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El crimen de Hildegart Rodríguez

El crimen de Hildegart Rodríguez

martes 21 de noviembre de 2017, 17:35h
Era una época convulsa Manuel Azaña estaba a punto de dimitir como presidente del Consejo de Ministros y el juicio al General Sanjurjo, sublevado contra la II República estaba en marcha.

Sucedió en El Ferrol, en abril 1914.

Aurora se levantó del lecho del pecado donde yacía el sacerdote con consumaba al objeto de quedarse preñada.Jamás había tenido relaciones sexualescon otro que no fuese aquel cura castrense de origen leridano, defensor del proletariado.

Alberto que así se llamaba el sacerdote tenía cuarenta y nueve años. Aurora, treinta y cinco. Con un cura se aseguraba de que no le reclamaría la paternidad, ni se inmiscuiría en la educación de su vástago.

Aurora dio a luz en Madrid, una niña. La llamó Hildegart, que significa Jardín de la Sabiduría.

Aurora era feminista y encarnizada enemiga del machismo. Su hija solo el objeto para sus ideales.Tanto es así que la educó y modeló a su antojo con el único fin de convertirla en símbolo de la lucha contra el machismo, “el fin más loable que salvará a la Humanidad”, solía comentar a los políticos con los que se codeaba.Contaba tres años, cuando la niña aprendió latín, griego, inglés, francés, alemán. A los cuatro se tituló como mecanógrafa por la prestigiosa Underwood. Afiliada a las Juventudes Socialistas y a la UGT. Con catorce años era ya una destacada propagandista política y líder de la Liga de Reforma Sexual. Alumna de Julián Besteiro, terminó la carrera de Derecho recién cumplidos los dieciocho y publicaba en los principales periódicos de izquierdas.

El pecado de la joven fue pensar por su cuenta, tener ideas propias. Aquello era algo que su madre no podía permitir.

La joven quería abandonar el Partido Socialista para acercarse al Partido Federal. Pero Hildegart replicó con argumentos sólidos. Su madre argumentó que había un complot para separarlas. Hildegart dudó de la cordura de su madre. Decidió no discutir, le agobiaba su madre y la vigilancia de ésta hacia ella. Bucaba el día en el que decirle a su madre que la relación entre ambas no podía continuar así.

Mientras el país estaba pendiente de lo que hiciera Azaña, las discusiones con su madre eran cada vez más frecuentes y enconadas. Para Aurora Hildegart estaba saliéndose del camino.libertario, el del anarquismo que guía la libertad del ser humano; y, por si no fuera suficiente había iniciado un tonteo con un hombre.

Una mañana en la que su hija había salido sin su permiso recorrió la casa en penumbra. Sigilosa, a fin de que Julia, la sirvienta, no se percatara de sus movimientos, fue a su dormitorio para abrir con cuidado un cajón de la cómoda de caoba. Luego salió de la vivienda y subió un piso más, a la azotea. Miró al horizonte y disparó al aire.

A mediodía, cuando Hildegart llegó a casa, su madre cerró tras ella la puerta con la llave que, acto seguido, se la guardó en el sostén. Luego comenzó a cerrar todas las contraventanas, fue hacia el teléfono de la salita de estar y arrancó el cable de un tirón.

Pasaron días aisladas en su amplio ático del número 57 de la calle Galileo, convertido en una cárcel sin muros. Por las noches retumbaba en la mente de Aurora la inexplicable proposición de su hija: “Ha llegado la hora de hacer mi vida y volar sola. Voy a marcharme de casa, quieras o no. Lo tengo decidido”.

A las ocho de la mañana del viernes día 9, Aurora, fue a la habitación de Julia a pedirle que sacara los perros a la calle. Después cogió la pistola y fue al cuarto donde Hildegart dormía y le descerrajó cuatro tiros Dejó la pistola sobre el tocador, se sentó ante el espejo y se colocó los pendientes de perlas para bajar a hablar con la portera. Había cumplido con su deber.

El Partido Federal se encargó del velatorio y corrió con los gastos de su tumba temporal.

El juicio contra la madre, Aurora Rodríguez Carballeira, un año después, generó una expectación pocas veces vista antes. Fue condenada por un delito de parricidio a veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor.

El 2 de febrero de 1944, al no haber nadie que renovara el alquiler de la sepultura, los restos de Hildegart acabaron en el osario común.

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