casual que los filósofos llamen a la reflexión conceptual “especulación”, del latín ‘speculum’, espejo. Y es comprensible que cobren mucha importancia en el ocultismo y la magia de todos los pueblos. Con un espejito se recogía el último aliento de los moribundos. Tal vez desde su más allá, otros ojos nos vigilen. En la reciente serie de “El gato pardo” (Netflix) se representa la costumbre siciliana que Josefina menciona en su obra: la de cubrir con un paño todos los espejos de la casa cuanto muere un familiar. ¿Sabiduría o superstición mediterránea? ¿Se trata de que el alma del difunto no quede atrapada en ellos o es una manifestación de duelo y de respetuoso ensimismamiento? A uno de los personajes del caleidoscopio de Martos Peregrín, le habla un maravilloso y ostentoso espejo veneciano, reliquia doméstica, le riñe con la voz de una madre controladora ya fallecida. ¿Puede llegar a ser un espejo el portal de otra dimensión como soñó Lewis Carroll?
Josefina reflexiona sobre nuestra credulidad, la facilidad con la que ansiamos maleficios y males de ojo para echarles las culpas y descargar responsabilidades. “Magia y religión comparten la creencia en el perfecto orden de la Naturaleza (…); si algo se tuerce, se debe a interferencias (…), fuerzas malignas, llámense diablos, pecados o multinacionales”. En todos los países se encuentran magos y hechiceras, echadoras de cartas y adivinos, que hablan con la luna y dominan los espejos. “Cuando lo posible nos destroza, nos agarramos a lo imposible”. En nuestro afán de controlar el caos y pautar el azar funesto (Moira kaké), nos agarramos a un clavo ardiendo y atribuimos el mal a un espejo…, porque “el terror supremo consiste en saber y aceptar que el mal reside en este lado [del espejo], el nuestro”.
También contiene su novela interesantes apuntes sobre la mística de Peter Pan y el espejo de la madrastra de Blancanieves y, ya en su segunda parte y en sincronía con el Covid, Josefina Martos nos ofrece un imaginario pero superrealista paseo por el Tibet de Alexandra, donde la autora conoce a los tulpas, entes creados mentalmente y emanados de las meditaciones más profundas de los sacerdotes budistas. Los tulpas también pueden materializarse espontáneamente –según el budismo tibetano– durante arrebatos de ira, odio o cualquier otra pasión intensa. Tanto la Blabatsky como Alexandra David Néel mencionan un legendario Libro de los tulpas escondido en una gruta del Himalaya por un apóstol del siglo VIII…
¿Acaso no crea una escritora tulpas continuamente, no hizo Cervantes figuras mundanas y mundiales de don Quijote y Sancho? Unamuno lamentó ser más mortal que Sancho y que los personajes de sus “nivolas”, personajes que se le van de las manos al creador y que parecen existir luego con vida propia. Así pues, frente al quietismo oriental, no es tan absurda la pretensión occidental de influir en el mundo con nuestras acciones, de cambiar el mundo, para bien o para mal si podemos inventar ángeles y demonios…
Nuestra autora no moraliza, pero recomienda el Amor fati, la aceptación de nuestra humilde condición, tan endeble y efímera: “Comprender que todo es irreal y no lamentarlo: en eso consiste la sabiduría; aún más, comprenderlo y celebrar que así sea.”
Más sobre los espejos, en NuevoDiario.
Reseña de Ejemplares vivos…
Josefina Martos anuncia su obra en Café Montaigne.
Por José Biedma López, PhD
Del mismo autor:
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm