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25 AÑOS DESPUÉS DEL ASESINATO DE ANABEL SEGURA
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25 AÑOS DESPUÉS DEL ASESINATO DE ANABEL SEGURA

viernes 13 de abril de 2018, 11:12h
Anabel era estudiante, tenía 22 años, aquel fatídico 12 de abril de 1993 salió de su casa de La Moraleja para hacer footing. Era un día festivo y la calle estaba desierta.

De repente y sin esperarlo un hombre que salió de furgoneta blanca la abordó. Los gritos de Anabel alertaron a un jardinero deun Colegio cercano, pero solo llegó a ver una furgoneta que se alejaba.

El secuestro mantuvo en vilo a los españoles, confiados en que la joven, raptada cuando hacía deporte, seguía con vida. Pero sus captores la habían asesinado pocas horas después de su captura. Así, lo que se presumió como el secuestro más largo perpetrado por delincuentes comunes en España no duró nada más que unas horas. La misma noche del día en que fue secuestrada, Anabel murió. Días antes de abordarla, Emilio Muñoz había embaucado a Cándido Ortiz en su plan: secuestrar a la primera chica que vieran por la calle en La Moraleja y exigir un rescate antes de ponerla en libertad. Así pensaban resolver los problemas económicos que arrastraban.

Pero no planificaron su acción lo suficiente y enseguida acabaron con la vida de su rehén, porque no supieron qué hacer con ella y quisieron eliminar cualquier pista, como recuerdan a Efe investigadores especializados en este tipo de delitos. Anabel intentó escaparse dos veces durante las seis horas que estuvo secuestrada. Esa misma tarde, Emilio Muñoz la asesinó cobardemente y ayudado por Cándido arrojó su cuerpo a una fosa en una fábrica de cerámica abandonada en una carretera que conduce a Numancia de la Sagra (Toledo). De noche, Emilio cenaría en su casa de Pantoja con su familia y Cándido en Escalona como si nada hubiera pasado.

El secuestro movilizó a la sociedad española de una forma hasta entonces poco habitual. De norte a sur y de este a oeste, las plataformas ciudadanas se extendieron por todo el país para pedir la liberación de Anabel. Un lazo amarillo simbolizó el movimiento. La capacidad económica de la familia de la víctima ayudó sin duda a esa movilización social. 150 millones de pesetas fue la cantidad que los secuestradores llegaron a pedir por el rescate de la joven, a la que, según confesaron cuando fueron detenidos, capturaron con fines exclusivamente sexuales, pero, una vez que se percataron del poder económico de su familia, le dieron la vuelta al móvil y decidieron chantajear a los padres de Anabel.

Hoy nadie se cree esa versión. Los expertos no dudan en afirmar que, si el móvil hubiera sido sexual, cualquier barrio les hubiera valido. Pero la elección de La Moraleja, justo una de las zonas con residentes de mayor nivel adquisitivo de Madrid, no dejan lugar a dudas del interés económico de los autores. La familia acudió dos veces al punto de encuentro convenido con los secuestradores para pagar el rescate exigido, pero los delincuentes no aparecieron. ¿Por qué? Pues su inexperiencia les hizo temer que, si acudían, iban a ser arrestados.

Dos meses después de la desaparición de la joven, los secuestradores enviaron a la familia una cinta magnetofónica en la que podía oírse la voz de Anabel. La chica aseguraba encontrarse bien y clamaba por que la sacaran de allí. Después se demostró que no era ella. Nada más se supo, y la familia de la secuestrada recurrió a todo para encontrarla, desde la oferta de 15 millones de pesetas, que llegaron a cuadruplicar a quien diera una pista válida, hasta la contratación de empresas especializadas en resolver secuestros.

Pero fue la Policía Nacional, con ayuda de criminalistas alemanes, la que resolvió el caso después de conseguir centrar en la provincia de Toledo las voces de unos niños que se oían de fondo en la cinta en la que una voz exigía el pago del rescate. El acento y la palabra «bolo» que podía escucharse fueron determinantes.

Habían pasado dos años y cinco meses desde el secuestro. El 28 de septiembre de 1995 la Policía detuvo en la localidad toledana de Escalona a Felisa García; en Pantoja a su marido y en Madrid al otro sospechoso. Ante los agentes, los tres se derrumbaron y confesaron su crimen, así como el lugar donde habían escondido el cadáver: una fábrica de ladrillos abandonada en Numancia de la Sagra, también en Toledo. Fueron condenados por la Audiencia Provincial de Toledo y después por el Tribunal Supremo, que les elevó las penas a 43 años y seis meses de cárcel a los dos hombres -uno de ellos (Emilio Muñoz) en libertad por la derogación de la doctrina Parot y el otro, fallecido mientras cumplía condena (Cándido Ortiz)- y a dos años y cuatro meses a la mujer.

