CULTURA

EL CUENTO MÁS HERMOSO, por José Biedma López, PhD

Lunes 23 de diciembre de 2024

Políticos, filósofos, periodistas, incluso científicos, han tenido que reconocer la importancia del “relato”, lo que desde los griegos llamamos “mito” (mythos), o sea el valor del cuento y la ficción en la conformación de nuestras identidades personales y en la cohesión y colaboración de los grupos humanos. Recientemente, el famoso escritor israelí Yubal Noah Harari (“Nexus” 2024) ha descrito la relación del relato con el extraordinario tráfico de información a distancia que caracteriza a nuestra especie.



Ortega se dio cuenta de que nos constituimos en las creencias, nuestro sentido de la identidad personal depende del credo que adoptamos, porque este configura nuestra visión del mundo y nuestra manera de interactuar con la realidad. El credo y las opiniones que adoptamos y a las que nos atamos nos comprometen, nos hermanan o enemistan con el prójimo, es decir, con aquellos que tienen o sienten creencias próximas o extrañas. David Hume decía que las creencias son el modo sentimental en que nos afectan las ideas. Desde luego, nuestras creencias tienen más que ver con lo emotivo que con lo racional, y hoy sabemos que son las emociones, más que las ideas en sí, las que nos mueven, las que estimulan o emperecen nuestro comportamiento. En efecto, el hecho es que cooperamos mejor y más fácilmente con aquellos que creen lo mismo que nosotros. No es lo mismo amar al prójimo que al remoto, para aceptar y tolerar al que profesa creencias distintas y aun contrarias a las nuestras es necesario un esfuerzo educativo y voluntario, dado que la fuerza de nuestra benevolencia es de radio reducido, familiar.

Un relato –explica Harari- conecta a un número ilimitado de personas. Por ejemplo, los mil cuatrocientos millones de católicos conectados por la Biblia y otros relatos cristianos clave. En este caso sería preferible hablar como hicieron los filósofos posmodernos de “metarrelato”, tales metarrelatos son el cristianismo, el islam, el budismo o el marxismo… Mil cuatrocientos millones de chinos se sienten conectados –con más o menos intensidad- por el relato de la ideología comunista; la red de comercio mundial cuenta con ocho mil millones de miembros conectados por relatos sobre divisas, compañías y marcas… “Los relatos proporcionan a Homo Sapiens un nuevo tipo de cadena, las cadenas de humano a relato. Con el fin de cooperar en beneficio mutuo, los sapiens no tienen que conocer a los demás en persona; sólo tienen que creer el mismo relato: “¡háblame en cristiano!”, “¡Salam Aleikum!”, “¡Salud, camarada!”, etc.

José Stalin lo entendió a la perfección, según recuerda Harari, cuando se halló a sí mismo en el nexo de uno de los mayores cultos a la personalidad que han existido: “¡Stalin es el poder soviético!”, le dijo a su problemático hijo que presumía de ser “hijo de”. Y siguió: “Stalin es lo que es en los periódicos y en los retratos, no tú, no… ¡ni siquiera yo!”. Los influencers comprenden las palabras del tirano, aunque no tengan vocación de genocidas. Una “marca” como Coca-cola o Renfe es también un tipo de relato específico. Los publicistas (llamados nada más y nada menos que “creativos” en Usamérica) construyen una identidad de marca contando un relato acerca de su producto que los consumidores aprenden a asociar. En las redes, no somos sólo vidas, sino biografías publicitadas. Somos cuentos. La gente cree que conecta con personas cuando en realidad enlaza anímicamente con lo que se cuenta o nos contamos sobre la persona. “Difama, que algo queda”, sentencia el terrible adagio castellano.

¡Que más quisieran los relatos sobre perfumes y bebidas que hoy creemos sin darnos cuenta, que contar con la belleza de los grandes mitos de renovación y renacimiento del mundo de la tradición judeocristiana! ¡Tiene mucha miga simbólica el portal de Belén con sus santos, divinos personajes e inocentes y entrañables bestias! La Natividad del Niño-Dios… La idea de que el mundo amenaza ruina si no lo recreamos anualmente inspira la fiesta principal de innumerables credos, culturas, mitologías, y no sólo las del pueblo cristiano. Pitagóricos y estoicos racionalizaron el cuento elaborando cosmológicamente la idea del eterno retorno que tanto juego dio a Nietzsche, profeta tardorromántico. El material histórico del Belén o la visita de los Reyes Magos de Oriente no es más que un trampolín hacia una significación profunda que alude a orígenes esenciales y fines valiosos, tal y como analizó el maestro Mircea Eliade, gran analista de los grandes mitos religiosos de la humanidad. Un pueblo que olvida sus mitos fundacionales es como un pueblo que se queda sin alma.

