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CORRUPTIO OPTIMI PESSIMA, por José Biedma López

CORRUPTIO OPTIMI PESSIMA, por José Biedma López
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CORRUPTIO OPTIMI PESSIMA, por José Biedma López
Los hijos se parecen a los padres, si no en lo físico, en el temperamento. Cuestión de genética, pero no sólo, porque somos seres imitativos y lo que no pueden ni la genética ni la voluntad lo puede el ejemplo. También las mascotas terminan por asemejarse a sus dueños o cuidadores. Lo tengo observado, y ahora que está de moda criar mascotas en lugar de niños, es incluso más fácil percatarse de que “de tal palo tan gatilla” o “de tal vago tal perro”. Conocí a un guardés violento con la misma mala leche que su perro, un alsaciano que me mordió la mano dándole de comer.
CORRUPTIO OPTIMI PESSIMA, por José Biedma López

Claudio Eliano constata que esto mismo ya sucedía en su época helenística. Los libios de entonces, dice, son magros y sucios como los caballos en que montan; y los persas antiguos tan arrogantes y dados a la molicie como sus rocines. Los cretenses presumían en aquellos tiempos de ser buenos montañeros, como sus perras. Los molosios aseguraban tener el espíritu vivo de sus canes, los famosos molosos, y hombres y perros de la Carmania –Dios sabe dónde estaría Carmania- tienen el mismo genio feroz y hasta cruel.

Y es que los humanos hemos seleccionado a nuestras mascotas desde que domesticamos a la oveja y a la cabra, al lobo o al gato montés, con los descastes escogimos generación tras generación aquellos que satisfacían nuestras necesidades económicas o sentimentales, grandes y serios como los mastines para espantar lobos y proteger rebaños; o enanos y caprichosos, acostumbrados a los brazos de las concubinas de mandarines chinos, como los pequineses; capaces de echarse al agua para rescatar al pato abatido, como los listos y lanudos canes marismeños; o sensuales y dóciles como los gatos siameses. Recuerdo la impresión que me causó ver a une belle fille parisiense llevando por la rue Courcelles a un felino siamés con collar y correa. Un gato romano de los nuestros jamás permitiría semejante villanía. Una gata de las nuestras te roba la sardina a la menor oportunidad, no importa las veces que te enseñe el culo y te ronronee en muestra de incondicional afecto. Lo peor es que cuando te roba, sabe bastante lo que está haciendo.

Los animales superiores imitan también el comportamiento de aquellos con quienes conviven, por eso acaban pareciéndosenos. No hay que descartar tampoco que el amo acabe ladrando o maullando como su mascota, o pidiendo que le saquen a la calle con un dogal al cuello, ¡hay gente pa’tó!, como dijo el Gallo cuando le presentaron a Ortega y este le confesó que era filósofo. ¿O fue Belmonte? Para el caso, lo mismo da.

Los humoristas gráficos han sacado partido muchas veces de estos parecidos: galgos que pasean con damiselas agalgadas, chorizos agresivos y acomplejados que se empeñan en pasear con un pit-bull acojonante y que ni siquiera saben que ese animal de presa fue seleccionado para pelear a muerte con toros y no precisamente en cosos españoles. He criado, alimentado, desparasitado, acariciado y enterrado a muchos perros en el campo. La más lista, una pastora alemana con pedigrí, aún recuerdo como una noche de tormenta acudió a la ventana de mi dormitorio buscando mi compañía. Desde que me la robaron no he tenido más que mestizos de podenco y malamute, con eventuales cruces de mestizos oportunistas de los alrededores. La más inteligente, muy podenca andaluza, más astuta que el hambre, le enseñaba al hijo a cazar gazapos al acecho y escaramuza. Murió a mis pies. Se me calló el lagrimón y todavía la echo de menos. Pero siempre he mantenido la distancia; ellos también; desde luego, no he metido a mis mascotas en la cama.

Cuando trabajé de soldado para nuestro reino me enteré de que en los ejércitos de las Españas arrestaban y fusilaban a las bestias por morder a un soldado o cocear a un oficial. Me pareció un disparate. Ningún animal puede hacer el mal a conciencia. No se les pueden atribuir obligaciones a los animales, por lo mismo que tampoco se les pueden atribuir derechos, al menos no en sentido jurídico, lo cual no quiere decir que sea moralmente aceptable ni legítimo abandonarlos, torturarlos o tratarlos con crueldad. Otra cosa es el sacrificio, industrial o ritual.

Sócrates, que era un optimista respecto de la condición humana, pensaba que nadie hace el mal sabiendo lo que hace, porque el mal corrompe la mente que es lo mejor de nosotros mismos. Por eso, para el moralista ateniense no hay mejor remedio contra la maldad que la educación. Tiene parte de razón ya que muchas veces obramos mal por ignorancia, porque no sabemos lo que hacemos -como dijo el Crucificado- ni prevemos su alcance. Pero la libertad humana es más dramática todavía, precisamente porque, al contrario que las bestias, podemos obrar mal a conciencia, conociendo que lo que hacemos está mal, depreciando el daño que nos causamos y causamos a otros. Esto es lo diabólico de la libertad, es decir lo que desúne, rompe la baraja y genera discordia. Acepto, no obstante, que a veces no queda más remedio que obrar mal, es el caso de tener que elegir obligatoriamente entre dos males. Es correcto entonces elegir el mal menor.

“Veo el bien, sé como hacerlo, hago el mal”, dejó escrito San Pablo. Tenía más razón que Sócrates en esto. Lo peores y más peligrosos de los malvados no son los estúpidos ni los ignorantes, sino los inteligentes. Ahí tienen ustedes el caso de Norman Whitaker, maestro internacional de ajedrez que venció a Capablanca, a Lasker y a Fisher, pero también compartió prisión de Alcatraz con Al Capone. Norman Whitaker tenía estudios, era filólogo y abogado, pero eligió ser gánster de la peor calaña, ladrón, estafador, corruptor de menores… Usó sus conocimientos para obtener impunidad y buscarle la trampa a la ley… Corruptio optimi pessima!

“La corrupción de los mejores es pésima”. El humano es, no lo duden, la mejor y la peor de las criaturas vivientes. Puede ser mejor que sus mascotas o peor que sus mascotas, pero lo que no puede ser es simple mascota, mero animal, por mucho que las autoridades deseen aborregarnos o ciertas asociaciones anti-especistas se empeñen en menospreciar la humanidad. Sólo cuando nos aislamos, nos deshumanizamos, pero entonces no es que el ser humano se animalice, sino que directamente enloquece.

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