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HOJITAS DE ALBAHACA, (Cuento de primavera), por José Biedma López

Albahaca en flor.
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Albahaca en flor.
HOJITAS DE ALBAHACA, (Cuento de primavera), por José Biedma López

Eran tres hermanas jóvenes e independientes, huérfanas de madre soltera. Laboraban duro para sostenerse y pagar el recibo de la luz, así como el elevado precio del gasoil del auto de segunda mano que compartían. La mayor trabajaba de auxiliar de enfermería; la segunda, de cajera en un super; y la tercera estudiaba un grado de administración y echaba tardes-noches de cangura de los niños malcriados de varias familias que la trataban bien, los padres. Chicas listas y saludables, bastante hermosas en una ciudad provinciana.

Cuidaban a ratos las macetas de la terraza del tercer piso sin ascensor en que vivían. No por afición jardinera, sino como tributo a la madre muerta, que viva adoraba las plantas, y que con tanto esfuerzo sacó a sus hijas adelante educándolas sin mimos y con acierto. Especialmente, vigilaban el macetón de la aromática albahaca.

Su calle era estrecha y desde el balcón de enfrente el hijo de un notario las observaba porque eran jóvenes y se movían con gracia. Una mañana de domingo regando la mayor sus plantas aquel buen mozo le preguntó:

- Señorita que riega la albahaca, / ¿cuántas hojitas tiene la mata?

Como la joven no se lo esperaba y no supo qué contestar, se metió en la casa avergonzada.

Otra mañana festiva fue la cajera del super la que oyó al entrometido del balcón de enfrente mientras se ocupaba de la maceta de la olorosa planta:

- Señorita que riega la albahaca, / ¿cuántas hojitas tiene la mata?

Aunque a la joven se le subieron los colores, guardó un momento de silencio, pensó, y contestó:

- Señorito inoportuno y fullero / ¿cuántas estrellitas tiene el cielo / y arenitas tiene el mar?

El mozo, que no carecía de ingenio, no supo sin embargo qué replicar.

Asomándose a la baranda de su terraza un día, la hermana menor perdió un ligero collar que saltó de su cuello. Lo apreciaba por ser un regalo que su mamá había heredado de su abuelita. Bajó pronto a la calle saltando los escalones de dos en dos, buscó por todas partes, pero el collar no aparecía...

Al día siguiente, un desconocido llamó a la puerta con gorra y mascarilla. Preguntó por la dueña que había perdido un collar. Salió la menor de las chicas y tal fue la alegría que le reportó aquella devolución inesperada que abrazó al muchacho y le besó las mejillas y la frente. ¡Gracias, gracias! Al fin, tranquila después del arrebato eufórico, le dio otra vez las gracias al extraño. Él dijo “de nada”. Y todo quedó en eso.

Sin embargo, no faltó otra mañana soleada de domingo en que la bella benjamina regaba la albahaca y el hijo del notario le preguntaba descarado: “Señorita que riega la albahaca, / ¿cuántas hojitas tiene la mata?”. Apercibida por la hermana, la chica contestó: “Señorito inoportuno y fullero / ¿cuántas estrellitas tiene el cielo / y arenitas tiene el mar?”. Pero el vecino replicó oportuno: “Y los besos por el collar…, ¿qué tal?”. La menor de las hermanas no supo qué contestar, ahora se percataba de la astuta maniobra del osado vecino, y se metió en el apartamento avergonzada.

Sucedió que las hermanas supieron que el muchacho que las había interpelado cuando limpiaban la terraza y regaban la albahaca había caído muy enfermo. En la estrechura de la calle estas informaciones volaban como vilanos en otoño de balcón a balcón, de patio a patio y de terraza a terraza. Sus padres estaban muy preocupados. Pasaban los días y el joven no levantaba cabeza de la almohada del lecho. Los mejores médicos de la ciudad provinciana no sabían qué hacer ni cuál sería su enfermedad. Pasaron los días y el hijo del notario no sanaba. Temían por su vida.

La hermana menor ni corta ni perezosa cogió los avíos y trebejos de su hermana, auxiliar de enfermería, y se presentó en casa del vecino pisando fuerte, con confianza en sí misma. Aseguraba con voz firme contar con un remedio infalible. Mandó salir a los padres del cuarto donde el enfermo yacía postrado. Abrió el maletín de las curas. Le dio la vuelta al doliente paciente, le bajó los pantalones del pijama ligero y le metió un nabo crudo por el recto.

No sabemos por qué razón física o espiritual, el enfermo a los pocos días se libró de la fiebre y sanó del todo. Ni siquiera se nos ocurre pensar qué pudo pasar con el nabo ni si era de una raza especial cultivada con fines terapéuticos de esas que los antiguos llamaron “officinalis”, pero el caso fue que el joven salió de nuevo al balcón más fresco que una lechuga mientras la inspirada curandera regaba sus plantas. Esta vez fue un domingo de verano en lenta atardecida:

“- Señorita que riega la albahaca,

¿cuántas hojitas tiene la mata?”.

“- Señorito inoportuno y fullero

¿cuántas estrellitas tiene el cielo

y arenitas tiene el mar?”.

“- Y el beso por el collar…,

¿qué tal?”

A lo que la joven sin parpadear contestó:

“- Y el nabo por el culo,

¿estaba maduro?”.

(Adaptación y actualización de un cuento popular recordado por Carmen López de 18 años en Retuerta, Burgos 1936; y recogido por Aurelio M. Espinosa, hijo. En Cuentos populares de Castilla y León, II, CSIC, Madrid 1988).

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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