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El último Marabut

El último Marabut
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sábado 13 de julio de 2019, 14:17h

Quienes obedezcan a Alá y a Su Enviado,

Él les introducirá en jardines regados por aguas vivas,

en las que morarán eternamente.

Prólogo

Era de noche aún, cuando el escribano dejó el cálamo en el tintero. En su mano llevaba la decena de misivas, que aquella misma mañana los mensajeros habrían de entregar a sus destinatarios. Antes de salir miró a Jatab, y este le volvió a confirmar la orden con un ligero movimiento de cabeza. La orden no tardaría en llegar a sus destinatarios. Cómo imaginar que aquellos despachos, a pesar de las escuetas y amables palabras, llevaban la muerte impresa.

Horas antes de que los marabut fuesen convocados, mientras Granada dormía, Jatab, en connivencia con su señor, había tomado la decisión más difícil de toda su vida rompiendo el compromiso con los que consideraban sus hermanos, una vez que las sospechas habían sido confirmadas. Ahora solo quedaba proceder según lo acordado y actuar, aunque de manera injusta, con contundencia. Fiel a su señor, como lo era a su orden, Jatab estaba obligado a combatir aquella terrible contingencia. Y aunque era un problema mucho más grave que cualquiera de las diputas de poder que había frustrado entre sus generales, más incluso que las intrigas palaciegas que con acierto había abortado, llevar a cabo aquella encomienda, le dolía en el alma. “La muerte de unos pocos evitará el sufrimiento de muchos”, sabias palabras de su señor con las que no conseguía consuelo, ni tampoco desterrar el conflicto interior que se aferraba a su ser y hacía que las lágrimas brotaran de sus ojos. Tanto era su pesar que ni siquiera tras encomendarse a sus dos dioses en un intento de justificar su acción, conseguía consuelo. Oró en silencio buscando que su alma, prisionera de la razón, le otorgaba el beneplácito del consuelo. Constante y tenaz, apeló al amor que sus hermanos le habían profesado, un amor que también él le había mostrado con su entrega, al llevar a cabo nobles servicios en beneficio de su pueblo.

Aquella guerra fratricida en la que medían sus fuerzas el amor y el deber, tenía un claro perdedor desde antes de iniciar la batalla. Jatab lo sabía y aunque por encima de cualquier cosa era un hombre de honor, sufría al saber lo que tendría que anteponer el deber a sus sentimientos.

Ya no podría abrir las puertas del paraíso, Alá, el Clemente, no se lo permitiría; tampoco Iahvé le permitiría el paso a un lugar distinto del Sheol. A diferencia de otras veces, esta vez, a los que habría de dar muerte no pertenecían a ningún ejército enemigo, ni siquiera eran infieles, ni tampoco sentía por ellos un ápice de odio; esta vez los sentenciados era gente a la que conocía y amaba, eran sus propios hermanos. Maldijo sin poner ni cara, ni nombre al traidor. Se preguntó, quién de ellos era el infame, ¿quién de aquellos hombres con vitola de santidad era el perjuro? Difícil disyuntiva la de confiar en todos y ninguno. Conocedor del delito, no lo era de la persona que lo había cometido y ello lo obligaba a ser juez inclemente y a condenar a justos por pecadores, pues tan solo cortando todas las raíces, conseguiría dar muerte al árbol.

Tiempo atrás, en aquellos primeros días de reinado, había asumido la honorable tarea de dirigir aquella secreta organización, y proteger así, a la persona que por derecho le correspondía aquel honor. Nunca hasta ese día se había arrepentido tanto de ello.


Capítulo 1

Aquel año nevoso como no se recordaba hacía llorar a las piedras. El sol de los últimos días había comenzado a desnudar el manto blanco que envolvía la sierra. De las laderas, las aguas níveas descendían bravas para alimentar manantiales, arroyos y ríos. Estos aunque jóvenes y rebeldes pronto habrían de tornarse serviles, cuando llegando a la vega, el brioso caudal manseara y sus aguas manejadas y reconducidas llegaran a las acequias y de estas a los huertos helados, para convertirlos en vergeles de vida.

Ocultos del mundo, bajo la roca de aquella colina, en los pasadizos que discurrían en las cercanías del río Darro, once hombres caminaban en fila soportando aquella humedad que les calaba la chilaba hasta incrustarse en su piel. Entre ellos estaba Jatab, cuya salud se había visto muy mermada en aquella última semana, no por los años que acumulaba sino por el peso que cargaba en su conciencia. Sus ojos vidriados, rojos e insomnes mostraban el castigo de su suplicio mientras sus piernas afrontaban el esfuerzo final solicitando un descanso que no tardaría en llegar. Distinto resultaba el descanso de su alma que jamás llegaría. Tras su muerte, esta estaba condenada a vagar por el inframundo en espera de una conmiseración difícil de llegar.

Apenas quedaban unos cientos de pasos para entrar en la gran sala donde todo estaba preparado a conciencia, cuando de nuevo tuvo la sensación de que algo se le escapaba. Se preguntó si valdría la pena aquel sacrificio, también qué podía temer. Intentó no pensar en ello, a fin de cuentas ninguno de aquellos hombres saldría nunca con vida de allí.

Jamás en su larga vida se había sentido un ser tan vil. Como cadí había condenado y sentenciado muchas veces, pero esta vez era distinto, su sentencia de muerte se llevaría la vida de personas inocentes, a las que sin juicio de por medio, ni posibilidad de descargo, había sentenciado. El papel que habría de jugar no era el de el hombre justo que se le suponía, sino el del verdugo que habría de darles muerte de manera, traicionera cobarde y cruel. A pesar de ello, ya era tarde para dar marcha atrás. Durante días, los ímprobos esfuerzos realizados para desenmascarar al infame, no habían dado el resultado apetecido. Ahora ya, poco importaba la sentencia, en la que no cabía el perdón, toda vez que había sido dictada.

La luz que emanaban las antorchas, dibujaban el camino a cuya cabeza iba el honorable Jatab, artífice de aquel entramado de galerías que conformaban el laberinto. Con cada paso pareció oír el chocar de las herramientas que horadaban la roca, el crujir de los azotes sobre los cuerpos de los esclavos, incluso sus gritos pidiendo la muerte. En su memoria volvían a aparecer los espíritus atormentados de tantos y tantos hombres como habían participado en tan grandiosa obra. Se preguntó si había merecido la pena. Por su mente desfiló la imagen fantasmagórica de aquellos hombres de rostro sudoroso, renegados e infieles la mayoría aunque también asesinos y ladrones a los que cegaron y cortaron la lengua para preservar el secreto de aquella magna obra que tan solo una docena de hombres conocía. Aquel era el secreto mejor guardado del islam.

Jatab hubiera dado su vida porque el traidor no se hubiera presentado después de enviar aquella misiva que había cogido a los miembros del consejo de improviso, dejando quehaceres y compromisos. Hacerlo era descubrirse y no, no lo había hecho, estaba allí, refugiado entre el resto de sus hermanos, escondido entre ellos y ocultando su protervo proceder. Mientras caminaba notó las lágrimas deslizarse una vez más por su rostro. ¿Quién de ellos habría sido capaz de cometer aquella infamia? No halló la respuesta, tampoco lo había conseguido aquella noche en la que tras la oración solicitó la comprensión de Alá, el Magnánimo, su dios y el dios de sus hermanos, aquel que cuando era niño le dio cobijo y ahora parecía lavarse las manos. Al no obtener respuesta se encomendó a Iahveh, el dios de sus padres y, en consecuencia, también el suyo, porque nunca y a pesar de las circunstancias había renegado de sus creencias, aun cuando compartiera su corazón con Alá. Resignado traspasó el arco de entrada. Se mostró consternado por los crímenes que iba a cometer, unos crímenes que no le permitirían abrir las puertas del Edén. Una vez en la gran sala, dirigió sin pretenderlo sus ojos hacia la hornacina, quería cerciorarse de que todo estaba tal cual lo había dejado la noche anterior. Al momento el más joven de los marabut comenzó a prender los candiles de aceite suspendidos de las paredes. Jatab lo siguió con la mirada. Quiso creer que no era tarde aún, que el traidor se arrepentiría de su acto, que se delataría, que aquellos hombres no habrían de morir y disfrutarían merecidamente del premio conseguido tras años de arduo trabajo. A fin de cuentas la fórmula capaz de curar las enfermedades y alargar la vida era ya una realidad. ¿Por qué entonces? Los allí presentes habían podido disfrutar de ella. “Vida eterna y riqueza, dos armas tan poderosas como peligrosas dependiendo de las manos en las que caigan…”, recordó Jatab que le había dicho a su señor tras dar con aquellas dos fórmulas, una capaz de alargar la vida y otra de trasmutar los metales y convertirlos en oro.

