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EL PODER DE LO IMAGINARIO, por José Biedma López

(Ilustración: Empusa pennata. Las empusas o lamias, guardianas del infierno griego, tomaban a veces la forma de una bella hetaira)
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(Ilustración: Empusa pennata. Las empusas o lamias, guardianas del infierno griego, tomaban a veces la forma de una bella hetaira)

Contemplaba Apolonio desde las tierras de Catania (Sicilia) la majestad inquietante del Etna cuando preguntó a Menipo por su parecer sobre Esopo. Menipo le responde que considera a Esopo un cuentista y un mitólogo. Entonces Apolonio le pregunta en cuál de los géneros halla más sabiduría si en los mitos o en las fábulas. Menipo considera superiores a los poetas de las teogonías y epopeyas, lo de Esopo son charlatanerías de ranas, cuervos, zorros y hormigas, aptas para que las abuelas las cuenten a los nietos.

EL PODER DE LO IMAGINARIO, por José Biedma López

Apolonio le corrige, ¡prefiere a Esopo!, porque los mitos que cuentan los avatares de héroes y dioses relatan amores extravagantes, uniones incestuosas, calumnias contra lo divino, violencias interminables, filicidios y matricidios con pretensiones de realidad. Hasta es posible que corrompan a quienes los escuchan al despertar en ellos un deseo de fama mediante emulación de innobles trapacerías. Esopo, en cambio, ofrece excelentes lecciones a partir de relatos sencillos con útil moraleja. En segundo lugar, sus cuentos son más veraces que los de los poetas, precisamente porque no pretende que sus historias sean ni veraces ni plausibles, “por el hecho mismo de no hablar de cosas verdaderas, es veraz”, se vale así del fingimiento para beneficio de sus oyentes. Y en tercer lugar, Esopo encanta haciendo hablar a los animales.

Cuenta entonces Apolonio algo que le enseñó su madre de niño acerca de la sabiduría de Esopo: que fue pastor cerca de un templo de Hermes y que, enamorado de la Sabiduría, le pidió al dios que se la concediera. Otros muchos le pedían lo mismo ofreciendo al dios oro y plata, pero Esopo no podía regalar a Hermes más que leche de oveja, un panal de miel o un ramo de flores silvestres. Hermes repartió a uno la filosofía, a otro la elocuencia, a un tercer suplicante la astronomía, a otro la música y así hasta agotar todas las facultades del conocimiento, dejando a Esopo in albis. Pero entonces se acuerda Hermes de las Horas que le criaron en el Olimpo y como, aún estando él en pañales, le contaron la historia de una vaca que dialogaba con un hombre, por lo que él deseó las vacas de Apolo, anhelo que marcó su destino. Por lo cual, Hermes concede a Esopo la fabulística, importante resto que había olvidado en la caja de la sabiduría, diciéndole: “Ten, lo primero que aprendí”.

Esto cuenta Filóstrato de Atenas (c. 160-249) en su biografía de Apolonio de Tiana, escrita por encargo de Julia Domna, esposa del emperador Septimio Severo. La lección o moraleja del relato puede resumirse en unos versos de León Felipe: “Yo sólo sé que la cuna del hombre la mecen con un cuento”. Nuestras creencias y sentires más profundos, esos que tiran de la razón a cada acto, no dependen de evidencias ni demostraciones, ni de argumentos o conocimientos científicos, sino de relatos (mitos) y fábulas que nuestros padres nos contaron.

La segunda lección de Apolonio es relevante. Escojamos para la educación de los jóvenes, de entre todos los cuentos y relatos, los más edificantes. Es un “cuento chino” que creamos que podemos vivir sin cuentos, porque nos construimos en lo imaginario, antes y más decisivamente que en lo racional. Las fábulas, las parábolas, las alegorías, las grandes epopeyas y tragedias sobre los orígenes, y las grandes utopías y ucronías sobre el mal, el bien y el destino de la humanidad, afectan más decisivamente que la ciencia a nuestra moral, esto es, a nuestro carácter y a nuestras costumbres. Nuestra identidad, como han explicado Hanna Arendt o Paul Ricoeur, es un fenómeno narrativo. Por eso respondemos a la pregunta “¿quién es?” contando la historia de una vida. La biografía dice el quién de la acción; la bio-grafía, no la biología.

La mayoría de las fábulas previenen ante la existencia del mal. Ponen a los malvados en su sitio y ofrecen reglas prácticas para enfrentarlos. El lobo que amenaza a Caperucita es real y puede acosarla esta noche en “manada”. El mito salva al hombre de sus limitaciones, lo eleva a un presente eterno porque ese “erase una vez” es todas las veces, “incorporándolo mágicamente a un presente eterno, donde él ya no es un ‘caso’ aislado, sino un participante del orden universal” (J. L. Abellán). Nos trascendemos en las historias que contamos, en esa intemporalidad evanescente e inmemorial donde habitan dioses, duendes, ogros y demonios: Superman y Prometeo, Juan Sin Miedo y Garbancito, la Tía Tragantía y Cenicienta, pero también Jaimito y el gañán de Lepe, también Adán y Eva, Cristo, María Magdalena, ¡y la Serpiente!...

La mitología cristiana fue articulada durante siglos por el arte y la cultura de los monasterios como una gramática generativa, creadora, como un código que permitía expresar y comunicar, refinar y transmitir sentimientos y relaciones con vastas pretensiones de universalidad fraterna. Lo mismo se puede decir del budismo. George Steiner, recién fallecido, el último gran humanista internacional, puso de manifiesto de qué manera la religión se puede entender como una respuesta narrativa e imaginativa a la pregunta metafísica cardinal: “¿por qué hay ser y no, más bien, nada?”.

La imaginación no es irracional ni debe excluir la racionalidad; la razón es su imprescindible contrapoder. Sin imaginación no hay creación, pero sin la razón la imaginación puede descarriarse y caer en la superstición o el fanatismo, apuntando a falsos paraísos que acaban siendo realísimos infiernos. De ahí la lección que Apolonio da a Menipo, al que había librado de une empusa, una lamia embrujadora. Prefiere a Esopo precisamente porque sus fábulas no pretenden hacerse pasar por historia real ni mucho menos aspiran a establecer la superioridad de una raza o de una nación sobre otras, como las mitologías del catalanismo o del vasquismo más extremosos. Todos los tiranos engatusan al populacho con el imaginario de paraísos imposibles y hasta ridículos. Y por su parte, el tótem electrónico, la tele que preside nuestro salón, como antaño el Corazón de Jesús, funciona las 24 horas del día como infatigable e insidioso contador de cuentos, como un flautista de Hamelín dispuesto a llevarse de nuestra casa el sentido crítico y la pasta gansa, modelando nuestro imaginario para convertirnos en consumidores compulsivos.

En nuestra voluntad imaginante radica el poder de resistirnos al colonialismo de los sueños; mejor ser todo en nuestros sueños que devenir casi nada en sueños prestados, comprados en serie a Yankilandia. Los mitos nos hablan de lo que no podemos saber, sino sólo imaginar, de lo más fundamental: nuestro origen y destino, el bien y el mal. Los hay edificantes, obscenos y funestos, pero en todo caso, los más hermosos y clásicos proporcionan también un entretenimiento inocuo y formativo o, al menos, una evasión compensadora.

(Ilustración: Empusa pennata. Las empusas o lamias, guardianas del infierno griego, tomaban a veces la forma de una bella hetaira)

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