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CAMINOS DE LÁGRIMAS, por José Biedma López

Ilustración: Famine Memorial. Dublín (Irlanda). Foto JBL
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Ilustración: Famine Memorial. Dublín (Irlanda). Foto JBL
miércoles 29 de julio de 2020, 14:22h

Nuestra salud depende de la salud de otros: personas, animales o plantas. Enfermedades que afectan a otros vivientes pueden resultarnos tan letales o más mortíferas aún que el diabólico Covid 19. Tal fue el caso de la hambruna irlandesa de la patata a mitad del siglo XIX.

CAMINOS DE LÁGRIMAS, por José Biedma López

Sí, la patatera es también un ser vivo, y la patata un alimento tan relevante a escala global como el arroz, el maíz o el trigo. Hay quien explica que sin la papa la revolución industrial no hubiera sido posible y eso que, al principio, cuando se trajo de América (la palabra “patata” parece cruce del taíno “batata” y del quechua “papa”) nadie quería comerla. Para que se hiciera popular en Francia fue necesario inventar la leyenda de que era un producto para paladares aristocráticos y que se cultivaba en un huerto secreto del rey. Basta que algo se anuncie como exclusivo para que se vulgarice.

El motivo del desastre irlandés del XIX fue un organismo microscópico, un protista que se parece a un hongo pero no es hongo, y que destruye en un santiamén tanto plantas como patatas almacenadas. En 1845 un tercio del campesinado irlandés dependía del cultivo de la papa para su subsistencia. En los años siguientes, de los ocho millones de isleños murieron un millón de desnutrición o enfermedades causadas por la penuria, y hasta dos millones tuvieron que emigrar sobre todo a Norteamérica.

Phytophthora infestans, nombre científico del tizón o mildiu de la patata, no fue el único responsable de aquel genocidio. La abyecta y cruel política británica le sirvió de cómplice, aunque los historiadores británicos no encuentren buen gusto en recordarlo. Hemos de saber que durante el siglo XVI y XVII los católicos irlandeses bajo la bota de “La Pérfida Albión”, que había renegado de Roma y cortado la cabeza de santo Tomás Moro por intereses políticos, carecían de derechos elementales: los irlandeses católicos no podían estudiar, ni votar, ni heredar, ni ingresar en un gremio ni ser funcionarios, hasta se les prohibía vivir a menos de ocho kilómetros de una ciudad. Muchas propiedades de la Isla Esmeralda estaban en manos de terratenientes, muchos ingleses, que saqueaban la isla cada año exportando las rentas a Inglaterra. Un saqueo institucionalizado e inhumano. La pobreza causada por el tizón de la patata obligaba a muchos campesinos a vender sus tierras a bajo precio, así que los ingleses agravaron por interés los efectos del mal, ampliando sus propiedades… Algún clérigo anglicano llegó a decir que a los irlandeses les estaba bien empleado lo de la papa por ser seguidores del papa; ¡ingenioso y despiadado juego de palabras!

Así que la maldita enfermedad de la patata hubiera causado un daño mucho menor si no se hubiera sumado a la ineptitud, el desprecio y la codicia de los dirigentes y colonos ingleses. El independentista irlandés Henry Mitchel lo dejó escrito: “Dios mandó el hongo, pero los británicos mandaron el hambre”. No faltó ni la crueldad ni el racismo.

Los barcos con víveres se demoraban, se regaló maíz incomestible, se proyectaron obras públicas inútiles para pagar jornales de semi-esclavitud a hombres famélicos.

Cundo el sultán turco Abdulmecid quiso mandar 10.000 libras de ayuda, la Reina Victoria, tan puritana ella, le pidió que mandase sólo 1.000, porque ella había donado 2.000. El generoso sultán –Alá lo tenga en su gloria- mandó tres barcos con alimentos y los tribunales británicos intentaron bloquearlos, sin éxito a causa de la valentía de los marineros turcos que se la jugaron descargando los víveres en puerto.

Hubo otros gestos memorables de solidaridad... Los Choctaws eran una tribu de aborígenes americanos a los que los primos anglosajones usamericanos deportaron para quedarse con sus tierras ancestrales en lo que se conoce como El Camino de las lágrimas (Trail of Teans). En la obligada expedición miles de indígenas de los 17.000 que iniciaron la travesía murieron de hambre, agotamiento, enfermedad o frío. Dieciséis años después, esos “salvajes” (según la consideración que siempre les tuvo el wasp: White, anglo-saxon, protestant) supieron de otra tribu, los irlandeses, que estaban pasando las mismas penurias que ellos habían sufrido. Reunieron 701 dólares. En 1995, Mary Robinson, presidenta irlandesa, homenajeó a la nación Choctaw por su gesto.

Phytophthora infestans fue el agente principal de aquel desastre humano, y sigue fastidiando las cosechas de patatas en todo el mundo con una pérdida calculada en cinco mil millones de euros al año, igual que el Covid 19 es el principal enemigo de la actual crisis sanitaria y económica, cuyos peores efectos seguramente están por venir, pero a veces la estupidez, la avaricia y el racismo hacen que el daño sea aún mayor.

De la solidaridad inglesa, ya se ha visto, puede esperarse bien poco. Otros wasps, tal vez descendientes de aquellos piratas o de los “avispados” que decretaron El camino de lágrimas de Choctaws y de Irlandeses, sean quienes pidan ahora la destrucción de la estatua del bueno de Colón, tras blanquear durante siglos su propia leyenda de colonialismo corsario, saqueador, racista y despiadado, o sea su negra historia.

Bibliografía: José Ramón Alonso. Botánica insólita, 20. Pamplona, 2017.

Ilustración: Famine Memorial. Dublín (Irlanda). Foto JBL.

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