El fulgor de las teas llevó la claridad a la estancia. Los diez hombres que le acompañaban rodearon la gran sala del consejo de cuyo centro emergía, como si brotara de la tierra, una figura marmórea con forma de antebrazo y mano abierta que servía de base a una gran losa circular tallada con pulcritud. En el fondo de la sala se encontraba el al-tannur y junto a él, colocadas en estantes, numerosas cazuelas de arcilla de diferentes en tamaño, ollas repletas de escoria, frascos de formas distintas, redomas, filtros, morteros, ampollas con mercurio, un alambique y diferentes herramientas, sobre todo pinzas tenazas y soportes. Jatab paseó la mirada por aquel el lugar en el que se había empezado a fabricar el oro con el que soñó dar prosperidad al reino.

Uno tras otro ocuparon el lugar que tenían asignado a excepción del hombre encargado de dar luz a la estancia. Cuando este se colocó en su escaño, quedó, como siempre, un solo lugar vacío.

El hermoso reloj de arena que había sobre la mesa pareció despertar al proyectarse sobre su fino cristal la luz de las teas. En su interior aquellos granos de finísimo oro que parecían descansar no tardarían en cobrar vida, para poner hora a la vida de aquellos hombres a los que Jatab no perdía de vista, mientras se preguntaba una vez más, quién de ellos era el traidor. Nunca hasta ese día se había arrepentido tanto de ser uno de aquellos hombres que, si tiempo atrás fueron guerreros, ahora dedicaban su vida a la ciencia, en beneficio de su comunidad. Ninguno de ellos a excepción del maldito traidor merecía morir.

Se estremeció al ver su rostro reflejado en el cristal del reloj. El rictus de su cara, dejaba patente que había perdido aquella alegría de días anteriores cuando lleno de gozo fue a contarle a su señor el logro conseguido. Ojeroso y cansado, apenas se reconocía. Parecía que hubieran pasado por él cien años cuando apenas había transcurrido una semana.

— ¡Iahveh, a ti que tienes el honor de ser justo entre los justos, me encomiendo! Te ruego que seas breve cuando llegue la hora de entregar mi cuerpo y mi alma sufra las consecuencias de mi delito… —susurró.

Carraspeó. Más que nunca su voz debía sonar firme. Ninguno de los presentes debía percibir su preocupación y menos aún sospechar lo que pretendía. Consciente de la dolorosa misión que tenía por delante, tomó por fin la palabra para solicitarle al más joven de sus discípulos, el mismo que había dado luz a la estancia, que sirviera las copas.

Aman se levantó solícito de su escaño, se dirigió hasta la hornacina, sita en una pared lateral, y tomó la jarra de plata. Tras verter el licor en la copa del jefe de los marabut, fue sirviendo al resto de sus compañeros, hasta agotar de manera intencionada todo el contenido. Luego regresó a su escaño y volcó la jarra en su copa, mientras Jatab daba la vuelta al reloj.

Caían los primeros granos de arena iniciándose así el principio del fin.

—Bebamos —solicitó el jefe de los marabut tras tomar su cáliz y ponerse en pie—. ¡Alá bendice a estos tus siervos! —dijo para luego alejarse unos pasos de la mesa hasta un lugar de la estancia menos iluminado, donde dio la espalda a sus hermanos y comenzó a recitar: “Obedeced a Alá y a su enviado, hacedlo que Él no menoscabará vuestras obras”.

No era casual, Jatab había utilizado de manera licenciosa aquella cita del Corán por todos conocida, para adaptarla al momento que vivían. Ninguno de sus hermanos pareció darle importancia y mucho menos se habían percatado de su acción al volcar con disimulo en su copa dos gotas del pequeño frasco que escondía.

—“Perdona, ¡oh Alá!, a todo aquel al que la fe en ti no ha traspasado su alma. Perdóname, pues solo tú, el más indulgente y misericordioso, sabes cuán grande es el dolor que atenaza mi corazón”.

La preocupación pareció adueñarse de los congregados.

—Que Ala, el Justo, os bendiga a todos, hermanos míos —añadió sin poder ocultar la turbación que sentía cuando acercando el cáliz a su boca, invitaba a sus hermanos a beber con él.

Esperó paciente hasta comprobar que todos habían tomado de aquel caldo envenenado.

—Sé que os preguntaréis por qué os he convocado con tanta urgencia…

Algunos de los marabut asintieron con un ligero movimiento cabeza, otros permanecieron impasibles.

—Creedme si os digo que la situación lo exige —añadió cuando sus ojos empañados por las lágrimas permanecían fijos en la pequeña montaña que el reloj de arena fabricaba.

Angustiado, rogó a Alá que le diese fuerzas para poder seguir adelante, en el momento en el que Balig, se puso en pie y tomó la palabra:

—Decidnos qué os sucede, venerable Jatab, pues sabed que la tristeza que vemos en vuestros ojos nos conmueve y hace llorar a nuestro corazón.

—Perdonadme —se oyó decir a Jatab.

