Como de costumbre, en las noches de temporal, me encontraba en la misma taberna portuaria de siempre, sucia, oscura y sofocada de humo, provocando al vino y a la suerte en timbas macilentas que a veces se prolongaban hasta el amanecer. Allí no hay distinción entre payos y gitanos. La mala estrella de todos los que frecuentamos este tugurio nos convierte en iguales ante el azar y ante la vida, sin ninguna diferencia. Todos, pescadores furtivos del parque natural protegido por la ley de costas.
Cuando las condiciones meteorológicas son favorables, nos hacemos a la mar clandestinamente, aliados de la noche, sembrando el litoral de pequeñas luminarias que tiran fuera de las grietas submarinas nuestras presas, hipnotizadas. Remamos sigilosamente con los motores aletargados porque, en el silencio abisal de la mar, el sonido se propaga sin ninguna barrera durante millas. Costeamos y costeamos, armados de poteras, palos de arrastre plagados de anzuelos elaborados por nosotros mismos, arrancando de las profundidades capturas tentaculares vedadas que luego despachamos en el mercado negro. Pulpos, sepias, calamares... Nos da igual. Es su extinción o la nuestra.
El Viejo era un gitano de unos cuarenta años. Desde su infancia lo habían apodado con ese mote. Los rumores decían que su padre, cuando aquel era niño, ignoró una noche de San Juan, evento sagrado para un gitano, saliendo a pescar y haciéndose acompañar de su primogénito. Los chismorreos coinciden en que les pasó algo tan terrible que conmocionó todo el organismo del chico, dejándole el pelo totalmente blanco a tan temprana edad. Al día siguiente, apareció en la casa familiar solo, mudo y exhausto. Nunca más se supo de su padre. Cuentan que este era un hombre rudo y violento que desahogaba su rabia en su mujer y, seguramente, también en sus hijos, de ahí que nadie se interesara mucho en conocer la verdad. Nadie denunció su desaparición. Algunos borrachos habituales de la taberna, cuando el alcohol los envalentona, te susurran al oído que ni siquiera se molestaron en buscar el cadáver, mirando de reojo a El Viejo con recelo.
El Canillas, su compadre, me observó con atención dejando caer sus cartas sobre la tabla. El ambiente estaba caldeado por el vino y ya nos conocíamos de hacía tiempo. Sabía muy bien de mi mal carácter, sobre todo perdiendo a las cartas con El Viejo, el cual disfrutaba humillando a sus contrincantes. El Viejo continuaba riendo estrepitosamente a la vez que golpeaba con la palma de la mano la mesa con insolente persistencia. Esos golpes me martilleaban la cabeza y me encendían la sangre...
El bullicio del antro se acalló, desplazándose toda la atención hacia nosotros.
Yo ya sabía cómo iba a terminar aquello, así que me levanté de la silla como un resorte, cerrando a la vez el puño, y propiné al gitano un violento golpe en el pómulo izquierdo con toda mi voluntad. Se tambaleó, pero no cayó al suelo. Era fuerte como un toro. Me respondió con un puñetazo terrible que me rompió el labio, derribándome. Se abalanzó sobre mí y consiguió hacerme una presa en el cuello con aquellos brazos tatuados de cruces.
Sombras grisáceas se cernieron sobre nosotros, forcejeando y tirando hasta separarnos. La mitad contenía a uno. La otra mitad al otro.
La acusación que le lancé le dio de lleno y los que malograban sus acometidas tuvieron que emplearse a fondo para que no se liberase.
Abrí la puerta de la taberna con una patada. El Viejo permaneció dentro con su compadre, sin dejar de lanzar improperios que retumbaban en todo el puerto. Antes de salir, nos dio tiempo a intercambiar escupitajos, jurando y maldiciendo.
El sol del mediodía me despertó. La resaca del vino a granel me había desatado tal malestar que me oprimía el alma y la memoria. Un punzante dolor en la boca, además de en mi puño, me recordó la pelea y el desafío como un mal sueño. ¡Condenado Viejo! Quizás me excedí en mis palabras... Pero, por honor entre canallas, ¡vaya si iría!
Raspé el moho de un trozo de pan y pringué en un cazo los restos de las gachas del día anterior, hervidas y hervidas con el pescado de roca que nadie traga por la gran cantidad de espinas, solo nosotros, y casi a diario. Meter algo en el estómago me hizo recuperar el ánimo.
