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EL ANTROPOIDE, por José Biedma López

 'Hylias y las ninfas', detalle del cuadro de John William Waterhouse.
"Hylias y las ninfas", detalle del cuadro de John William Waterhouse.
EL ANTROPOIDE, por José Biedma López
Después de la primera novela blanca e inocente de Fernando Parra Nogueras, difícilmente podíamos esperar una novela tan verde, y no lo digo por su prosa: poética, precisa, rica, clara y clásica; ni por el lenguaje, que el autor conoce bien, como lector empedernido de “autoridades”, como curtido crítico periodístico y como filólogo y profesor hispanista. Más bien digo “verde” en el sentido popular, pues se trata de una novela erótica.

“Erótica” en un sentido muy particular. No se trata de una exaltación de los misterios del Hijo semidivino, vendado y cimarrón, de Penuria y de Ingenio, sino que más bien Fernando cuenta los desahogos onanistas y tribulaciones amorosas de su protagonista, un sátiro pertinaz disfrazado de periodista literato. Al protagonista Eduardo se le supone también lector exquisito, aunque en el corto tiempo del relato pasa más ratos masturbándose con pornografía que leyendo libros; y sobre todo, Eduardo persigue ninfas y, cuando su furor sexual le desespera, deviene avatar de sodomita, insaciable portento de lubricidad incontenible.

No obstante, la novela cultiva y atesora enjundia filosófica. Podríamos decir que en el disputado choque y conflicto íntimo entre Naturaleza y Cultura, entrañado en cualquiera de nosotros, el resultado se inclina hacia la primera. Y es que somos o hemos sido o podernos ser, como un ángel cabalgando a una pantera o un dragón domesticado por una princesa. Sí, los dragones no sólo raptan y abusan de las doncellas de alta alcurnia, sino que a veces son seducidos y amansados por ellas.

Este es el trasfondo atormentado y problemático del alter-ego desquiciado del relato de Fernando: el triunfo eventual de “esa selva que nos habita” y en la que conviven con dificultad Caperucita, el lobo, el cazador y la abuelita, y que, cuando estalla, desenmascara fácilmente al ciudadano para devolvernos al feroz antropoide, ávido de placeres tan bestiales como indecorosos. La naturaleza, infame; la vida, amoral:

“Pura biología. La biología, su imposición, su triunfo, no es compatible con la voluntad ética, que es aplastada cuando la naturaleza se desborda” (cap. 22)… “El animal que somos no responde a la culpa. Es el impostor instalado en nuestro cerebro quien lo hace” (cap. 23).

En la obra de Fernando Parra, las agudas reflexiones sobre el idioma salpimentan la vorágine de la carne, tan buscona del éxtasis orgásmico como expuesta a su decrepitud final. El poder de los sufijos, por ejemplo:

“Hay que ver qué maquinaria tan perfecta y eficaz la de la formación de palabras de un idioma. Uno se llena de escrúpulos y, de repente, un sufijo matiza aquel vocablo que nos maniata, y nos absuelve de remordimiento. Así, a una hermana le colocamos el morfema derivativo –astra, y ya puede uno retozar con ella” (cap. 4).

Comparto la opinión de su autor acerca de esa degradación ortográfica que impone la informática al reducir, en los buzones de email, nuestros nombres propios –y el de nuestros antepasados- a las minúsculas, “como si el dios feudal tecnológico no tolerase entre sus vasallos la soberbia de la mayúscula, su singularidad ontológica, su peligrosa atalaya desde la que ondear la bandera de la identidad por encima del adocenamiento de la narcotizada feligresía digital. Nuestros nombres, una población de edificios asolados por el bombardeo nuclear del gran-hermano” (cap. 8).

Fernando no sólo funda en sus dos novelas estilo noble y propio; uno aprende o recupera adjetivos injustamente olvidados en este mundo mediático en el que para los periodistas todo es nada más y nada menos que “espectacular”, ¡hasta el asesinato y el verde de los estadios resultan “espectaculares”!... Adjetivos olvidados como “intonso”, que dicho de un libro –como de aquellos formidables y eruditos de la colección Clásicos castellanos- significa que el editor no se ha molestado en guillotinar sus pliegos y hay que ir abriendo el libro con un estilete afilado, como quien descose el virgo reparado y recosido por Celestina.

El antropoide (Candaya, 2021), la novela de Fernando Parra, es procaz y amena. Sus capítulos, cortos, dejan respirar. Algunos se organizan sobre una sola idea como una miniatura o un epigrama extendido. Como el 23 en el que se desarrolla la analogía entre el mundo de Mátrix y la moral judeo-cristiana de la culpa y el miedo, o en el 19, donde se nombran con pericia de lexicólogo las parafilias y pulsiones sexuales más comunes y las más bizarras del planeta, o sea la lista de tags de las páginas porno de la Magna Malla Mundial (WWW). ¡Ocupan dos páginas! Y es que los consumidores están en esto como en todo muy diversificados. Minuta de obscuras propensiones, ¿aberraciones, o maniáticos y desesperados desahogos de la carne productora y estresada? La carne, criada insurgente del hipócrita lector, mi igual, mi hermano –como lloraba Baudelaire-.

No faltan comparaciones terribles, que dan que pensar: se calcula que en España más de treinta mil personas practican turismo sexual con menores, los pedófilos llenarían un estadio de fútbol como el de la Rosaleda de Málaga hasta los topes. La culpa puede repartirse globalmente: en Irak, los yihadistas celebran un mercado de esclavas sexuales con mujeres yazidíes en el que resulta irrelevante que algunas no hayan cumplido los quince años.

El capítulo 31 es una delicia poética en el que aparece y desaparece una colombiana ilegal, novia de la playa, amiga de las conchas de los moluscos, a los que conoce por sus nombres científicos, como sirena renacida en mágica ondina descalza, culta y misteriosa.

En verdad nuestro protagonista está muy cerca de padecer priapismo. Le da lo mismo al pescado que a la pluma. Hace y deja hacer en avatar de sumisa, en masaje tailandés o sórdida cacería nocturna, leviatán de la impudicia, endriago libidinoso. No hay para él ablución que limpie la pata central que mete en todos sitios; lo mismo espurrea esperma que defeca en la piscina comunitaria. Pretende redimirse en la escritura, pero tiene bastante de sociópata y homicida y, por eso, nos tememos con razón, que antes o después pagará por sus pecados. O no, porque la vida es injusta.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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