—¿Qué habríamos de perdonaros? Ningún mal nos habéis hecho y sí por el contrario un gran bien al alargar nuestra ya larga existencia…

—A veces aquello que uno cree no es lo que es. Pronto me maldeciréis, Balig.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó Akram.

—Por despojaros de la vida al objeto de salvaguardar la de nuestra orden —aclaró Jatab con voz apesadumbrada.

La cara de espanto transformó el rostro de algunos de los marabut.

—No logro entenderos… —mencionó Akram.

Jatab extendió su mano para señalar el escaño vacío situado en el extremo opuesto de la mesa.

—Solo los aquí presentes y la persona a la que ese escaño pertenece sois partícipes del logro conseguido. Un logro que creímos la panacea para los aquí presentes y para nuestro pueblo y cuya fórmula manuscribimos en el sagrado pergamino. La ausencia permanente de nuestro hermano responde a una decisión mía, cuyo único objetivo ha sido el de preservar nuestra sagrada orden de aquel infame que pudiera traicionarnos, como así ha sucedido…

—Un traidor entre nosotros… ¿Estáis seguro? —preguntó Balig.

—Desearía haberme equivocado… Anoche nuestro hermano ausente y yo mismo estuvimos en este mismo lugar a fin de garantizar que estábamos en lo cierto. Alá es testigo de lo mucho que deseamos estar equivocados, pero por desgracia la esperanza que ambos albergábamos no era otra cosa que un iluso deseo que emanaba de nuestros corazones, aunque no de la razón.

La noticia cayó como un jarro de agua fría entre el resto de marabut.

—Para desgracia de todos, alguien de los aquí presentes ha violado este sagrado lugar buscando hacerse con el secreto que guarda el pergamino —aclaró Jatab.

—¿Qué razón puede haber cuando todos los aquí presentes tenemos más de lo que merecemos? —preguntó uno de los marabut.

—También yo me he preguntado mil veces lo mismo… Parece que para alguno de nosotros no resulta suficiente. Alguien ha pretendido robar las fórmulas secretas a fin de utilizarlas en beneficio propio y no en beneficio de nuestro pueblo, como nos comprometimos —aclaró Jatab.

Todos se intercambiaron miradas interrogantes. Sin dar crédito a lo que oían, vieron a su superior dirigirse hasta la hornacina en la que se hallaba el mayor y más valioso de sus tesoros. Luego abrió la reja que protegía la urna y la tomó en sus manos.

—Miradla por última vez —añadió mientras la colocaba encima de la mesa para que sus compañeros comprobasen el sacrilegio.

—¡Traición! —gritaron algunos al ver el cierre violentado.

—¡Muerte al apóstata! —sonó poderosa la voz de Balig.

—¡Maldito aquel que ha roto el sagrado juramento! —conjuró Aman.

—Esta vez la fortuna ha estado de nuestro lado —dijo Jatab y abrió la tapa—. Alá, el Misericordioso, ha querido que el infame no haya conseguido su objetivo.

—¿Cómo decís tal cosa? —inquirió Akram al ver que dentro de la urna no se hallaba el pergamino.

—Esta antiquísima urna guarda además otro secreto —Jatab hizo una pausa que creó gran expectación—, un compartimento disimulado por el artesano que la diseñó para proteger los documentos más valiosos y que yo utilicé para guardar el pergamino… Coloqué en la zona visible otro falso —explicó.

—Entonces, ¿hemos de suponer que la fórmula verdadera se halla en su interior? —se interesó Aman.

—Así es, hermano.

—Bendito sea Alá, el Protector —alzó la voz Aman, mostrando gran gozo.

—No podemos olvidar que mientras haya entre nosotros un traidor, el pergamino y lo que guarda aún está en peligro —añadió Balig.

—Es necesario sacarlo de aquí y guardarlo en un lugar distinto y más seguro hasta descubrir al infame —propuso Aman.

—No hay lugar más seguro que este —aclaró Jatab—. Fuera de aquí el riesgo de que pueda caer en malas manos es mayor.

—Es de suponer, entonces, que quién lo ha hecho conoce el camino —añadió Akram.

—Así es. Los aquí presentes gozamos de la dicha que nos ofrece el elixir de la vida robándole años a la muerte para poder así vivir muchos más años de los que nos corresponden. Como marabut juramos servir a la orden, dejar las armas y convertirnos en estudiosos, en hombres si no santos, al menos, justos. Juramos dedicar nuestra vida a procurar el bien para nuestro pueblo, ya que su bien es en mayor medida el bien nuestro. Sin embargo para uno de los aquí presentes, nada de esto resulta suficiente. Que Alá, el Compasivo, perdone a aquel a quien la codicia ciega sus ojos y le impide ver que vale más la vida que todos los bienes materiales habidos en la tierra.

