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SUPERACIÓN (Relato veraniego), por José Biedma López

SUPERACIÓN (Relato veraniego), por José Biedma López
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SUPERACIÓN (Relato veraniego), por José Biedma López

El perro Bruno ladró potente, solidario con las toses o asustado por el llanto del cachorro humano. La pareja de cuervos se removió inquieta en el pino alto, aletearon equilibristas en sus perchas con rumor azul obscuro. La noche corría negra, larga, inquieta, insomne. Los padres sufrían aquella tos con dolor propio. Parecía la tos de un animal; “tos ferina”, se llamó en tiempos de Poncio Pilatos.

“¡Hijo mío, qué tos!”, clamaba la madre fuera de sí. “¡Qué tos, y estamos sin jarabe!”, añadió, volviéndose con ojos de lechuza y desesperación hacia el padre. En los espasmos entre aquellas toses, el nene lloraba. Cerraba los ojos, parecía caer dormido, pero entonces volvía la tos. ¡Noche toledana! En el silencio en aquella casa de campo, aislada entre olivares, almeces, olmos, falsas pimientas y almendros, la tos se volvía más sonora y significativa, más “ferina”. La madre le palpó la frente; ¡por lo menos, el nene, no parecía con mucha fiebre!… Le suministró un apiretal.

Ya clareaba, zureaba el tórtolo turco y trinaban pájaros cuando el ataque de tos por fin cesó. El sueño espeso cayó como una bendición sobre el retoño, que aún no había cumplido sus tres años.

Cuando despertó, tras cambiarle los pañales, su padre le calentó un biberón. “¡El bibe de mi nene, el bibe de mi nene!”, canturreaban. Ya era capaz de tomárselo solo mientras miraba en la tele las aventuras de un camioncito que hablaba, o de Simón, un conejo de larguísimas orejas como de liebre. El nene ayudó a su madre a dar el desayuno a la gata Selma, que merodeaba en la cocina, con un collar isabelino porque era felino viejo y había que evitar que se lamiese una llaga en el pompi que no acababa de encuerar.

Sábado caluroso, de julio. Fuera de la casa, antigua de amplios muros de piedra, paredes aislantes que también les dejaban sin cobertura, hacía muchísimo calor, pero el nene quería jugar en el patio o en el jardín que rodeaba aquella antigua casería con huerta y corral, ahora reconvertida en residencia rural y en la que este verano de pandemia la familia veraneaba.

El nene empezaba a echar alma: memoria, imaginación, esa capacidad maravillosa de prever y simular; afinaba su control del cuerpo, todavía limitado, de la risa y del llanto…; progresaba, emergía ese yo ejecutivo con nombre propio que se reconoce en el espejo, que sabe del cuerpo que somos, dónde acaba y qué siente, el milagro de una voluntad que dice no, la forma etérea de un carácter, que sería único, irrepetible, obstinado en su singularidad, un espíritu con libertad limitada sobre el temperamento heredado, un talante con intimidad y secretos que, años después, maduraría quizá proyectos propios, inventaría modos de humanidad novedosos.

Además de manejar el biberón con soltura y pisar hormigas y aplastar otros pequeños bichos luminosos, preferiblemente rojos, el nene ya sabía darse tretas, lavarse las manos y los dientes, dar y apagar la luz, echar el pañuelo de papel a la basura, y hasta calarse solo una chanclas que eran como las del abuelo, pero más chicas (“kikas” -decía él-, pues mostraba inclinación especial hacia las consonantes velares). Tampoco rehuía ya escurrirse por el pequeño tobogán montado en el corral, al lado de una casita de plástico duro con ventanas fáciles de abrir y cerrar.

Su madre le miró con intensidad: “¿quieres?”.

Su padre le miró con intensidad: “¿quieres?” –el nene pareció preocupado, pero siguió jugando con un tractor amarillo en miniatura.

‒ No papá, no mamá, no kero, no kero, no kero, no kero… -repetía el nene con perseverancia de cigarra.

¡Una treta!, ¡otra treta!

‒ ¡Papá, mira, aquí! ¡Kako, kí!

Papá se distrajo un momento con el móvil, mientras “Kako” (nombre que él se daba pero que no era oficial) caía del tobogán bastante desbaratado. No se rompió el cuello porque los nenes de esa edad son de goma. No se abrió la cabeza porque el suelo de aquel patio había sido alfombrado con césped artificial bajo el tobogán, bajo la casita de plástico y sus aledaños.

Consolado por su padre, el nene se puso a dar vueltas sobre sí mismo como un derviche hasta perder el equilibrio y caer con gusto y risas en el verde. Después se puso a matar hormigas en los parterres laterales. Su padre le había dicho que las hormigas eran trabajadoras y buenas, pero Kako no distinguía todavía entre hormigas, arañas, avispas y moscas. Luego se puso a tirar cosas por las ventanas de la casa de mentira: coches y motos de juguete, pelotas de tenis amarillas, pelotillas de moco, pequeños palos, hojas secas…

De pronto, el nene gritó:

‒ ¡Tití!, ¡tití! (cambiaba con facilidad bilabiales por dentales)

¡Había que ver la prisa que se dio la madre!, por cogerlo en brazos, llevarlo dentro hasta el cuarto de baño, bajarle los calzoncillos, para sentarlo en una tacita de wáter con monigotes dibujados en azul y amarillo y una palanganita blanca en su fondo para recoger despojos.

¡Esta vez sí habían llegado a tiempo!

“¡Bien, bravo, estupendo, ese es mi nene!”, gritó la madre. “¡Estupendo, formidable, ese es mi chico!”, gritó el padre mientras aplaudían. Con aquellos griteríos y celebraciones efusivas, Bruno el perro se asustó y esta vez aulló. Las palomas torcaces que descansaban en un almez se lanzaron hacia el valle con un batir de aspas de madera, la gata que estaba a punto de parir maulló lastimera. Los peces de colores del estanque eran siete, dos azules, tres amarillos y dos rojos. Seis trazaron con sus movimientos símbolos zen en las aguas del estanque, uno de los amarillos saltó y voló en el aire, una rana contempló con sorpresa el evento, pero no hizo nada al respecto. Se oyó también un kikirikí remoto. Aquel gallo no era consciente de que adoptaba ka en lugar de cu, que es obligado en la transcripción de palabras árabes y preferido en castellano. Lo mismo podría haber cantado “quiquiriquí”, si hubiese sido conservador y tradicionalista, pero era gallo rebelde… El caso fue que la alegría por la proeza de Kako se extendió por casería, cerro y valle, como el andante de una sinfonía pastoral, y hasta el pájaro mosquitero se esmeró en trazar una doble pirueta para atrapar al mosquito emergente del arroyo donde las libélulas se entregaban a sus antiquísimos rituales. Mariposas de varias especies acudían a las lantanas del jardín y en lo alto del cielo se llamaban entre sí para darse la buena nueva golondrinas, vencejos y abejarucos.

Ambos padres celebraron al alimón la proeza de Kako: Dos cagarrutas pequeñas, duras, castañas, del tamaño de sendas pelotas de ping-pong lucían calientes en el wáter de plástico. Ya podían ahorrarse los pañales Lupilú del número seis.

‒ Vamos a llamar a la abuela, dijo la madre. Le vas a decir que has hecho pipí y caca en el wáter.

‒ ¡Como un campeón! –añadió el padre.

‒ Kako lo miró satisfecho y buscó corriendo su abrazo.

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