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DEL CERDO, HASTA LOS ANDARES, por José Biedma López

 Araña de jardín apresa una abejilla sobre menta silvestre (foto del 12 julio 2021).
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Araña de jardín apresa una abejilla sobre menta silvestre (foto del 12 julio 2021).
DEL CERDO, HASTA LOS ANDARES, por José Biedma López

Nuestro mundo es violento. La explosión de una supernova es su espectáculo y paradigma estelar. La tele, su espejo. Nuestra historia es violenta; las fronteras de los estados se han trazado a cañonazos. Desde tiempos inmemoriales, la violencia fue también motivo de diversión y entretenimiento. “Pan y circo”, regalaba el príncipe de Roma a sus ciudadanos a fin de mantener la paz social. Aquel circo incluía gladiadores lidiando a sangre y hierro por salvar su vida y a leones devorando a cristianos mansos.

Los cuentos tradicionales están tan cargados de violencia como las películas del Oeste: la madrastra de Blancanieves intentando envenenarla, la bruja infanticida y caníbal, el asesino en serie de Barbazul… Hay quienes creen que debemos tapar los ojos a los niños y sus oídos para que no vean la violencia, arbitraria o malintencionada, del mundo y las personas, pero eso no impedirá que la vida les dé un par de guantazos en cuanto se descuiden. ¿Será mejor aumentar su desconfianza hasta que no se fíen ni de su padre?

Para hacer una tortilla hay que romper al menos un huevo. Pretender acabar con la violencia es como intentar acabar con las moscas. Además, existen moscas necesarias, beneficiosas para el ecosistema, y existe una violencia legítima. El ladrón o el violador no se entregan a la policía gustosamente. Por lo tanto, el problema es el de la gestión de la fuerza bruta. Las artes marciales son un buen ejemplo de autogestión económica y sabia de la violencia.

Los niños adoran a los animales, pero eso no impide que eventualmente les muerda un perro, les chupe la sangre un tábano o les aguijonee una avispa si la pisan por descuido o se acercan demasiado al avispero. “Está en mi naturaleza” –dijo el alacrán a la rana cuando el anfibio le pidió explicaciones por haberla herido con su aguijón, a pesar de que la amable rana había ayudado al escorpión a cruzar el río montándolo sobre su lomo, como quien muerde la mano que le da de comer. Recuerdo un perro así, un pastor belga muy mal educado.

Cuenta Fernando Arnáiz, guía vocacional del Museo Nacional de Ciencias Naturales, cómo ha de explicar a los niños que visitan el MNCN que los depredadores no son malos, que águilas, lobos, tigres y tiburones desaparecerían si no pudieran matar. “También vosotros coméis carne”, les dice, porque “los humanos somos omnívoros, es decir que comemos de todo: verduras, frutas ¡y carne!… Y esa carne, ¿de dónde sale?”.

‒ ¡Pues del súper! –es lo que suelen decir los nenes.

Es evidente que la visión de la naturaleza que tiene el cachorro humano urbanícola, el niño de ciudad, es muy limitada. Por eso es sumamente útil, justo y necesario, que existan programas y excursiones que fomenten sus visitas a granjas, campos y huertas, a las piscifactorías y también a las plantas de reciclaje, a fin de alentar un consumo sensato, una alimentación equilibrada y un reciclaje responsables.

Nada ha cambiado tanto en los últimos siglos como nuestra visión de la naturaleza. Los motivos naturales reaparecieron en los cuadros del Renacimiento como fondo o decorado de los cuadros religiosos. Hasta el romanticismo, el paisaje natural no se convirtió en tema por sí mismo. Si soslayamos el animismo totémico, el orfismo o el hinduismo, que creyeron o creen en la reencarnación de las almas humanas en animales y hasta en plantas…, así que “¡cuidado con la hormiga, porque puede ser tu tatarabuela!”, las demás culturas tenían del mundo animal y vegetal una visión relativamente uniforme: los animales eran fuente alimenticia, recursos materiales (pieles, huesos…, yo he jugado a la pelota con una vejiga de marrano, y al lapo con un hueso de su rodilla), las bestias rentaban fuerza de trabajo para el transporte, la noria o el arado y, los días de fiesta, hacían también de figuras de entretenimiento. Hasta el siglo XIX en la India, donde las vacas son sagradas, fue frecuente el espectáculo de la pelea entre elefantes y tigres, como en Gran Bretaña la caza del zorro, o las peleas de gallos o perros siguen celebrándose en muchos lugares, o la tauromaquia con su liturgia, ancestral en el Mediterráneo…

Además, plantas y animales representaban también recursos curativos y –entre las clases privilegiadas- mascotas de compañía. El perro pekinés, por ejemplo, fue diseñado por selección artificial, generación tras generación, para que lo manosearan como sucedáneo de bebé las damas chinas….

La conciencia conservacionista es muy reciente. Hemos tardado en darnos cuenta de que la presión que ejercemos sobre los ecosistemas puede desencadenar tanto su ruina como la nuestra. Y por eso se habla de la sexta gran extinción causada por la actividad humana. Por lo tanto, es preciso reconocer la necesidad de comprender y conservar la compleja diversidad de la vida, la interacción increíblemente sofisticada de los organismos vivientes. Sus existencias se entrelazan en dependencia mutua, en sistemas dinámicos de extraordinaria complejidad, aún mal conocida.

Nosotros mismos hemos sido, desde el final de la última glaciación, hace unos diez mil años, un factor evolutivo influyente. Algunas especies se convertirían fácilmente en plagas si no las cazáramos o les pusiéramos límites. Hay que reconocer la conveniencia de una violencia proporcionada, como la utilidad impecable del matamoscas o la cría de mariquitas para el control de plagas de pulgones. Como la que ejerce el policía contra el delincuente legítimamente y según un protocolo de proporcionalidad que es principio de orden civil. Ni las sociedades ni la naturaleza son, en su historia, un pueril relato de malos y buenos.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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