—¿Es posible, honorable Jatab, que el autor de tan vil sacrilegio haya sido alguien ajeno a nosotros? —se interesó otro de los marabut.

—Resulta imposible… Los aquí presentes sois los únicos que conocéis este sagrado lugar y el secreto que encierra. Nadie, excepto los aquí presentes y el propietario del escaño vacío, ha tenido acceso a él.

—Jatab está en lo cierto. ¡Juro por Alá, el Justiciero, que seré yo mismo quien habré de descuartizar con mi alfanje al perro traidor que ha profanado el sagrado juramento! —alzó su voz Aman.

—Alá, el Justo, está de nuestro lado… por fortuna el infame no ha conseguido su objetivo —se congratuló Balig.

—¿Y quién asegura que no volverá a intentarlo? —le rebatió Kamel paseando la vista por sus hermanos.

—Nuestro deber es desenmascarar al traidor y darle muerte —conminó Aman, el más beligerante de todos ellos.

—¿Sospecháis de alguien, honorable Jatab? Si es así, decid su nombre —le requirió Akram.

—Sospecho de todos cuantos aquí estáis… —contestó.

—Dudo mucho que ninguno de nosotros sea el autor, a no ser que alguien de los aquí presentes conozca el itinerario a seguir evitando los peligros que encierra el laberinto —reflexionó en voz alta Alí, que hasta entonces no se había pronunciado.

—La urna no solo guarda el pergamino con las formulas alquímicas. En ese lugar que visteis vacío había además un plano del laberinto —aclaró Jatab que tomó el reloj de arena en sus manos.

—Entonces, es de suponer que el traidor puede entrar y salir a su antojo de este lugar.

—Así es —mintió Jatab para satisfacción de uno de los marabut.

—Ruego al infame que se descubra —solicitó Aman.

Tras un largo y tedioso compás de espera, ninguno de los marabut se levantó para asumir la culpa.

—¡Que Alá, el Compasivo, me perdone! —dijo Jatab alzando el reloj de arena—; el tiempo, hermanos míos, se ha acabado.

Jatab depositó el reloj encima de la mesa, sabía que no había vuelta atrás y que los primeros síntomas del veneno no tardarían en aparecer. En silencio, observaban a su superior hasta que el estupor se apoderó de los marabut cuando uno tras otro empezaron a sentirse mal.

—¿Qué me sucede? —se oyó decir a Balig.

—Notaréis convulsiones y pronto empezaréis a respirar de manera acelerada…

—¿Qué has hecho? —le recriminó Akram.

—Siento en lo más hondo de mi alma lo que, por el bien de nuestro pueblo, he tenido que hacer —se justificó Jatab.

—¿Nos habéis envenenado?

—Así es, pero aún estáis a tiempo. Una sola gota de este antídoto será suficiente para anular el poder del veneno que os he suministrado—dijo y mostró el pequeño frasco que destapó ante los ojos de todos. ¡Que hable el traidor! —gritó.

Nadie confesó. Algunos de los marabut intentaron incorporarse. Jatab levantó el frasco y derramó su contenido en el suelo.

—Utilizad, hermanos míos, el tiempo que os queda de vida para encomendaros a Alá, hacedlo, pues vuestro tiempo se acaba —añadió y señaló el reloj, El potente veneno comenzó a anular las fuerzas y paralizó el cuerpo de aquellos aguerridos hombres que, si un día blandieron espadas, ahora dedicaban su vida al estudio de las ciencias, de la medicina o de la botánica, hombres sabios y honorables a los que Alá parecía haberles otorgado la inmortalidad.

—Que Alá, el Justo, se apiade de tu alma —le reprochó Akram, que no parecía resignarse a morir. Jatab entornó los ojos y se dejó caer en su escaño, pareciendo entregar la vida. Fue desde allí donde con gran angustia vio morir a sus hermanos y más tarde descubrir al traidor.

—Maldito seas entre los malditos, Aman —sentenció Jatab cuando torciendo la cabeza en su escaño, dio a entender él también había muerto como el resto de marabut.

De haber tenido fuerzas, se habría levantado para hacerle pagar su traición, sin embargo era consciente que de nada le serviría enfrentarse a su forzudo compañero buscando vengar la muerte de sus hermanos.

Aman esbozó una sonrisa, tomó su alfanje y golpeó con este el arca de madera hasta hacerse con los documentos que guardaba en su interior.

