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A LA PAZ PERPETUA, por José Biedma López

A LA PAZ PERPETUA, por José Biedma López
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sábado 05 de marzo de 2022, 08:16h
A LA PAZ PERPETUA, por José Biedma López
Grabado de Goya sobre los desastres de la guerra, bajo el cual el aragonés escribió irónicamente: ¡Grande hazaña! ¡Con muertos!
Grabado de Goya sobre los desastres de la guerra, bajo el cual el aragonés escribió irónicamente: ¡Grande hazaña! ¡Con muertos!

Dejó dicho Erasmo que la guerra es tan mala que la hacen mejor los peores. Pero no hay duda de que el animal humano es belicoso y “polémico”, por usar la palabra que usaron los griegos para referir a la guerra contra un enemigo externo: polemós, de donde también viene “polémica”, guerra de palabras.

Platón y Aristóteles distinguían entre polemós y guerra civil (stasis) a la que consideraban el peor de los males. Se puede decir que las filosofías políticas de maestro y discípulo estuvieron destinadas a evitarla, pues buscaban la armonía política de las partes. Y por cierto, antes de la invasión rusa de Ucrania ya había una guerra civil, una stasis, dentro de su territorio, entre el ejército nacional y una importante minoría rusa e independentista, en territorios que fueron rusos antes de su administración bajo el imperio de la Unión Soviética y siguen siendo de cultura y habla mayoritariamente rusas.

Tanto Hobbes como Rousseau exageraron. El primero por creer que el estado “natural” de los hombres es “la guerra de todos contra todos”; el segundo, por pensar que somos “buenos por naturaleza” y que la sociedad nos corrompe. No somos la única especie que hace la guerra. También muchas especies de hormigas son guerreras y hasta toman esclavos de otras especies. ¡El conflicto es inherente a la vida, struggle for life!, según el darwinismo. “Ho Polemós es padre de todas las cosas”, sentenció Heráclito.

No obstante, si el humano tiene mucho de guerrero, tienen también mucho de compasivo, ama la paz y necesita de los demás; es animal político. Ha sido la misma guerra y el conflicto lo que ha obligado a los hombres a agruparse en unidades cada vez mayores: tribus, ciudades, naciones, federaciones… Sin embargo, los antropólogos comienzan a pensar hoy que el hombre primitivo durante el paleolítico no fue tan violento como se había supuesto; de hecho, sabemos que cuidaba de desvalidos, tullidos y ancianos.

La trágica realidad histórica es que la guerra ha sido hasta fechas muy recientes un motor de progreso tecno-científico y social. Si los príncipes renacentistas financiaban los estudios de geometría de los galileos y las matemáticas de los cardanos era para precisar mejor las órbitas y distancias de disparo mejorando así el acierto de sus cañones. El hecho es que las fronteras de Europa se han trazado a cañonazo limpio. Muchos de los avances técnicos en nuestra vida cotidiana proceden del complejo militar-industrial, tan denostado; el teflón de las sartenes, por ejemplo. Pero es evidente que la guerra hoy da vergüenza a cualquier conciencia humanitaria (no hace falta que sea purista o woke), lo cual explica que los ministerios de la guerra se llamen hoy ministerios de defensa, porque todos somos pacifistas, como somos feministas, al menos en un sentido superficial y blando. El mismo Platón sólo justificaba la formación de una clase guerrera en su ciudad ideal con fines defensivos y atribuía la guerra de conquista al afán de poder y a la avaricia. Nuestra conciencia respecto de la violencia hoy es mucho más decente y digna: sólo admitimos la justa y necesaria amparada por leyes y nos parece inaceptable que el fuerte abuse del débil.

La Naturaleza –dice Kant- utilizó la guerra como un medio para poblar la tierra entera y ha podido ser vista como algo noble e injertado en la naturaleza humana, pero el filósofo se da perfecta cuenta de que la guerra, cualquier guerra, justa o injusta, ya está dejando de ser un estímulo para el desarrollo, pues, todo lo contrario, se ha convertido en un freno para la ilustración de las gentes, ya que es cada vez más costosa en recursos, libertades y vidas, e incluso “hace más hombres malos que los que mata”. El mismo progreso tecnológico ha acabado con su faceta épica, la caballería ándate ya estaba muerta en los tiempos de Cervantes y no hace falta mucho coraje hoy para apretar un botón; los enemigos ni siquiera se ven y los misiles que alcanzan remotos objetivos causan más bajas civiles que militares; los “daños colaterales” revuelven las tripas morales de cualquier sensibilidad, salvo la defectuosa del psicópata o la amargada del nihilista. El enfrentamiento entre naciones impone el secretismo y los recursos que se dedican al incesante rearme y al mantenimiento de ejércitos permanentes se detraen de la educación, la sanidad, la equidad, el arte...

Kant publicó en Königsberg en 1795 su tratadito Sobre la paz perpetua (TPP), la primera edición de 1500 ejemplares se agotó en pocas semanas. (Cito la traducción de F. Rivera Pastora, Madrid 1972). La idea de una sociedad cosmopolita que garantizase la paz universal no era nueva, el abate Saint-Pierre había escrito un largo Proyecto de paz perpetua, que había merecido juicio favorable por parte de Rousseau. Kant lo planteó de otra manera, su ensayo manifiesta una optimista confianza en los ocultos designios de la historia humana, es decir en ese finalismo de la Naturaleza al que podemos llamar azar o providencia (TPP, pg. 118) y que nos orienta, incluso contra nuestra voluntad, hacia una concordia y una armonía congruente con el fin de la razón en su uso ético.