El tiempo histórico no tiene mucho que ver con el tiempo litúrgico. La Navidad es, en todo caso, “historia sagrada”. El tiempo litúrgico no pasa nunca del todo porque se repite, porque retorna. Por eso el misterio de la Encarnación de Dios en el niño no puede reducirse a su historicidad, aunque una de las originalidades del cristianismo sea precisamente que tal encarnación, tal epifanía o manifestación de lo divino en la Tierra, en la carne de un niño-Dios, de una criatura humana dada a luz por una Virgen, se efectúe en un tiempo histórico hace unos 2024 años más o menos. El Hijo de Dios se propone como redentor no sólo del ser humano, sino incluso de la Naturaleza. La historicidad de Jesús queda además trascendida por el relato de su ascensión al Cielo y su reintegración en la gloria del Padre, a la que nos reclama como hermano mayor.

El tiempo litúrgico recupera así el illud tempus de los comienzos. Cierra el círculo del alfa y la omega. También el paganismo sobrevivió cristianizado. Son muchos los misterios que celebramos cuando nos juntamos por Navidad. Ese niño es el Sol renaciente, astro rey, es el día creciente que vence a las tinieblas de la noche fría y larga, igual que las diosas de la fertilidad se asimilaron a las matronas virginales y los matadores de dragones devinieron Sanjorges y los dioses de la tormenta se transformaron en San Elías. El cristianismo cósmico de las poblaciones rurales estuvo y está aún dominado por la nostalgia de una Naturaleza santificada por la presencia del Niño Jesús, recién nacido en el modesto pesebre de un humilde establo suburbano, un ideal sublime de sociedades agrícolas estremecidas por el terror continuo de hordas guerreras alógenas o la dominación desalmada de señores de la guerra autóctonos. El Niño-Dios simboliza o representa esa rebelión pasiva contra la tragedia violenta y la injusticia de la historia.

En casi todas las creencias universalmente difundidas los muertos vuelven junto a sus familiares en los alrededores del Año Nuevo o en los doce días que separan la Nochebuena de la Epifanía. Confieso que yo oigo a esos espectros en las reuniones familiares, allí donde se sentó la chacha Elvira durante años, allá donde nos miraba bonachón el abuelo. Oigo el chiste del tío Lorenzo y la risa de mi padre… Estas fiestas denotan –dice Mircea Eliade; yo diría mejor “connotan”- la esperanza de que en ese momento mítico en que el mundo es aniquilado y recreado sea posible la abolición del tiempo que pasa, el que lo destruye todo. Entonces los muertos queridos y añorados podrán volver, pues las fronteras entre vivos y muertos se disolverán en ese instante paradójico que sabe a dulce eternidad.

“Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas (…): se aprende no sólo cómo las cosas han llegado a la existencia [tal, el misterio hoy despreciado de la maternidad], sino también dónde encontrarlas y cómo hacerlas reaparecer cuando desaparecen” (Mircea Eliade. Mito y realidad, I). Cada Navidad es un retorno a esa fuente por excelencia, brote prodigioso de energía, de vida y de fertilidad, que escapa a la matanza de los Inocentes de milagro, que tuvo también lugar durante la Creación del mundo. Sí, en un establo, junto a un buey y una mula. ¡Retornemos al origen por un rato feliz!, pues implícita en nuestra creencia está implícita la idea de que la primera manifestación de una cosa, es decir la inocencia infantil o el cromo de su aurora, es la más significativa y válida, su verdadera epifanía.

Los grandes metarrelatos, el de Jesús o el de Mahoma, cambiaron y cambian la historia, porque extienden y amplían los vínculos biológicos preexistentes más allá de la familia, el clan, la tribu e incluso la nación… Por eso sus protagonistas asumen papeles fraternales, paternales y maternales. Los relatos construyen redes de comunicación. Los grandes mitos crean, transmiten y conservan realidades e instituciones. De este modo la ficción supera en fertilidad a la mismísima verdad-realidad. La ficción produce realidad. Los relatos se añaden como una metafísica compartida o un logos comunitario a la naturaleza objetiva y subjetiva de lo inmanente real. Son en sí mismos algo sobre-natural, pues crean y reproducen como realidad intersubjetiva o complejo de “memes” (Dawkins) las cosas intersubjetivas con sus intereses humanos “demasiado humanos”. Existen en el intercambio incesante de información que hoy se produce a enormes distancias y a velocidades lumínicas.

Tal es el poder inmenso de los relatos y de las redes basadas en cuentos. Es la tesis de Harari en Nexus: que fueron los mitos, y no sólo la técnica, los que hicieron al Homo Sapiens el animal más poderoso de la Tierra al conferirle una ventaja decisiva: la ampliación y extensión de su sociabilidad más allá del clan primitivo, sociabilidad que hoy, para bien o para mal, se vuelve cada vez más globalizada y cosmopolita.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm


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