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LA RUTA DE LA FELICIDAD

LA RUTA DE LA FELICIDAD
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sábado 21 de mayo de 2022, 08:25h
LA RUTA DE LA FELICIDAD

Sin duda alguna, el fin que debe perseguir el ser humano es la felicidad. No obstante, estamos sometidos a unas fuerzas que no dependen de nosotros. Unos las llaman azar. Otros, destino. Estas fuerzas siempre nos ponen a prueba y, muchas veces, llegan a interrumpir o velar aquel verdadero objetivo, es decir, la felicidad, aunque no lo determinan totalmente gracias al libre albedrío o por desgracia suya.

Se podría decir que yo era un hombre feliz, con una vida feliz. Sin embargo, algo ocurrió cuando el capricho del destino hizo que la empresa para la que trabajaba cambiara la sede de sus oficinas. Soy metódico y puntual. Siempre me ha gustado ir al trabajo en coche porque me da más libertad y hace que me organice mejor el tiempo. Con el cambio de ubicación de las oficinas, me vi obligado a modificar mi ruta habitual y planificar una alternativa que me llevara a ahorrar el máximo tiempo posible en las idas y venidas laborales. Este cambio en mi rutina implicó que decidiera optimizar la duración del trayecto atajando por la parte más depauperada de la ciudad, por el gueto de personas más desfavorecidas que se aglutinaban en la parte oeste de la periferia de la urbe. Gente marginada por la sociedad y puede que también por su propia mala estrella.

Había llegado el momento y tenía el trayecto organizado al detalle. El primer día de un nuevo hábito que quizás perdurara hasta la llegada de mi tan deseada jubilación. Salí de casa y, después de conducir diez minutos, en vez de continuar recto tras cruzar la rotonda de la salida del túnel como siempre había hecho, giré a la izquierda, callejeando hasta adentrarme en lo más profundo de un barrio que parecía olvidado para el resto de la ciudadanía y los servicios municipales de limpieza. Observé la gente que lo habitaba, cuya apariencia externa daba testimonio de las condiciones duras a las que acostumbraban para poder sobrevivir. Sentí una gran pena. Pero ya estaba casi abandonando el barrio y había ganado al menos quince minutos en la ida y ganaría casi otros quince a la vuelta. Media hora más al día a lo largo del año es mucho tiempo. Ya solo me quedaba un último giro a la derecha para salir de aquella barriada. Torcí el volante y me preparé para frenar al divisar con antelación un paso de peatones. Allí lo vi por primera vez. Un tetrapléjico sobre una silla de ruedas destartalada cuyo asiento y respaldo dejaban escapar un relleno amarillento de espuma a borbotones. Una mujer anciana esperaba en vano a que algún coche se detuviera para poder empujarlo y cruzar la calle, a pesar de que estaban detenidos frente al paso de peatones.

El tetrapléjico tendría unos cuarenta y cinco años. Sería más o menos de mi edad. Iba envuelto en una bata espesa de cuadros que dejaba ver por el bajo y los bordes de las mangas un pijama raído. El tetrapléjico gesticulaba violentamente con la cabeza y el rostro. Sus manos permanecían entrelazadas como garfios. Llevaba barba de varios días y la cabeza era una maraña de pelo en la que debía de resultar difícil introducir un peine. No paraba de manotear, hablar y reír al mismo tiempo. La anciana, quizás su madre, le contestaba alegremente con pena perpetua en los bordes de los ojos a la vez que inclinaba la cabeza en dirección a mí con una sonrisa, en un gesto de agradecimiento por haber detenido el coche y permitirles el paso. Contesté al gesto con una amable sonrisa, enternecido por la escena que estaba presenciando. La mujer empezó a empujar la silla y pasaron por delante de mí. Él sin parar de gesticular y reír. Los espasmos de alegría parecían que le iban a arrancar de la silla de ruedas. Sentí una gran empatía por la felicidad que irradiaba.

