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DON JUAN Y EL QUIJOTISMO TRÁGICO, por José Biedma López

'Don Juan Tenorio', Carlos Saez de Tejada, 1938 (Art Nouveau).
"Don Juan Tenorio", Carlos Saez de Tejada, 1938 (Art Nouveau).
DON JUAN Y EL QUIJOTISMO TRÁGICO, por José Biedma López

Al hispanista italiano Farinelli se le ocurrió imaginar que la leyenda del Don Juan Tenorio tenía “perfecto colorido italiano” y que sus fuentes procedían de la fertilísima Italia del Renacimiento. Víctor Said Armesto luchó bravamente contra tal dislate para reivindicar en favor de su raíz española la leyenda de El Burlador. La obra de Said Armesto fue elogiada por Unamuno, aun reconocimiento que el tal Don Juan nunca fue santo de su devoción. Ello no quita que el símbolo de Don Juan haya alcanzado, desde Tirso o Zorrilla, gloria universal, ni que que el personaje, legendario e intemporal, también cante en italiano con el libreto que Da Ponte redactó para el Don Giovanni de Mozart.

Al seductor se le tiene por sevillano, pero Unamuno filólogo atisba que pudiera tener también sangre gallega, ya que el apellido Tenorio o Tonorio procede de la aldea de San Pedro de Tenorio, no lejos de Pontevedra. La noble casa de los Tenorios dejó ramificaciones tanto en Portugal como en Sevilla. Said Armesto vio en Don Juan un arquetipo de españolidad: la vivacidad recia que todo lo arrolla, furia conquistadora…, la de aquellos jóvenes hidalgos cuyo ideal jurídico –en palabras de Ganivet- era llevar en el bolsillo una carta foral con un solo artículo: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”.

Sin duda, ese es el Idearium de una parte importante de nuestra incivilizada ciudadanía, que de natural tiende a la acracia y no admite más autoridad que la de sus gónadas (masculinas o femeninas), esa asilvestrada grey que arroja a la cuneta el resto de su colilla y su basura, por ejemplo. Pero Don Juan no es ni un mal ni un buen salvaje, más bien lo diabólico de su carácter es que su salvajismo es tan hermoso y excitante que encanta y humedece a las mujeres, a las que suele hablar en verso y hace gozar en el lecho. Don Juan adora la retórica. Es un sofista redomado y redomante, refinado y artero. Nos fastidia que ese golfo, que vive de lo de papá y que no ha dado un palo al agua en su puñetera vida, se las lleve de calle, pero lo hace igual con pescadoras macilentas, con señoritas de bragas de encaje, que con intelectuales suecas: “Por donde quiera que fui, / la razón atropellé, / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé, / y a las mujeres vendí. / Yo a las cabañas bajé, / yo a los palacios subí, / yo los claustros escalé, / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí”, así se retrata el de Zorrilla. A todas las seduce, las pone en trance de amor, las goza y las abandona.

Don Juan es un señorito reaccionario e impío, mas por otra parte, como dijo Ortega, es también “un hombre interesante”. En cualquier caso, su ser ideal perdura en la realidad intemporal del mito. Sin existencia física, persevera metafísicamente, ni envejece en nuestra psique cultural, en nuestro inconsciente colectivo, su cena de cenizas parece unida en su raíz antiquísima a la celebración de los difuntos, al “Día o la Noche de los Todos los Santos”. Y eso, a pesar de que Don Juan es gran pecador. No obstante, sucede que los humanos cabalgamos sin querer contradicciones. Tirso le condenó, pero Zorrilla le salvó. Hoy el amor romántico cotiza a la baja y puede que el Don Juan no pase de engañador insoportable y cursi a quien ya pocas toman en serio. ¡Y eso que Kierkegaard hizo de él un esteta y un héroe existencial y Torrente Ballester le regaló un Rolls Royce tapizado de azul para que conquistara a las artistas de Montmatre! Don Juan también se vistió de dandi y se puso las chapas de rockero. No me cabe duda de que cuando nosotros volvamos a ser el polvo que fuimos, el símbolo de Don Juan seguirá indemne y potente, aunque se vista de andrógino o de ciborg, aunque se le siga condenando por neurótico o por homosexual cobarde, que no se atreve a salir del armario, buscando en cada desfloramiento la imposible afirmación de su dudosa virilidad.

Said Armesto vio en Don Quijote y en Don Juan dos fases o facetas de la España caballeresca, inquieta y andariega. De la parte del caballero manchego, al idealista, sublime hasta lo ridículo; del lado del seductor sevillano, al calavera jovial, hedonista, frívolo, jaranero y truhán. El caballero de la triste figura es un iluso heroico; el andaluz, un hidalgo que lleva dentro a un pícaro.