El secuestro mantuvo en vilo a los españoles, confiados en que la joven, raptada cuando hacía deporte, seguía con vida. Pero sus captores la habían asesinado pocas horas después de su captura. Así, lo que se presumió como el secuestro más largo perpetrado por delincuentes comunes en España no duró nada más que unas horas. La misma noche del día en que fue secuestrada, Anabel murió. Días antes de abordarla, Emilio Muñoz había embaucado a Cándido Ortiz en su plan: secuestrar a la primera chica que vieran por la calle en La Moraleja y exigir un rescate antes de ponerla en libertad. Así pensaban resolver los problemas económicos que arrastraban.

Pero no planificaron su acción lo suficiente y enseguida acabaron con la vida de su rehén, porque no supieron qué hacer con ella y quisieron eliminar cualquier pista, como recuerdan a Efe investigadores especializados en este tipo de delitos. Anabel intentó escaparse dos veces durante las seis horas que estuvo secuestrada. Esa misma tarde, Emilio Muñoz la asesinó cobardemente y ayudado por Cándido arrojó su cuerpo a una fosa en una fábrica de cerámica abandonada en una carretera que conduce a Numancia de la Sagra (Toledo). De noche, Emilio cenaría en su casa de Pantoja con su familia y Cándido en Escalona como si nada hubiera pasado.

La sociedad española se movilizó de una forma hasta entonces poco habitual. De norte a sur y de este a oeste, las plataformas ciudadanas se extendieron por todo el país para pedir la liberación de Anabel. Un lazo amarillo simbolizó el movimiento. La capacidad económica de la familia de la víctima ayudó sin duda a esa movilización social. 150 millones de pesetas fue la cantidad que los secuestradores llegaron a pedir por el rescate de la joven, a la que, según confesaron cuando fueron detenidos, capturaron con fines exclusivamente sexuales, pero, una vez que se percataron del poder económico de su familia, le dieron la vuelta al móvil y decidieron chantajear a los padres de Anabel.

Hoy nadie se cree esa versión. Los expertos no dudan en afirmar que, si el móvil hubiera sido sexual, cualquier barrio les hubiera valido. Pero la elección de La Moraleja, justo una de las zonas con residentes de mayor nivel adquisitivo de Madrid, no dejan lugar a dudas del interés económico de los autores. La familia acudió dos veces al punto de encuentro convenido con los secuestradores para pagar el rescate exigido, pero los delincuentes no aparecieron. ¿Por qué? Pues su inexperiencia les hizo temer que, si acudían, iban a ser arrestados.

Dos meses después de la desaparición de la joven, los secuestradores enviaron a la familia una cinta magnetofónica en la que podía oírse la voz de Anabel. La chica aseguraba encontrarse bien y clamaba por que la sacaran de allí. Después se demostró que no era ella. Nada más se supo, y la familia de la secuestrada recurrió a todo para encontrarla, desde la oferta de 15 millones de pesetas, que llegaron a cuadruplicar a quien diera una pista válida, hasta la contratación de empresas especializadas en resolver secuestros.

Pero fue la Policía Nacional, con ayuda de criminalistas alemanes, la que resolvió el caso después de conseguir centrar en la provincia de Toledo las voces de unos niños que se oían de fondo en la cinta en la que una voz exigía el pago del rescate. El acento y la palabra «bolo» que podía escucharse fueron determinantes.

Habían pasado dos años y cinco meses desde el secuestro. El 28 de septiembre de 1995 la Policía detuvo en la localidad toledana de Escalona a Felisa García; en Pantoja a su marido y en Madrid al otro sospechoso. Ante los agentes, los tres se derrumbaron y confesaron su crimen, así como el lugar donde habían escondido el cadáver: una fábrica de ladrillos abandonada en Numancia de la Sagra, también en Toledo. Fueron condenados por la Audiencia Provincial de Toledo y después por el Tribunal Supremo, que les elevó las penas a 43 años y seis meses de cárcel a los dos hombres -uno de ellos (Emilio Muñoz) en libertad por la derogación de la doctrina Parot y el otro, fallecido mientras cumplía condena (Cándido Ortiz)- y a dos años y cuatro meses a la mujer.

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