CULTURA

AMORES PLATÓNICOS, por José Biedma López, PhD

Lunes 09 de diciembre de 2024

En su libro sobre las concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea, titulado Cuanto sé de Eros (Algorfa 2024), Sebastián Gámez Millán director de “Sur. Revista de Literatura” se pregunta si Platón inventó o sólo descubrió “el amor platónico”, el divino Eros que lleva su nombre. El caso es que los grandes creadores literarios parecen iluminar aspectos del mundo que acabamos adjetivando con sus nombres, por eso hablamos de la serenidad “senequista”, de lo “dantesco” de una riada, del utopismo quijotesco, de la burocracia “kafkiana” con sus interminables papeleos, o del sublime “amor platónico...



“Lo platónico” ha ejercido tal influencia sobre la cultura universal en ámbitos científicos, estéticos e incuso teológicos y místicos, que los filósofos han elevado a tópico el célebre aserto de Whitehead de que la Historia de la Filosofía son notas a pie de página de los Diálogos de Platón, notas, glosas o comentarios a sus escritos. Desde luego no deja de ser sorprendente que todos los diálogos exotéricos del maestro ateniense, escritos hace más de dos mil trescientos años, se nos hayan conservado, veinticuatro textos auténticos más un puñado de dudosos o apócrifos. Podríamos decir con Ricoeur que el pasado es posible, en el sentido de que contiene un potencial inexplorado, sobre todo si se trata de una obra clásica.

Sebastián Gámez especula con la paradoja de que el amor que llamamos “romántico” sea anterior a la época relativamente reciente que llamamos Romanticismo. Pensemos en los Calixto y Melibea de La Celestina de Fernando de Rojas, o en los Romeo y Julieta de Shakespeare. Tal vez tales encantamientos, amartelamientos u obsesiones sentimentales y arrebatos emotivos formen parte de la universal condición humana, pues comparten propiedades. La referencia a ideales, la glorificación de la figura ausente, la frustración o insatisfacción que se sublima y eleva en la nobleza de un sentimiento heroico, la fusión de almas…

Podríamos decir que la actitud romántica es anterior al Romanticismo y seguramente constitutiva de la esencia humana, que está atravesada universalmente por esa ansia de plenitud y por esa sed de sentido que nos caracteriza frente al dramatismo absurdo de lo real y su natural fatalismo. Sebastián cita a Novalis: “Cuando se confiere a lo vulgar un alto significado, a lo común un aspecto enigmático, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito una apariencia de infinito… nace lo romántico”. Yo hablaría del misterio de lo incognito más acá de su incierta dignidad. Desconocemos de dónde nos viene el hambre de alimentos y placeres eróticos.

Lo que es seguro es que el amor platónico no tiene nada que ver con lo que hoy llamamos amor tóxico, en el que una de las partes pretende controlar y dominar, hasta destruir a la otra. El mismo Platón (Rep. 607e) nos recomienda alejarnos de aquel amor que nos resulta nocivo, aunque reconoce que para eso ha de hacerse violencia a uno mismo, ¡hay que querer no querer!, hay que ejercer lo que Unamuno llamó “noluntad”, decir No a la gana. Para eso hay que tener carácter, algo que hoy no se fuerza en la Escuela de “todos aprueban” ni en las casas de “todos tienen derecho a todo”. Este es el esfuerzo que requiere la libertad y que el servil o el cobarde no está dispuesto a hacer, por lo que prefiere ser mandado a mandarse.

Si Platón inventó ese “anhelo de engendrar en la belleza”, tanto física como espiritualmente, al que llamó Eros, entonces podemos desmitificarlo o liberarnos de sus aspectos negativos, pero si lo descubrió, si describe en su Banquete inmortal (Symposium) una constante de la naturaleza humana, Eros, hijo de Penuria y de Ingenio, entonces estamos expuestos siempre a ser atrapados en esa red, vulnerables a sus cantos de sirena y de nada nos servirá atarnos al mástil de la racionalidad –como hizo Ulises- si contraemos ese virus del entusiasmo erótico, esa bacteria de la manía divina que es “herencia de la carne” a la vez que aspiración de gloria eterna.