El Don Juan español, al contrario que el Leontio alemán de Ingolstat, es creyente, pero sus desenfrenados apetitos lo encanallan. A pesar de ello, no niega nunca el Más Allá. Lo postpone con esa ilusión del joven que se siente y cree eterno, inmortal. Cuando le amenazan con los castigos del juicio final, él responde: “¡tan largo me lo fiáis!”, aleja de su mente la reflexión inapelable que le condenará a los infiernos. Para Unamuno, el tipo alemán que debe compararse con Don Juan es el joven Werther de Goethe, sentimental y romántico. Así lo hizo Stendhal en su libro De l’amour. Mientras Don Juan se deshace en la dispersión gozosa de sus amores y pendencias, Werther se autodestruye por no poder obtener su único amor.

A Unamuno, Don Juan le resulta profundamente antipático, sobre todo por el daño que hacen al pueblo español los viejos donjuanes arrepentidos. Por eso lo condenaría a morir entre dos frailes, después de confesar y comulgar devotamente y de haber legado su fortuna (heredada, no ganada), no a los hijos de sus desvaríos, abandonados como huérfanos sin padre, sino a cualquier convento para que se digan misas en sufragio de su alma. Seguramente hoy, Unamuno les dejaría al menos una pensión de subsistencia a los hijos naturales de Don Juan, desperdigados por el mundo.

Lo cierto es que Don Juan jamás dudó de los dogmas de fe en que le educaron, ¡porque jamás los pensó seriamente! –dice Unamuno, maestro de la duda trágica-. Perseguir y seducir doncellas, aunque uno en seguida las abandone, lleva sus gastos ¡y su tiempo! Tal vez sea su incapacidad para pensar y reflexionar –así, en general- lo que lleva al Burlador a perderse en el abismo del jollamar [sic] diverso. Don Juan no gusta a las mujeres por su inteligencia excepcional ni por su erudición, sino porque es joven, vigoroso, caballero(so), guaperas y, sobre todo, porque maneja como nadie el halago, o sea la adulación, a la que ninguna mujer –que yo sepa- es insensible. Lo peor es que Don Juan, como el don Guido de Antonio Machado, tras las locuras de su mocedad, siente cabeza, se haga hermano de varias cofradías penitenciales y se convierta en un burgués recalcitrante lleno de achaques y prejuicios. Dios es misericordioso y siempre hay tiempo para el arrepentimiento.

Sí, hay que reconocer que Don Juan tuvo los “cojones” de enfrentarse a fantasmas y espectros del otro mundo y hasta fue capaz de invitar con chulería a una estatua de piedra a su banquete de cenizas en un camposanto, sin embargo –le reprocha Unamuno- careció del valor sereno y constante de examinar sus creencias para buscarles fundamento. El Don Juan rebelde y revolucionario de joven –con coleta o sin coleta-, a lo Espronceda, lleva siempre dentro de sí a un machista y a un reaccionario. Es probable que muchos donjuanes se dediquen a la cinegética de doncellas (o de separadas) para matar el tiempo y llenar un espíritu vacío. No son víctimas como Werther de los anhelos insatisfechos de su corazón, sino de la vaciedad de su inteligencia y la escasez de conciencia.

¡Qué enorme diferencia entre Don Quijote, que anduvo doce años enamorado de Aldonza Lorenzo sin atreverse a abrirle su pecho, y la prisa jollamante del Tenorio! El Quijotismo unamuniano es la filosofía de Dulcinea: la transfiguración creadora de Aldonza, una aldeana rolliza, en Dulcinea, como transcendimiento del amor físico. Sólo para servir a su dama se ha hecho Quijano caballero andante, y así fue como Don Quijote juntó en Dulcinea a la mujer y a gloria inmortalizadora, y ya que no pudo eternizarse en ella con obras de la carne, o sea hijos, buscó eternizarse con hazañas del espíritu, tal vez porque “sólo los amores desgraciados, son fecundos en frutos del espíritu” -concluye Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho.

Más exagerados aún son los versos de Manuel Machado: “¡No hay amor en los placeres! / ¡No hay placer en el amor!” (Encajes). A Unamuno le parece que si alguien acertase a contar un encuentro entre ambos símbolos, el caballero manchego y el sevillano, nos daría tal vez la página más hermosa de la literatura española. Tampoco le cabe duda de que si se vinieran a las manos Don Quijote el Burlado acabaría de una vez con el Burlador, siendo, eso sí, la primera y única vez que incurre en homicidio.

Pero el caso es que, a pesar de la crisis de la cortesía, de la caballerosidad y del amor romántico, “Don Juan vive y se agita, mientras Don Quijote duerme y sueña, y de aquí muchas de nuestras desgracias” (Unamuno, “Sobre Don Juan Tenorio”, Salamanca 1908). Otro día hablaremos del donjuanismo femenino, que también se da, aunque más raro y velado.

Del autor:

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