Jatab esperó sin moverse hasta que los pasos del traidor se perdieron por el laberinto. Luego se incorporó, cogió una pluma y un pergamino y comenzó a escribir una misiva que dejó en la hornacina, debajo de aquella urna troceada. Tomó después otro pergamino, escribió la fórmula alquímica, aquella que jamás estuvo guardada dentro de ninguna urna como había hecho creer a sus hermanos. Cuando acabó, enrolló el documento, sacó de entre sus ropas un veneno, impregnó el cordel de cuero con el que ató el pergamino. Luego de guardarlo entre sus ropas se levantó para besar uno por uno a todos sus hermanos, antes de encomendarse primero a Iahvé y más tarde a Alá.

—¡Oh Alá! Tú, mi señor, tú el Compasivo, llegado el momento de mi muerte, júzgame según tu criterio —rogó tras sentarse en su sillón. Pasó la yema del dedo índice por la comisura de sus labios, tomó un puñal y dio un corte en su muñeca.

A cierta distancia del gran salón, Aman seguía el itinerario que marcaba el plano. Sudoroso y extenuado, se detuvo. Supo que algo no iba bien, decidió marcar la pared con su espada. Poco más tarde se dio cuenta de que no avanzaba y que una vez tras otra volvía al mismo lugar.

—¡Maldito seas, Jatab! —masculló al darse cuenta de su error y ver que por haber utilizado mucho más tiempo del que había calculado, cuando la antorcha que portaba empezaba a extinguirse.

Supo que había menospreciado la inteligencia de Jatab y aquello podía costarle la vida. Sin tiempo que perder se desprendió del turbante, rodeó con el mismo la antorcha hasta avivar la llama, colocó el pergamino en el suelo y volvió a estudiar el itinerario. Comprendió entonces cuál había sido su error al suponer que el itinerario de vuelta que el plano marcaba era más corto que el que había utilizado la vez anterior. Hizo una nueva marca con su alfanje en la pared y siguió adelante hasta que no mucho después la luz de la antorcha empezó a debilitarse. Nunca hasta ese instante había sido consciente del peligro que escondía aquella gruta. Pendiente del camino, no dejaba de hacerlo de la llama, que estaba obligado a mantener viva o nunca saldría de allí. Al ver esta debilitarse se desprendió de su túnica, tomó el alfanje y la cortó en tiras con las que alimentar la tea. Continuó hasta llegar a una pequeña anchura que creyó reconocer, una pequeña sala con escaños de piedra donde los marabut solían hacer parada y descansar. Aquel punto marcaba la mitad del trayecto, lo que quería decir que por delante quedaba otro tramo igual, que a pesar de conocer sin luz resultaba mucho más peligroso. Alzó la antorcha y miró al frente, su boca dibujó una mueca de disgusto al calcular el tiempo que le llevaría hacerlo. Desnudó su torso y cogió su qamis de fino lino que le habría de servir de combustible. Alimentó la llama de nuevo. Se adentró en la galería con pasos acelerados; al llegar al final, de su garganta brotó un grito aterrador.

—¡Maldito seas, Jatab! —gritó cuando frente a él se encontró con una pared.

Aquel viejo lo había vuelto a engañar. Aquella gruta no tenía salida aunque en el plano pareciera tenerla. Desesperado, corrió como un poseso hasta llegar una vez más a la sala en la que sobresalían los escaños de piedra. Tomó el plano e intentó situarse, debía elegir sin equivocarse el túnel al que dirigir sus pasos, tan solo uno le llevaría al exterior. Pensó cuál de ellos. Intentó ubicarse en el mismo lugar donde lo había hecho tres noches antes. Esta vez no podía equivocarse, hacerlo significaba retornar al mismo sitio y vagar a oscuras por aquellos túneles donde moriría sin remisión. Y mientras su cabeza intentaba descifrar el enigma, sus ojos no se apartaban de la figura exigua que dibujaba la moribunda llama. Reanudó su camino hasta que por fin llegó a una sala amplia y cuadrada. A La luz de las teas que la iluminaban, suspiró.


Capítulo 2

Inés de Castro no había cumplido aún los quince años de edad. La joven era la menor de los hijos de don León de Castro, duque de Osorno, y de doña María Hinojosa, condesa de Valmedina, y para su pesar, la hermana del apuesto Gonzalo de Castro, único varón del matrimonio. Sus dos hermanas mayores, nacidas en mismo parto e iguales de aspecto, habían emparentado mediante sus matrimonios con las casas de Valdivia y Casares, dos de los marquesados más poderosos y acaudalados de Toledo. Dichosa por la buena nueva al ver acabado el sufrimiento de los suyos, no lo era tanto al suponer el futuro que le esperaba.

