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CONDUCTA ANIMAL Y ÉTICA por José Biedma López

CONDUCTA ANIMAL Y ÉTICA por José Biedma López
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Durante siglos la ciencia occidental definió al ser humano por una propiedad específica que poseería en exclusiva y de la que carecerían el resto de animales: inteligencia o razón (no matizaremos aquí las importantes diferencias entre razón e inteligencia). Tal antropología o visión del hombre no impidió que se atribuyeran conductas astutas al zorro, previsoras a la hormiga, disolutas a la cigarra o memoriosas al elefante. Los animales suplían la falta de inteligencia con el instinto. Sin embargo, entre el hombre, dotado de alma inmortal, y el animal, se decretaba un abismo infranqueable. A fin de cuentas, ¡el hombre había sido creado en el último día y a semejanza de Dios!
CONDUCTA ANIMAL Y ÉTICA por José Biedma López

Desde Darwin ya no hay solución de continuidad entre el reino animal y el humano. Somos mamíferos y primates, que aún no han sacado todas las implicaciones oportunas de esta nueva fraternidad o hermanamiento: la unidad de origen de todas las criaturas vivas. Ni el comportamiento de los animales es invariablemente irracional, ni los seres humanos se comportan sólo inteligentemente. La inteligencia, aunque inconscia, está muy repartida. La capacidad de aprendizaje de los animales superiores es variable, aunque no sea tan extraordinaria como en el hombre, pero la diferencia es de grado, no absoluta. También ellos resuelven problemas.

Una exageración contraria, cada vez más recalcitrante, a la tradicional distinción es la de aquellos que humanizan a las bestias y bestializan al ser humano, considerando a este una especie tan irracional como dañina, una especie de fracaso evolutivo, y a los animales, sobre todo a sus mascotas, como seres poco menos que angelicales. Sin embargo, y aun siendo una diferencia de grado, la distancia entre un mono que empalma dos cañas para “pescar” termitas y una chavala que pergeña en las cuerdas de un violín una melodía de Mozart, o resuelve con un teorema un problema de geometría, es enorme.

Ortega decía que los humanos ya no tenemos instintos, sino “muñones” de instintos, no de otra forma se explicaría que una madre pueda acabar con sus hijos por despecho (Medea) o un bravo soldado entregar heroicamente su vida por la de sus camaradas. No obstante, esta afirmación de Ortega también es exagerada. La inteligencia no elimina el instinto, sino que se mezcla armónica o inarmónicamente con él. De la contradicción entre las imposiciones de la cultura y las apetencias del instinto procede lo que Freud llamó “el malestar de la cultura”. Pero en general, la cultura no contradice las pulsiones instintivas, sino que las amplía y satisface mejor. Seguramente el desarrollo de la inteligencia se perfiló al servicio de deseos básicos de supervivencia, reproducción, crianza, distinción… Por eso decía Hume que la razón sirve a las pasiones como el cuerno sirve al rinoceronte.

Los bebés sonríen instintivamente a una cartulina con dos manchas que simulan ojos y una línea curva que simula labios, luego discriminarán a quién sonríen y cuándo. La sonrisa de apaciguamiento, como el mostrar la palma de las manos vacías, “mira, no llevo armas”, son gestos universales de apaciguamiento. La Kinesia o Ciencia de la comunicación no verbal ha estudiado el importante papel de la posición relativa y movimientos del cuerpo en las relaciones humanas. Sus aplicaciones en marketing o en política resultan utilísimos. Cuando la música ahoga la palabra en una caseta de feria, son las miradas, los sonidos, los sabores y olores y los movimientos del cuerpo lo que cuenta, como entre el resto de animales.

Para un etólogo, estudioso del comportamiento animal, un partido de fútbol es un espectáculo fascinante en el que se repiten gestos y señales de colaboración, amenaza, apaciguamiento… El con-tacto, el tono de voz, el olor de la sudoración, son esenciales en toda comunicación personal, interacción de complejidad extraordinaria; y a la del mundo real se ha sumado en nuestra época la comunicación virtual. Más que el “animal racional” somos un animal comunicativo” o, más precisamente, un “animal en comunicación”. Por eso la soledad es locura. Y esa comunicación es tan inteligente como instintiva, tan consciente como inconscia, tan intencional como mecánica.

Desde antiguo nos hemos servido de reclamos sexuales que juegan un papel capital en los perfumes y aceites corporales, más conscientemente las mujeres que los varones. Gracián habla en su Criticón de los “gatos de Algalia”, refiriendo a la civeta africana, mamífero carnívoro que posee una glándula perineal que segrega un licor espeso cuya fragancia es apreciadísima en perfumería desde antiguo.

