Durante mucho tiempo se tuvo por anónimo este poema de 205 versos en 67 tercetos, más un cuarteto que admirable lo remata. Pero Adolfo de Castro y Dámaso Alonso probaron que era del capitán Andrada, pues más de la mitad de los manuscritos conservados que contienen la famosa Epístola Moral (escrita hacia 1612) la atribuyen al sevillano. Del Méjico español fue nombrado corregidor su amigo Alonso Tello de Guzmán, seguramente el Fabio de la extraordinaria carta.
Según Dámaso Alonso nunca fue más necesaria la lectura de esta obra que en nuestro tiempo, porque “hoy como nunca es la apetencia de la riqueza y el placer lo que agita a una humanidad idiotamente alocada”. Efectivamente, uno se sumerge lentamente en la música serena de esta preciosa epístola y se siente fácilmente elevado y aislado de tanta miseria como nos rodea, lejos de la indigencia espiritual que mediáticamente nos avasalla, confinados como estamos no sólo por el virus sinense, sino por un montón de artilugios, sofisticaciones, burocracias, trastos, quincallas y bujerías.
Estos tercetos inspiradísimos apuntan a un fin trascendente que ni siquiera se concreta, inasequible mientras vivimos…
Esta nuestra porción, alta y divina,
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se termina.
Es el alma esa “porción…, que al hombre sólo es dada”, por cuya salud, la salud de la mente, de la “psique” (mariposa invisible), el poeta anima –nunca mejor dicho- a Fabio a no malgastar su tiempo en pretensiones públicas, políticas, esas que arrastraban entonces como hoy a gentes de pueblos y provincias hacia la Corte, o hasta los gobiernos regionales y capitales de “taifas”, buscando un cargo; gentes que adulan al “privado”, que hoy llamaríamos cacique, logrero o conseguidor.
Privilegios. Son los que pretendió Góngora durante siete años en los madriles, sin obtener más que unas migajas, para volverse a su tierra de Córdoba derrotado como can con el rabo entre las piernas. Las ambiciones cortesanas –canta Andrada- no son más que prisiones donde el ambicioso muere y al más astuto nacen canas. El humano de corazón íntegro no inclinará la rodilla por el favor ante el poderoso ni adulará al mandamás para conseguir que “coloque” a su hija o a su sobrino. Héroe o heroína –dice Andrada- son quienes merecen premio y cargo, no quienes lo alcanzan por vanas consecuencias de estado, linaje o género, o sea nepotes y enchufados/as. Somos hijos de nuestras obras.
Entre las fuentes del poema, los eruditos señalan a Horacio, a Ariosto y a Séneca. Senequista desde luego es el tópico de la brevedad de la vida:
¿Qué es nuestra vida más que un breve día
do apenas sale el sol cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
¿Qué más, que el heno a la mañana verde
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño me recuerde?
El último verso anticipa la idea calderoniana, barroquísima, de la vida como sueño. Es muy posible que también Machado encontrara inspiración en Andrada para algunas de sus más célebres figuras marineras, por ejemplo la de nuestras vidas como estelas en la mar:
Como los ríos, que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
Más antigua aún que la tópica fugacidad de la existencia como tema poético es la concepción de la filosofía como ejercicio o preparación para la muerte (mélete thanatou) que pone Platón en boca de su Sócrates en el Fedón. La verdadera filosofía es ese aprender a morir que reniega de la tiranía del placer, del oro y del poder, con plena conciencia de “aquel forzoso término postrero” en que la severa señora de la guadaña entregará nuestro cuerpo, como mies cortada, a la común materia de la que procedemos. Dicha conciencia no debe paralizarnos. Maduremos, obremos pues, pero buscando la sencilla actividad, el querido y dulce sosiego de la vida simple:
Más precia el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido;
que halagar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne; aprisionado
en el metal de las doradas rejas.
El “príncipe” de Andrada puede ser hoy cualquier ministro, secretario o subsecretario, consejero o delegado... Manda el poeta que igualemos con la vida el pensamiento, es decir que seamos coherentes, concertando la libertad con la verdad de nuestra universal condición menesterosa y que no hagamos sacrificios de nuestro albedrío a ídolo civil ni religioso. Sin embargo, para esta ataraxia e imperturbabilidad estoica, tampoco valen los remilgos del puritano, ya que “despreciar el deleite no es supuesto / de sólida virtud”. La templanza y la dorada medianía (aurea mediocritas) valen como auténtica orientación a quien persigue la excelencia, más que el poder, el renombre o la fama:
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares,
esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al simple y al discreto,
Y algún manjar común, honesto y leve.
El poeta no sólo nos recuerda los consejos del sobrio y el austero, sino también la recomendación del epicúreo de llevar una vida oculta.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no lo note nadie que lo vea.
El poderoso, el “tirano del Oriente” que maciza sus torres de metal puro y luciente (pongamos que hoy se llama jeque), apenas puede ya comprar los modos de pecar. No obstante, aunque la virtud es más barata y no es ni más flaca ni más temerosa que el vicio, reconoce el poeta la dificultad de su empresa en la práctica, la de poner la virtud en ejercicio: porque “aún esto fue difícil a Epícteto” y porque “no sazona la fruta en un momento”. La prudencia se gana con el tiempo, despreciando el aplauso común, “oscuro monumento”, y la “opinión vulgar”, que “es devaneo”.
El alma se aparta del consumidor y consumista jaleo para recogerse en su fondo divino (como quería San Agustín) y el alma, pájaro solitario, agradece en ese hortus conclusus, en ese zambraniano claro de bosque, el silencio o el rumor armónico de la naturaleza, la melodía de las esferas cuya contemplación también es gratuita (por el momento), esa mirada al firmamento, a la noche estrellada, que tan bien celebró en su Oda a Salinas el pitagórico Fray Luis. Andrada establece su antítesis entre el silencio conforme del sabio retirado y la palabrería del insolente publicista:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres sólo a los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.
Hoy son legión los que acuden a las Cortes rotos y mal ceñidos presumiendo de virtudes aparentes. La virtud de Sócrates por excelencia, la sophrosyne, sensatez, cordura o templanza, es condición de la vida buena, tanto como de la buena vida:
Sin la templanza ¿viste tú perfecta
alguna cosa? ¡Oh muerte! Ven callada,
como sueles venir en la saeta…
Y con este cuarteto memorable concluye el capitán estoico su pura, exacta e inmortal Epístola Moral a Fabio, que Menéndez Pelayo llamó “poema consolador”:
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
De cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y verás al alto fin que aspiro,
Antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Del autor del comentario:
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