Después de los desastres y terrores de la revolución francesa, guerra civil que para nada cumplió con sus promesas de igualdad, libertad y fraternidad, Kant se desencantó de la revolución como método de emancipación y progreso para la condición humana y se inclinó hacia el reformismo. Kant estaba mucho más cerca de Hobbes que de Rousseau ya que para el alemán el estado natural del hombre es más bien la guerra, por lo tanto “la paz es algo que debe ser instaurado”. La “educación para la paz” es por tanto inexcusable (y costosa). La perversidad de la naturaleza humana sólo puede ser contenida y velada por la coacción legal del Gobierno y la persuasión del Maestro.

No obstante, hay también en el hombre una importante tendencia al bien moral: “Si así no fuera, no se les ocurriría nunca a los Estados hablar de derecho cuando se disponen a lanzarse a la guerra, a no ser por broma, como aquel príncipe galo que decía: ‘La ventaja que la Naturaleza ha dado al más fuerte es que el más débil debe obedecerle’” (TPP, pg. 110). Por todo eso la paz universal y perpetua le parecía a Kant un imperativo moral urgente, más urgente aún le hubiera parecido de haber sabido con qué calidad íbamos a construir nuestras armas de destrucción masiva, pero su consecución, la de la paz perpetua, exige ciertas condiciones: respeto a los tratados; supresión de los ejércitos permanentes; limitación de la emisión de deuda externa; Constitución o pacto mediante el cual la multitud se constituye en pueblo y el súbdito en ciudadano, es decir organización política de los pueblos sobre principios de libertad e igualdad; más separación de poderes (republicanismo representativo, contrario al despotismo); liga o federación de Estados libres (Sociedad de naciones prospectiva de la ONU): “un Estado de naciones –civitas gentium- que, aumentando sin cesar, llegue por fin a contener en su seno todos los pueblos de la tierra”. Pero, si pedir una “república universal” parece demasiado, Kant propone una federación internacional que por lo menos evite el despilfarro de las guerras (pg. 113); constitución de un derecho de ciudadanía mundial, esto es, cosmopolita, que garantice una “universal hospitalidad” que significa “el derecho de un extranjero a no recibir un trato hostil” (pg. 114); respeto a las naciones pequeñas; carácter público de todos los acuerdos (transparencia) y, por tanto, supresión de la diplomacia secreta.

Estas condiciones vienen a resumirse en una sola: la política nacional e internacional debe concordar en todo momento con las exigencias del derecho y la moral. “No puede haber, por tanto, disputa entre la política, como aplicación de la doctrina del derecho, y la moral, que es la teoría de esa doctrina; no puede haber disputa entre la práctica y la teoría” (pg. 133).

Se podrá decir –y así lo previno Kant- que la consecución de un Derecho Internacional que garantice el equilibrio entre libertad y seguridad de todas las naciones y, dentro de las naciones, de sus ciudadanos, y permita la resolución de conflictos entre Estados libres por vía jurídica y no violenta no es más que el sueño de inofensivos teóricos y filósofos.

No obstante, creo como Kant que la propia naturaleza nos condena a los humanos de todos los colores, géneros y religiones, a convivir juntos en la época de las telecomunicaciones globales y a someter nuestros conflictos a arbitrios legales o a una dialéctica libre de coacción que busque el acuerdo más justo posible. Y no porque seamos ángeles buenos, almas bellas o hermanitas de la caridad, sino por motivos naturales, es decir, perfectamente egoístas, porque en la renuncia a la violencia nos va cada vez más la supervivencia, el bienestar (el precio del gas o de la luz) e incluso la realización de nuestras más sublimes ambiciones. La paradoja es que necesitamos leyes universales para nuestra salvación aun cuando cada una de nuestras unidades –individuos o naciones- se inclinen a tergiversarlas o violarlas.

También confío como Kant en el espíritu comercial, incompatible con la guerra (pg. 128), ¡salvo para los que negocian con armas, claro! Y a que el poder del dinero fuerce a los Estados –no por motivos precisamente morales- a firmar acuerdos de paz. Ojalá rija en aquella utopía ilustrada (única vigente), en la constitución de su Federación internacional de Estados soberanos el “artículo secreto de la paz perpetua”, que dice así: “Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de la posibilidad de la paz pública deberán ser tenidas en cuenta y estudiadas por los Estados apercibidos para la guerra”. Pero “no hay que esperar ni que los reyes se hagan filósofos ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo [como lo hizo Platón]; la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón”. Kant se conforma con que los filósofos no desaparezcan ni enmudezcan, puedan hablar espontáneamente y con que no se les prohíba hacerlo. A fin de cuentas, “los filósofos son por naturaleza inaptos para banderías y propagandas de club; no son, por tanto, sospechosos de proselitismo” (pg. 131).

Tiene razón, porque el filósofo es amigo de la verdad –no que la tenga- y, de todas las víctimas inocentes de la guerra, la primera es siempre la verdad. En ambos bandos. ¿Acaso nos hemos enterado de lo que ha estado pasando con los rusos en la “democracia” ucraniana? Hasta el déspota ruso debe justificar sus atrocidades hablando del nazismo o del genocidio practicado contra sus compatriotas, pero no podemos esperar de unos y otros sino circunloquios inventados por la doctrina inmoral de la astucia: aprovecha la ocasión (fac et excusa); niega los vicios de tu gobierno (si fecisti, nega) y divide y vencerás (divide et impera). Quienes hacen la guerra o se benefician con ella siempre argüirán que defienden al más débil, al que imaginan como un certero y hermoso pastor descabezando al gigantón filisteo. Los odios y resentimientos que siembran estas barbaridades tardarán generaciones en curar. Lo sabemos por experiencia.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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