Si nuestra especie requiere más de una señal de apaciguamiento y disponibilidad, no es porque seamos capaces de más violencia que un tiburón o un avispón, sino porque, como otras muchas especies, hemos tenido que pelear muy duramente para sobrevivir en medio de un mundo hostil en el que el pez grande se come al chico y la tribu de enfrente crece a costa de la propia si nos descuidamos. Si no poseemos garras, inventamos hachas. Pero casi tendríamos garras si no nos cortáramos voluntariamente las uñas. Sin el hacha difícilmente hubiéramos convertido peligrosas selvas en campos de cultivo y civilizadores jardines, y seguiríamos siendo básicamente primates carroñeros de sabana.

Se dice que el humano es el único animal que mata a los de su propia especie o el único que disfruta, cruelmente, con el sufrimiento ajeno. No es cierto. Un gran felino es capaz de matar a sus hijastros para perpetuar sus genes y es impensable que lo haga sin placer. De hecho, los animales no hacen más que aquello que les place porque les da la gana y no evitan sino aquello que les causa dolor. Existen hormigueros que se hacen la guerra. Y he visto como una comadreja degüella a todo un palomar, cuando para alimentarse sólo necesitaba un pichón. Es cierto que únicamente el hombre tiene capacidad para complacerse con el mal. Pero también es el único animal que se complace con el bien. Puede el hombre apiadarse de la criatura a la que sacrifica para alimentarse; la fiera salvaje, jamás. Y esto es así porque las bestias del mar o del monte carecen de conciencia ética, gran verdad contenida en el relato del Génesis bíblico donde al árbol de nuestra perdición se le llama, precisamente, Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal…

Y tras comer del árbol prohibido –se dice- sintieron vergüenza. O sea, que se les abrieron los ojos, o los corazones, de la conciencia ética. He aquí una emoción bastante humana, me atrevería a decir que específicamente humana y de la cual depende todo el orden moral. La vergüenza. En un diálogo platónico, Zeus dispone que aquellos que nazcan sin vergüenza sean ejecutados o apartados de la ciudad como apestados (v. Protágoras). El hombre sólo puede ser sinvergüenza precisamente porque es por naturaleza vergonzudo, y es la vergüenza, más que la conciencia del mal, lo que elementalmente nos impide ser malos. Hace años se preguntaba Mario Bunge si está en decadencia la vergüenza. No lo está, lo que sucede es que nos dan vergüenza acciones que deberían honrarnos y nos honramos con los productos de la codicia, los efectos de la mentira o con las delectaciones viciosas. Nuestra vergüenza está mal educada.

Para evitar la muerte en caso de conflicto o duelo, el lobo perdedor se echa sobre el lomo y le ofrece el cuello en señal de sumisión al lobo alfa. Hacen lo mismo sus descendientes domésticos. También en los seres humanos hay gestos parecidos, por ejemplo, el gesto del antiguo vasallo que de rodillas ante el señor junta las palmas de sus manos (“puedes atarme”), o la bandera blanca que enarbola quien se rinde. Pero esos gestos variadísimos son rituales aprendidos con un alto valor simbólico, como las novatadas, y no solo pautas de acción predeterminadas por genes. Y es aquí donde el humano se vuelve un animal verdaderamente interesante, artístico, inventor, creador de nuevas formas de deleite, y ahora también de novísimas formas de vida, vivientes patentables.

No obstante, muchas de nuestras conductas no son resultado de una decisión voluntaria individual, sino imitadas, contagiadas. Como el bostezo, las emociones se contagian. Sobre todo la más primitiva: el miedo. Por eso el terror es arma política tan poderosa, afecta a la inteligencia rebajándonos a gregarios, engañándonos a nosotros mismos hasta hacernos ver lo blanco negro y lo negro blanco, pensando, por miedo al qué dirán o al qué pensarán otros, que el bien está mal y el mal está bien. El miedo a ser marginado, el pánico a la soledad, son móviles poderosos de la conducta criminal. El peor castigo para un niño o un adolescente es la exclusión del grupo en el que desea sentirse atendido y valorado.

La inducción simpatética o empática de comportamientos es usada por el agitador profesional para movilizar a la masa, de la que Ortega decía que es “la gran desalmada”, porque la masa carece de razón, inteligencia, alma. Es la masa de energúmenos que lincha sin juicio previo cuando la conciencia individual está de vacaciones. Cuando la gente está alienada por la manada, hace cosas que jamás haría el ser humano individual. Ese ciempiés de la masa parece tener muchas cabezas o por lo menos dos, pero en realidad son dos culos lo que ostenta.

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