Los barcos dormitando en la bahía del puerto me recordaron que era víspera de festivo. Era el día previo a la noche de San Juan. Personas creyentes y supersticiosas como yo... Hoy nadie se haría a la mar. Se organizaban los preparativos para la medianoche. Pude distinguir a lo largo de la costa sur que en las playas ya se habían apilado leños y maderos para el ritual purificador del fuego. Una tradición que se pierde en la noche de los tiempos. Solsticio de verano. Eterna lucha de la luz contra la oscuridad. Esta noche el sol se resistiría al máximo. Las gitanas estarían ya colgando plantas aromáticas en las ventanas de la casa para recibir la consagración del Santo. La gente adentraría sus cuerpos en el agua nocturna para desterrar toda energía negativa y tener salud el resto del año. Algunas mujeres, mojando sus ojos, pedirían a San Juan que les diera la fertilidad buscada en vano... Este año, por primera vez en la vida, yo, ferviente devoto, no bendeciría mi cuerpo. No saltaría siete veces sobre una hoguera ni lanzaría a las aguas mis pecados ni mi deseo. Me lo impedía una cita de honor con El Viejo. Pedí perdón a mi venerado santo en voz alta y me volví a echar sobre el desnudo colchón mugriento.
Me incorporé sobresaltado y miré el reloj. Eran las diez de la noche, pero una tenue luz natural iluminaba la estancia. El sol todavía presentaba batalla. ¡Nadie me llamaría cobarde! Me vestí rápidamente y empecé a callejear hasta llegar a la bahía. La crucé dirigiéndome hacia las abruptas calas del norte, donde la mar en invierno embiste la costa tan bravía que aborta todo amago de asentamiento de playas, sin dar tregua a la pacífica arena. No hay frontera. Sólo roca y agua.
El sol ya se había rendido a las tinieblas, fatigado y consumido, aunque orgulloso de la guerra librada. En el norte, oscuridad absoluta en San Juan, como renegando del santo. No existen playas septentrionales donde encender una hoguera, ni siquiera un acceso fácil por donde adentrarse en el océano. Con un fugaz arrepentimiento, volví la mirada por un instante al resplandeciente sur que ardía en felicidad, buenos augurios y deseos sinceros.
Aceleré el paso hasta distinguir en la oscuridad la silueta del Faro del Diablo, enclavado desde hacía siglos en un saliente, como un monumento consagrado a la muerte. Malhechores, piratas, contrabandistas de otras épocas, pero, al fin y al cabo, gente sin muchos escrúpulos como nosotros, en las noches más oscuras y feroces, esas sin luna, encendían fuegos que como cantos de sirena atraían a los barcos. Estos, confiados, se aproximaban a las fauces del litoral, sorprendiéndose sus vientres rajados. Después, la corriente del mar los trituraba lentamente contra el arrecife en vaivenes llenos de gritos y lamentos. Cuando por fin la muerte se apiadaba y daba descanso a los agonizantes marineros, aquellos renegados recogían los despojos.
Salté la reja candada que pretendía impedir el paso a la escalera escavada en roca que ascendía, rodeando el enclave abrupto de la torre. En su parte posterior se precipitaba vertiginosamente por el acantilado hasta terminar en un pequeño caladero. Allí divisé una exigua luz que oscilaba. Eran las once en punto. El Viejo me esperaba en un bote. Me aproximé hasta el borde de la roca, desconfiado, empuñando en el bolsillo una navaja. Por unos instantes permanecimos en silencio. La luna plateaba las suaves olas, pero el amenazante litoral las tiznaba cuando se aproximaban a la costa.
Dudé un momento. Recelaba de aquel gitano. No tenía claro cuáles eran sus intenciones. Salte al bote y apresé fuertemente con la mano el antebrazo tendido hacia mí, desafiante. El Viejo se mantuvo firme hasta que la barca recuperó el equilibrio. Liberamos nuestros cuerpos e hizo un gesto hacia la oscuridad con su cabeza. Mechones de su largo pelo blanco también plateaban, ondeando con la suave brisa.
