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RAHEL LA FERMOSA, por José Biedma López

RAHEL LA FERMOSA, por José Biedma López
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lunes 20 de julio de 2020, 18:02h
Fue Lope de Vega quien bautizó a Rahel Esra, llamada la Fermosa judía de Toledo, con el nombre bíblico “Raquel”. Las mujeres inteligentes y hermosas han ejercido en la historia más poder del que a veces se les atribuye, si quieres indirectamente o desde la sombra, mandando hombres. Y por cierto que la belleza física puede ser suplida con creces por otras gracias, tal parece fue el caso de Cleopatra VII la ptolomea, cuyas puestas en escena volvieron locos a los más poderosos romanos de su época: al lacónico Julio César y al borrachín Marco Antonio.
RAHEL LA FERMOSA, por José Biedma López

Recuerdo aquella anécdota de un famoso estratega ateniense: “Hijo mío, eres el tirano de Atenas, porque yo gobierno a los atenienses, tu madre me gobierna a mí, y tú mandas en tu madre”. No siempre la madre pone al servicio del hijo sus seductoras manipulaciones, pudo hacerlo a favor de su minoría étnica o de sus parientes y adláteres. Y ese fue el caso de La Fermosa hebrea toledana (1165-1195), que sólo pudo lucir su palmito durante treinta años.

Rahel la Hermosa fue amante del rey Alfonso VIII de Castilla, marido de Leonor de Inglaterra y apodado el Bueno. La primera y más acreditada versión del adulterio la encontramos en la Crónica General o Estoria de España atribuida a Alfonso X el Sabio y Sancho IV (1289). Modernizo el texto:

“El Rey don Alfonso se fue para Toledo con su mujer doña Leonor; y estando allí prendose mucho de una judía que tenía por nombre Fermosa y olvidó a su mujer, y se encerró con ella gran tiempo, de manera que no se podía alejar de ella por ningún motivo, ni se interesaba tanto por ninguna otra cosa: y estuvo encerrado con ella poco menos de siete años, de tal modo que ni se ocupaba de sí ni de su reino, ni de otra cosa alguna”.

¿Qué le daría la hermosa hebrea para tener al buen Alfonso tan enamorado y rendido, embelesado y cosido a sus faldas en el palacete toledado de La Galiana? ¡Y durante siete años! Tal vez dominaba, como la Urbási de Valera, las sesenta y cuatro artes de amor y deleite que adornan a la padmini. La plebe materialista supuso que la hebrea intoxicaría al descuidado rey con algún filtro de amor, y la convirtió en bruja o hechicera. Lo cierto es que Raquel aprovechó su poder para mejorar la suerte de su comunidad sefardita, cosa que no agradó nada a la nobleza castellana.

Lope de Vega, Mira de Amescua y otros muchos poetas han sacado partido literario de la historia o leyenda de Raquel. Nadie mejor que Vicente García de la Huerta, el cual con su Raquel (h. 1776) nos legó la que algunos consideran la mejor tragedia neoclásica española, con unidad perfecta de espacio y argumento, en tres actos de acuerdo con la tradición hispana, planteamiento, nudo y desenlace. En clave ilustrada, propia del siglo XVIII, García de la Huerta, que como tantos intelectuales españoles sufrió exilio (en Orán), plantea en su obra la dialéctica razón/sentimientos, conflicto íntimo personificado en el rey Alfonso. Por supuesto acabará triunfando la razón, y la razón de Estado y los judíos serán una vez más chivo expiatorio.

Aunque la Fermosa aparece al principio de la obra como soberbia y maquiavélica, poco a poco va definiéndose heroína, el malo malísimo será su consejero Rubén, un hebreo sin escrúpulos que al final no ve más solución, acosado por el motín de los vasallos, que acusan al rey de la derrota de Alarcos por su pertinaz “enchochamiento”, que asesinar a su pupila. Raquel se sacrifica voluntariamente por amor, como verdadera heroína de la tragedia: “Sí; yo muero; tu amor [el de Alfonso] es mi delito… Y por ti muerto contenta”.

La obra, que no pone en ningún momento en duda el orden monárquico, sirve a García de la Huerta, hijo de su siglo como lo somos todos, para defender un despotismo ilustrado moderado.

Raquel defiende la nobleza de carácter, que opone a la de sangre, a la “sangre azul” hereditaria, en estos versos magníficos, que lo mismo valen también contra el supremacismo nacionalista que hoy revive, a pesar de los desastres, deportaciones y genocidios que causó en el siglo pasado:

El frívolo accidente del origen,

que tan injustamente diferencia

al noble y al plebeyo, ¿no es un vano

pretexto, que la mísera caterva

de espíritus mezquinos valer hace

contra las almas grandes, que en las prendas

con que las ilustró pródigamente

el cielo, las distingue y privilegia?

No hay calidad sino en merecimiento:

la virtud solamente es la nobleza.

Méritos valen más que apellidos, que de nada sirven sin excelencias personales, aunque los nombres sean todos vascones o merovingios.

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