Atardecía en la llanura castellana cuando la comitiva vio a lo lejos la estela amurallada de la bella ciudad de Toledo, en cuyos tejados blanquecinos el sol centelleaba, aunque menos de lo que lo hacían los ojos de doña María.

—¿Qué os sucede, madre, acaso no os alegra volver?

—¡Cómo no va a alegrarme, hija mía! He soñado muchas veces con este momento. —Mintió temerosa del peligro que suponía regresar, cuando las lágrimas ya rodaban por sus mejillas.

Sin quererlo, también Inés se turbó al dirigir la vista hacía su hermano. Tal vez ahora al vivir recluida, acabase el martirio que padecía desde que su corazón había abrigado aquel sentimiento impío.

—Perdóname, Señor, y dame fuerzas para alejarme de él y así olvidarlo —susurró mientras la niebla suspendida sobre el río alargaba su manto sobre la ciudad.

De entre la bruma, por encima de la muralla asomaba alzado el torreón de Santo Tomé y bajo él, la iglesia a la que doña María e Inés solían acudir para celebrar la eucaristía. Volvían, por fin del exilio, atrás quedaba el duro destierro, en su memoria, el enfrentamiento que su esposo había mantenido con los tutores del rey, la detención de este y el juicio al que fue sometido. Por delante, un futuro incierto.

Inés recordó la conversación que tiempo atrás había mantenido con su madre cuando al preguntarle si había merecido la pena tanto sufrimiento, ella la reprendió y le respondió que a pesar de haber perdido todas sus posesiones y haciendas, la acción de su padre había conseguido mantener intacto el honor de su familia. Abstraída en sus recuerdos, no se percató que a varios cientos de pasos, junto a la vetusta muralla de imponentes almenas, tapados por la niebla, un grupo de hombres a caballo, esperaba.

—¿Veis lo que yo veo, padre? —dijo Gonzalo.

—Era de suponer.

—Parece que nos esperaban…

—No nos han perdido de vista desde que salimos de Jaén.

—No deberíais fiaros de esos canallas —advirtió Gonzalo que colocó su mano en la empuñadura de su espada después de reconocer a algunos de ellos.

—No lo hago, sin embargo estamos obligados a ser prudentes —contestó el duque con su usual tranquilidad, y lejos de detenerse mantuvo el paso de su animal.

Gonzalo soltó la empuñadura mientras observaba con inquina aquella lucida y engalanada corte compuesta por los hombres principales de la villa.

—He oído decir que esos malditos se arrogan haber conseguido el perdón que el rey os ha otorgado.

—Nos conviene que así lo crean y que, por tal motivo, piensen que estamos en deuda con ellos —contestó el duque mientras cruzaban el pequeño vado helado que los separaba de los notables.

El chocar de los cascos de los caballos hizo crujir el suelo congelado. El duque de Osorno detuvo su montura y puso el pie en tierra

—Ayuda a tu hermana —le ordenó a su hijo. Él se dirigió hasta la acémila en la que iba su esposa y la tomó en brazos para ayudarla a atravesar el vado.

León de Castro aguardó hasta que el resto de la comitiva con las mulas de reata que cargaban el escaso equipaje cruzó el remanso helado

—Dime que de nada tengo que preocuparme, amor mío —le solicitó su esposa.

—Nada temas, son los esposos de tus hijas los que comandan la comitiva —contestó para tranquilizarla.

—Esa, esposo mío, esa es la razón por la que ha surgido en mí, la preocupación —dijo y cruzó con su esposo una mirada de complicidad.


Capítulo 3

Anochecía cuando los dos hombres partieron de la sala regia y llegaron hasta el Patio de la Acequia, que transportaba las aguas al palacio de descanso, llamados por unos Casa Real de la Felicidad y otros Generalife. Atravesaron el jardín hasta llegar a un muro de arcos ojivados donde Abu al-Walid Ismail y su fiel galeno José Halevy aguardaron unos instantes. Si lo hacían era para cerciorarse que nadie les seguía. El frío propio de aquella época había helado los campos aunque a esa hora, una ligera brisa algo más cálida parecía querer darles un respiro. Ismail miró al cielo en el que la luna empezaba a ocultarse tras los oscuros nubarrones que atravesaban las crestas de la sierra. Supo entonces que habrían de aligerar el paso y aprovechar la oscuridad. Cruzaron con premura la acequia que dividía el patio y salieron del perímetro palaciego que los guardias vigilaban. Tronaba el cielo cuando llegaron a la falda de la colina desde donde empezaba el estrecho sendero que habría de llevarles hasta las ruinas.

—Hemos llegado —anunció Ismail al detenerse junto a un antiguo torreón medio oculto por la maleza.