El dilema de si invención o creación cobra relevancia actual porque buena parte de las críticas emancipadoras del feminismo reside en la distinción entre lo cultural y lo natural. La frontera turbia entre lo que somos por naturaleza y lo que somos por convención y modelamiento social, ese límite confuso e incluso variable según pueblos, tiempos e individuos, más aún si pensamos que somos animales técnicos y políticos por naturaleza. Todo discurso, incluso el erótico, está atravesado por el poder y por el deseo. Por otra parte, hay quien piensa que el erotismo, como arte del amor y como técnica suasoria es, precisamente, un invento femenino, o que algo o mucho debe en su origen al lirismo lésbico.

Tampoco está claro qué debemos entender por “amor platónico”. ¿Es la búsqueda de la mitad que nos falta como se sigue de la fábula que cuenta Aristófanes en el citado Banquete platónico? ¿Nace de la Carencia como deseo de lo que nos falta, síntoma de nuestra menesterosidad e imperfección? ¿Es un gran Demon, un intermedario –ángel o demonio-, inspirador de sueños, entre lo humano y lo divino, verdadero estímulo de toda actividad creativa? ¿Será, metafísicamente considerado, el verdadero impulso hacia lo incondicionado, que codicia la posesión del resplandor del bien en la belleza de los cuerpos primero y luego en la elegancia de los comportamientos, en la hermosura de los caracteres, la belleza de las almas, hasta arribar a la Belleza en sí, ese aspecto trascendental del Bien? Desde luego, fue el amor platónico como impulso teopático lo que inspiró a poetas tan extraordinarios como Juan de la Cruz, que no se recató en usar el simbolismo erótico para la expresión de su vuelo místico.

Es la Musa hija de Apolo y de Memoria, es hembra deseada, ¡cherchez la femme! Sin duda, como dijo Hegel, nada grande se hace sin pasión, y en toda gran obra hay eco de útero y mancha de esperma. Lo bueno es que Amor, deseo sublimado, es desde un punto de vista abstracto la mayor fuerza transformadora que nos impulsa a superarnos, conato conservador, armonizador y unificador, según lo pintó Empédocles, como pegamento de las cosas del mundo y que pone amistad en los seres del cosmos.

En el capítulo titulado “Amores platónicos”, Sebastián se centra en los Amores imposibles, esos que no descienden jamás al tocamiento, muy contrarios a los que denuncia la criada de una tragedia de Séneca, que pone en duda la divinidad del deseo incestuoso de Fedra, al ver a eros como cómplice del vicio. Fue el deseo culpado, cómplice del vicio, quien fingió que el amor era un dios, y porque anduviese más libertino autorizó su desvarío con el falso prestigio de divinidad. Sócrates deja a todos boquiabiertos en el Banquete al decir que Eros no puede ser un dios si nace de la penuria, de la carencia, de la imperfección. Así que es sólo un gran demon, ansioso e ingenioso, gran saltador de obstáculos. No extraña que los pobres amen más y mejor que los ricos.

Entre un elenco de ilustres poeta hispanoamericanos, Sebastián Gámez cita como maestro de amores imposibles a Nicanor Parra, quien tal vez sea el poeta que desde los años sesenta mayor influencia ha ejercido en Latinoamérica, creador de la llamada “antipoesía” y del “giro coloquialista”. Sus “artefactos” cuentan con una ironía corrosiva y demoledora… Pero, por mucho que la poesía quiera jugar a desilusionarnos como quien saca a la vulgar Aldonza del fantástico traje de doña Dulcinea, atavío que tejió la entusiasta fantasía de Alonso Quijano, en cualquier caso, el arte consuela, cura, ejerce su función terapéutica y, si no, al menos nos entretiene. Y mientras estamos entretenidos ni destruimos ni nos enviciamos. Quien canta, pinta o escribe, se desahoga, conjura a sus demonios, se pone en paz con el caos o con el orden. Contar lo que nos pasa siempre resulta reconfortante si damos con quien ejerza la caridad de escucharnos como quien presta la joya de su atención.

El libro que aquí reseñamos y recomendamos merece la nuestra concentrada, mucho más por tratar de inquilinos de nuestra casa hispana, compadres que expresan sus cuitas, sus ocurrencias e ideas, sabores y sinsabores, en nuestra cervantina lengua española. ¿No dijo el filósofo teutón que el lenguaje es la verdadera casa del hombre? Pues cuidando y conservando bien vestidos sus habitáculos, iluminadas sus alcobas y limpios sus retretes mejoramos también la vida de todos sus huéspedes, que somos más de quinientos millones.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm


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