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COPLA DE BUENOS PROPÓSITOS por José Biedma López

COPLA DE BUENOS PROPÓSITOS por José Biedma López
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COPLA DE BUENOS PROPÓSITOS por José Biedma López

Rosendo Campopenas ejerció de poeta popular. A veces se afligía melancólico cuando regaba sus perales, granados y caquis alrededor del chalecito, en la parcela en la que invirtió los ahorros de su vida de trabajador incansable, porque se acuerda de sus hijos, pues no comparecen allí sino muy raramente. Ni siquiera en verano buscan sus nietos, si quiera los fines de semana, el chapuzón refrescante de la pequeña piscina que limpia con esmero Rosendo, ni buscan la caricia y el abrazo del abuelo. Uno de sus vástagos, el más tonto, anda ruin por los cenagales tabernarios; el otro prefiere la playa, o eso dice, aunque la preferencia por escapar del dominio de la suegra sabemos que es de la nuera, ya saben y según se dice: “madre e hija caben en camisa; suegra y nuera no caben en la era”

Rosendo pone en lo que hace el amor y la humildad del artesano, modestia y respeto al cliente, que en el artista postmoderno de condición narcisista, tan pagado de sí mismo, brilla por su ausencia. Empezó a trabajar con catorce años (entonces se podía) de aprendiz en un taller de talabartería y guarnicionería, y luego pasó de oficial a dependiente en un almacén de ferretería y menaje de cocina. Preparaba las notas con un cuidado preciso, con una diligencia serena, y era apreciado a la par por clientes y empresario…, el cual le gratificaba por su competencia y antigüedad. Con los dinerillos de estas gratificaciones, que ahorraba del salario que entregaba religiosamente todos los meses a su hacendosa esposa (a la que llamaba “Mama”), fue construyendo aquella casita de campo, en parte con sus propias manos, así hasta su jubilación. Pero ni los hijos ni los nietos acudían.

Rosendo confeccionaba rosarios con huesos de aceituna. Autodidacta, leía a Unamuno y a Ortega. Era religioso, sin querer convertir a nadie a sus creencias tradicionales. Religación ancestral por parte de madre, Mama Venancia, que le enseñó de cachorro unas cuantas sencillas oraciones, religación a la romería de la virgen de su pueblo, Virgen de la incomprensión y del Socorro, y piadosa devoción a las imágenes de Semana Santa. Guardaba con orgullo su título de hermano fundador del Cristo de la Buena Muerte. No sabemos si cumplía con los preceptos de la Santa Madre Iglesia, pero su muerte fue buena, un tránsito breve e indoloro. Sus ideas políticas no destacaban, ni señalaban ni discriminaban. Cuando oía que sus colegas arreglaban el mundo a base de expropiaciones y ejecuciones sumarias, él siempre callaba, todo lo más le dedicaba a la vehemente monserga media sonrisa irónica. Pareció siempre un tipo centrado, le gustaba el orden y la tradición, sin desdeñar los cambios a mejor. Rosendo fue de esos héroes anónimos que no aparecen en la televisión porque no buscan más proezas y hazañas que llevar todos los meses un salario suficiente a casa, educar bien a los hijos y tratar con respeto a “la parienta” porque, a fin de cuentas, es ella la que nos hace en casa la vida agradable (eso le oí decir una vez a Rosendo).

Rosendo sólo amaba una cosa más que la poesía: la zarzuela, como vate sentimental y moralista muy dado a la lírica melodía y a la exaltación sublime del amor. No era imposible oírle tararear o cantar por lo bajini algún aria bien conocida de La Canción del Olvido, de Agua, azucarillos y aguardiente o de La rosa del azafrán, mientras preparaba notas o arrastraba el carrillo por los interminables pasillos del almacén de ferretería. Ya maduro, colgaba en las publicaciones locales sus versos y sus anécdotas vividas. Escribió como hablaba un librito con los recuerdos de su experiencia de retaguardia, de zangalitrón inocente, de los horrores y terrores de la guerra incivil. Sabía muy bien a qué extremos podía llegar la crueldad fratricida y la ferocidad humana.

Cuando paso ahora por el camino al que da su chalecito casi se me cae el lagrimón porque miro el fantasma de Campopenas y oigo su voz, junto a la piscinilla vacía, las malas hierbas invadiéndolo todo, las higueras cimarronas arraigando y royendo los muretes de la casa, plásticos esparcidos por doquier, sillas de exterior cubiertas de musgo y de hojas… Revivo aquellas conversaciones, yo todavía temerario y más guapo que Alcibíades, sujetando a mi perra, una pastora alemana llamada Tosca, sólo atento de oído a los buenos consejos del Tábano de Atenas reencarnado en el Rosendo de nuestros cerros.

Parece que fue ayer cuando me dedicó una copla con tres condicionales y dos mandamientos sencillos, como él mismo. Los “abracé” a mi “áncora crónica” como caracolas o lapas marinas abrigándome y fijándome a puerto seguro con la vista puesta en el océano frío, tan falsamente iluminado como deshumanizado del jolgorio general, mientras sacudía el mareo de las últimas copas de Pascua, Nochevieja y Reyes…

Si bebes para olvidar,

las penas saben nadar.

Si comes por divertirte,

las grasas podrán herirte.

Si en el sexo buscas gloria,

Hastío rendirá escoria.

Mima tu deseo honesto

y abraza tu sufrimiento.

No gastes en un momento,

de tu corazón apresto.

A lo flamenco, Rosendo cantaba también coplas. Andarán escritas en la oscuridad de alguna hemeroteca.

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