Allí aguardaron jadeantes hasta recuperar fuerzas, luego, ayudado por su señor, José comenzó a apartar los matorrales.

—Es la boca de la caverna… —Abrió sus vestiduras y descolgó de su cuello una cadena de la que tomó una llave que introdujo en la cerradura; dio a la llave una vuelta completa y le solicitó ayuda a José al ver que tras empujarla, la puerta no se movía.

El galeno colocó su hombro contra la hoja de hierro y poniendo empeño y fuerza, la empujó. Cuando la puerta de hierro cedió no sin dificultad, entraron en aquel pasadizo que aparentaba ser una antigua mina de agua.

—Enciende la antorcha —solicitó el sultán.

La luz hizo desaparecer la negrura que se alargaba por la estrecha gruta en cuyo suelo corría el agua. Anduvieron unos pasos hasta llegar al final del túnel, y el lugar del que el agua manaba.

—Acerca la antorcha —pidió Ismail colocándose en la pared opuesta al surtidor—, debe estar por aquí.

—¿Qué buscamos, mi señor?

—La imagen labrada del Árbol de la Vida.

Los ojos de los dos hombres auscultaron la roca.

—Aquí —dijo José.

Ismail puso su mano en el dibujo y empujó la piedra. Tras un chasquido hueco la roca empezó a abrirse y dejó entrever una grieta. Empujaron la losa que, como si de una puerta se tratara, se abrió; ante sus ojos aparecieron las estrechas escaleras con una veintena de escalones, que bajarían hasta el lugar en el que empezaba un largo pasadizo. Una vez abajo, Ismail tomó el plano y señaló con su dedo índice el itinerario a seguir. Sin tiempo que perder, comenzaron a andar la galería hasta llegar a un espacio en el que la gruta se hizo más ancha; continuaron hasta que surgió una sala con antorchas en las paredes, luego llegaron a otro espacio con escaños de piedra. En las paredes laterales se apreciaban cuatro huecos. Al acercarse comprobaron que aquellas aberturas eran las entradas a otras galerías.

Ismail pareció dudar, por lo que de nuevo ojeó el plano.

—Vayamos por esa. —Señaló una de las entradas.

Mientras recorrían la gruta José se preguntaba por qué él, por qué su señor en vez de confiar en alguno de sus hermanos de fe, lo hacía en un judío como él. No consiguió encontrar la respuesta, sin embargo debía de estar agradecido por aquel privilegio y el privilegio del que gozaba en la corte gracias al favor de su señor.

La gruta se abrió de repente y la luz dibujó la amplitud de una sala de altos techos y forma cuadricular.

—No deis un paso más, José —advirtió Ismail señalando el suelo de grandes losas.

José hizo lo que le indicaba su señor.

—Ahora mira y dime qué ves.

—Parece un tablero de ajedrez.

Ismail sonrió. Admiraba la inteligencia de su galeno tanto como su lealtad. Abrió de nuevo el plano.

—Sígueme y pisa donde yo pise o será lo último que hagas en la vida.

José obedeció de inmediato reteniendo en su cabeza cada paso que daba. Cuando por fin atravesaron el enlosado, Ismail suspiró.

—No todas las losas son firmes aunque lo parezcan, la mayoría giran sobre un eje central, por lo que al pisar sobre ellas se dan la vuelta para arrojarte al abismo.

Esta vez quien suspiró fue José.

—Sigamos —indicó Ismail.

José se adelantó a su señor y reanudó el camino. Sintió que la luz de la antorcha pareció agitarse, y pronto supo que no era una alucinación.

—¿Notáis el soplo de aire, mi señor?

—Estas galerías son muy profundas, supongo que quienes las construyeron pensaron que habrían de darle ventilación. ¿Dónde diríais que nos encontramos?

—Por la orientación creo que la galería discurre paralela al cerro de la Sabika.

—Estáis en lo cierto, José.

—Habéis estado aquí antes. ¿No es así, mí señor?

—Si así lo parece es porque aprendí de memoria lo que mi padre me contó con gran interés, y que hizo de esta historia nuestro secreto… Creedme si os digo que es la primera vez que piso este lugar —aclaró cuando apareció ante ellos el primero de los escalones que los llevaba hasta una pequeña antesala de lo que parecía ser la entrada a una estancia mayor.

—Creo que hemos llegado.

cado es “Uno que está guarnecido”. En idioma bereber es un santo, un maestro sufí que dirige una logia o escuela. También hay referencias que lo acreditan como un santo musulmán, ermitaño, que a menudo ejercían poder político y que poseía poderes sobrenaturales.

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