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LOS DEMONIOS DE SAN AGUSTÍN, por José Biedma López

LOS DEMONIOS DE SAN AGUSTÍN, por José Biedma López
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LOS DEMONIOS DE SAN AGUSTÍN, por José Biedma López
LOS DEMONIOS DE SAN AGUSTÍN, por José Biedma López

San Agustín vivió una juventud desenfrenada hasta los treinta y dos años, nada santa, muy desarreglada, hasta sentar cabeza cristiana. Crea un género filosófico: la confesión, en el que cuenta cómo se sentía incapaz de gestionar sus deseos libidinosos. Cartago, en África, era por entonces, como todas las grandes ciudades del decadente imperio romano, un lodazal de vicios. Su noble corazón se dividía entre la excelente relación que mantenía con su madre cristiana, Mónica, y el vínculo íntimo que le ligaba a su amante, de la que tuvo un hijo natural: Adeodato. Jostein Gaarder reconstruyó estas complejas y dramáticas relaciones en su Vita Brevis, inventando “La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín” que, según la ficción del filósofo noruego, habría sido redactada poco después del 400 como contestación a las famosas Confesiones del obispo de Hipona, obra maestra de la literatura universal.

Si Dios es el Creador y es perfectamente bueno, ¿de dónde el mal? (también es posible preguntar, si no hay Dios, ¿de dónde el bien y la belleza?). Durante diez años Agustín abrazó el maniqueísmo, una secta de origen persa fundada por Mani, líder religioso y profeta crucificado como Jesús en el año 272 y que sostenía la existencia de dos principios enfrentados en el universo: Bien y Mal. Hoy llamamos “maniqueo” a quien cree que existen, como en el farwest de Hollywood, malos puros y buenos perfectos. El populismo de nuestra época es una especie de maniqueísmo. Agustín bebió mejores licores inelectuales, de la espiritualidad neoplatónica y, ya como catedrático de retórica en Milán, prestó atención a las predicaciones de san Ambrosio. Convertido al cristianismo, entendió que el Mal no es ni principio creador ni sustancia, sino una perversión de la voluntad humana.

No obstante, admite la existencia de demonios sin restricción. Los considera animales aéreos (De Genesis) o etéreos (Carta a Hibridius); sus cuerpos están hechos de aire espeso y húmedo que respiramos, como virus chinos. En el libro XV de su Ciudad de Dios no se atreve a afirmar que los ángeles de cuerpo sutil puedan sentir el deseo de copular con hermosas mujeres, aunque no excluye esta posibilidad. Estas ideas de un deseo angelical de hembras humanas sumaba ya larga tradición. Los dioses griegos habían sido muy promiscuos y no habían hecho ascos a copular con mortales. De esos contactos nacían semidioses como Aquiles.

Justino mártir, apodado “el filósofo”, había afirmado en el siglo II que los ángeles fornicaban con mujeres y que así nacían demonios para introducir el mal en los espíritus de los hombres. Clemente de Alejandría (160-214), maestro del colosal catequista Orígenes, aseguraba que la caída de los ángeles se había debido a su deseo de acosar bellas mujeres y que por tal deseo habían llegado a depravarse y degenerar de tal modo que no pudieron regresar al cielo: habían preferido –de otro modo que Ulises- la belleza que perece enferma, a la eterna belleza de Dios.

Lactancio (260-320 aprox.), el “cicerón cristiano”, desarrolló una teoría más sofisticada: Dios habría enviado sus ángeles para que protegiesen a las mujeres de Satán, pero las mujeres habían seducido a los ángeles protectores, que acabaron asociándose con el Maligno. La idea de Eva tentando a la Serpiente, en lugar de ser tentada por ella, también tenía sus antecedentes. Hipólito (h. 170-235), obispo de Ostia, fue atormentado por un círculo de mujeres desnudas que rodearon su lecho (formidable tormento que hoy ni podemos concebir como tal). Satán le enviaba sus lacayos a Antonio el ermitaño (260-360) bajo la forma de hermosas cortesanas y lolitas cachondas. Dalí hizo de las tentaciones de este ascético san Antonio uno de sus más populares cuadros.

A pesar de su temperamento apasionado, san Agustín dominaba la dialéctica y quería hacer razonables los contenidos de su fe cristiana. Sin embargo, en su De Divinatione Daemonium insiste en que los demonios poseen cuerpos muy sutiles y, en sus Comentarios a los salmos, en que “los cuerpos de los bienaventurados serán como los de los ángeles, después de la resurrección”. En cualquier caso, tiene a los demonios por seres de sensibilidad e inteligencia penetrante. Son capaces de moverse a enorme velocidad y por su larga experiencia prevén fácil las reacciones humanas. Sólo es posible aniquilarlos cuando duermen pues sus cuerpos, aunque sutiles, son divisibles, mientras que su espíritu no puede dividirse.

Cree también Agustín que los íncubos molestan a las mujeres sexualmente. Años después, el papa san Gregorio (540-604), que se tenía por “servidor de los servidores de Dios”, también se ocupó del problema de la posesión demoníaca, animando a usar el signo de la cruz, las reliquias y las imágenes de santos, contra las sugestiones diabólicas. Relata el caso de una monja que se olvidó de santiguarse antes de comer una hoja de ensalada. Un demonio, que vio la oportunidad, se deslizó sobre la hoja al interior de la desgraciada monja.

¡Ojo con la lechuga! De noche puede sentar mal.

Todas estas supersticiones pueden servir como fantásticos indicios a los teóricos de la intervención de los extraterrestres (ángeles) en los negocios temporales y la genética humana. Fueron también síntomas de una gigantesca tragedia histórica: Alarico saqueó Roma en 410, veinte años antes de la muerte de san Agustín. La Edad Media será engendrada con dolores y violencias tan terribles y devastadoras que del orden político y económico del imperio romano de Occidente (el imperio romano de Oriente resistiría mil años más) no quedaron más que ruinas. Hacia el siglo sexto se alcanzó un primer periodo de calma relativa, en gran parte gracias al papel de reconstrucción social y política desempeñado por los padres doctrinales de la Iglesia, entre los cuales ocupa un lugar privilegiado san Agustín.

Fuente principal de texto e ilustraciones: Dr. Frederik Koning. Satán y sus demonios, 1982.

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