Examiné el entorno de un vistazo para asegurarme de que estábamos solos. Me senté y empuñé los maderos, a la vez que clavaba mis ojos en los de El Viejo. Así permanecimos un buen rato, acompañados únicamente del acompasado y húmedo sonido del zambullir de los remos.
Escudriñé su rostro y me pareció franco. Parecía distinto. Amable y paciente como un maestro con un alumno que no entiende. Su actitud me hizo bajar la guardia por un instante y bromeé sonriendo:
El Viejo lanzó una risotada que resonó en los perversos acantilados.
Dejé escapar un gruñido de desaprobación mientras continuaba remando. El Viejo mudó la alegría del rostro. Se tornó serio, como la extraña noche.
- Nunca acuses a un gitano en falso, sosio. La gente habla y habla sin saber de qué. ¿Crees que no sé lo que algunos murmuran a mis espaldas? ¿Piensas que maté a mi padre, yo, sangre de su sangre?
- No sé, Viejo... Dímelo tú.
El gitano suspiró como si respirara con dificultad, como si algo turbio le oprimiera el pecho desde antiguo, durante demasiado tiempo. Durante demasiados años...
El Viejo clamaba al cielo. Yo continuaba remando con estupor. No parecía ebrio... Era un comportamiento que en absoluto me esperaba. ¿A dónde quería ir a parar con esas alusiones a Nuestro Creador y ese súbito arrepentimiento? No era El Viejo hosco, vulgar y maleducado al que yo estaba acostumbrado. Incluso me pareció vislumbrar en su endurecido rostro el breve resplandor de una lágrima.
El gitano se pasó el dorso de la mano por una mejilla. Después señaló un cercano entrante en la costa y pronunció con recuperada calma:
Derroté la barca hacia el entrante, hasta enfrentarla a una duna fosilizada de la costa que la erosión del viento, la lluvia y el oleaje, había esculpido junto al mar desde tiempos inmemoriales.
La barca se detuvo a unos cien metros de la formación milenaria.
El Viejo encendió una luminaria en la barca que dirigió contra la superficie de la mar y se desprendió de la camisa. Dudé por un instante... Seguía sin fiarme del gitano.
Yo también me quité la camisa y cogí una potera. Sin embargo, mi atención no se centraría en la pesca, sino en los movimientos de El Viejo. Nos zambullimos en la oscuridad bajando unos metros. Recuperando la verticalidad miré hacia el tenue y opaco farolillo que pendía de la barca hasta agotar el oxígeno. Ascendimos a la vez.
Aspiré una gran bocanada de aire y descendí de nuevo, alejándome más y más de nuestro cebo de luz. Poco a poco, en las profundidades, en las grietas, en las simas, distinguí como unas difusas fosforescencias. Pegué unas brazadas más hasta acercarme, impulsado por la curiosidad. No eran luminosidades... No correspondían a ningún tipo de microorganismo... ¡Eran ojos! ¡Ojos penetrantes!... Había pares de pánico, de espanto, de horror. Algunos de tristeza, soledad y desconsuelo. Otros de rabia, condena y súplica. Verdes, azules, negros. Ojos humanos de difuntos que acechan en los abismos, olvidados, reclamando ser reclamados. ¡La mar no entierra sus muertos! Me quedé petrificado, hundiéndome a plomo, hipnotizado ante su fulgor, como las presas que yo tantas veces había capturado... No encontraba fuerzas para oponerme a su irresistible atracción. Estaba a punto de perder el conocimiento...
Un brazo me rodeó el pecho haciéndome subir y subir hasta romper la superficie. Jadeé y jadeé hasta recuperar el aliento necesario para lanzar un aterrador grito... El Viejo me ayudó a retomar el bote. Permanecí sin habla tumbado en la madera, tiritando. El gitano empuñó los remos.
Ya nunca digo la mar. Siempre el mar, y jamás me hago a él. Perdóname Santo mío, San Juan, si ya no ofrezco al agua mis pecados ni mis deseos en tus noches. Contemplo las hogueras de la costa desde el puerto, pero ya ni siquiera me acerco a la playa. Me aterran las miradas abisales que aquella noche encanecieron mi cabello.
Relato incluido en la segunda edición de “En la penumbra de la realidad”.
Raúl Jiménez Sastre, escritor y director de la editorial Firma RJS
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Fotografía: La Isleta del Moro, Almería © Raúl Jiménez Sastre.