Me acostumbré pronto a la nueva ruta que recorría a diario con precisión matemática y daba la casualidad, caprichos del azar o el destino, que aquel tetrapléjico realizaba todos los días el mismo itinerario con la misma precisión, haciendo que coincidiéramos casi siempre en aquel paso de cebra antes de que cruzara, empujado por la anciana. Se convirtió en todo un protocolo que me acostumbré a anticipar con emoción y entusiasmo. Me daba buenas sensaciones frenar unos instantes para ceder el paso a aquel personaje entrañable que, riendo, siempre atravesaba la calle feliz y contento.

A partir del paso de peatones, concluía mi trayecto pensando con cariño en él, dando gracias a Dios por la vida que me había sido concedida. Fantaseaba poniéndome en el lugar de aquel pobre desgraciado y sufría por él. Interiorizaba, sentía su desgracia, su carencia de autonomía, su dependencia, su falta de libertad incluso para actos tan íntimos como ir al baño. Sin recursos económicos para que aquella anciana dejara de arrastrar su vida tras él, empujando con piedad aquella vieja y pesada silla de ruedas... Yo no hubiera tenido fuerzas para soportar todo lo que me imaginaba que aquel hombre tenía que soportar. Y, sin embargo, reía.

Sí. Todo esto me exaltaba mis mejores sentimientos. Me hacía sentir más humano. Mi rutinario trayecto al trabajo se había convertido, gracias a aquel tetrapléjico, en un recorrido interior por mi vida existencial que hacía plantearme una gran cantidad de interrogantes a los que, tras mucho reflexionar, solía encontrar respuestas. No obstante, no sé qué día ni por qué, germinó, como una mala hierba, una pregunta que nunca se me volvió a ir de la cabeza. ¿Por qué el tetrapléjico siempre estaba feliz? ¿Por qué siempre reía a pesar de su desgracia y el sufrimiento que su condición debía provocar en las personas de su entorno? Era evidente que era feliz... ¿Pero por qué?... ¿Por qué?... Y, conforme pasaba el tiempo, ¿por qué yo cada día llegaba al cruce de nuestros destinos cada vez más y más malhumorado, cansado, estresado, hastiado?

Siempre me fijaba más y más en los detalles. Resultaba evidente que la gente del barrio le quería. Todas las personas que se cruzaban con él contestaban a su saludo y le sonreían sinceramente. Muchos, al pasar junto a él, incluso le daban una palmadita en el hombro o le pasaban con cariño la mano por la maraña de pelo sin aprensión ni asco... ¿Por qué a mí la gente no me sonreía? ¿Por qué las personas de mi entorno no me trataban con el mismo cariño con el que aquel desgraciado tetrapléjico era tratado? ¿Por qué sentía tanta soledad, peor aún, soledumbre? Y mi malhumor se iba trasformando en rabia, en ira... ¿Por qué aquel tetrapléjico era tan feliz? ¿Por qué el destino me arrojaba a la cara de forma tan cruel que el verdadero desfavorecido, desgraciado, marginado, tetrapléjico parecía ser yo?

No sabría explicar exactamente cómo ocurrió... Pero quiero y debo creer que fue un lamentable accidente. Todos los días lucho para convencerme de ello. En la última ocasión que coincidimos, un sentimiento de frialdad desconocido para mí sustituyó la ira. Me acerqué al máximo al borde del paso de peatones y frené, dejando el embrague pisado y la primera marcha metida, sonriendo a la anciana que empujaba la silla de ruedas para cederles el paso. Como siempre, me devolvió la sonrisa. Los de la compañía de seguros me acusan de que imprudentemente introduje demasiado el morro del coche en el paso de cebra. El tetrapléjico llegó a mi altura a pocos milímetros, casi rozando el capó, feliz como siempre, agradecido por haberle dejado pasar con un gesto amable. Riendo... ¡Siempre riendo! En ese momento, dejé escapar el pie del embrague a la vez que retiraba el otro pie del freno, sin dejar de sonreír fríamente. El coche dio un pequeño y brusco envite hacia adelante. Un breve respingo que fue suficiente para quebrar aquel espejo en el que diariamente se reflejaba el verdadero rostro de mi infelicidad.

© Raúl Jiménez Sastre

Escritor y director de la editorial Firma RJS

www.rauljimenezsastre.com

Twitter: @RJ_Sastre

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