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PARRICIDAS IMPÍOS, por José Biedma López

Piedad de Guadix, réplica en mármol de Carrara de la original de Miguel Ángel.
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Piedad de Guadix, réplica en mármol de Carrara de la original de Miguel Ángel.
PARRICIDAS IMPÍOS, por José Biedma López

Como educador profesional tuve que lidiar con adolescentes díscolos, sobre todo cuando ejercí como director en un centro de educación secundaria. Todos los adolescentes manifiestan una condición lunera, ciclotímica…: ora soy generoso, ora egoísta; ora razono, ora enloquezco; de la euforia a la depresión; de “la culpa es del mundo” a “la culpa es sólo mía”. Es una edad difícil, una pasión pasajera y peligrosa, que busca la compleja integración de naturaleza y cultura, idiotismo y comunidad, familia y sociedad, temperamento y carácter…, una época fascinante de emociones intensas y vivencias trascendentes que marcan la identidad del alma con un indeleble tatuaje.

Una característica, tal vez especial, en los peor adaptados y adaptables es su condición impía, despiadada, que ejercen incluso contra sí mismos. La piedad es en general una virtud olvidada. Marina la define como una familia de sentimientos del “clan” de la compasión. Su historia es compleja, historia de amor y abnegación hacia dios (o los dioses), los padres, la patria o la tierra y sus criaturas. Esos dioses pueden ser las fuerzas misteriosas de la naturaleza, que también merecen respeto y son temibles (y si no que se lo digan a los palmeros). La piedad es como una bondad aumentada…, magnánima, inagotable, generosa, desinteresada, que hace el bien incluso a quienes nos causan mal y por consiguiente deberíamos mirar como enemigos (parafraseo el Panléxico de Juan de Peñalver).

Los sentimientos también tienen su historia y la historia de la piedad es paralela a la de la compasión, que para los budistas es la actitud espiritual apropiada: una especie de solidaridad en la finitud con todo ser vivo, pues grande o pequeño, hermoso o feo, merece esta “piedad cuidadosa”. Referida a Dios, la piedad se confunde con la misericordia: “Señor, ten piedad, etc.”. Pero la misericordia se relaciona mejor con el perdón. El grito de “¡misericordia!” es súplica de clemencia, más que reclamo de ayuda. El verdadero amor, al que los cristianos llamaron “charitas” o “ágape” es misericordioso y perdona. Oscar Wilde escribió en El retrato de Dorian Gray: “Al principio los hijos aman a los padres; cuando se hacen mayores los juzgan y, algunas veces, les perdonan”.

Como el sentimiento de compasión puede provocar una cierta humillación en el compadecido, en el Occidente actual la piedad se muestra ofensiva o peligrosa: “no quiero que me compadezcas”, oímos con frecuencia. Hasta la autocompasión se considera un sentimiento autodestructivo, como si esa ternura piadosa hacia uno mismo anulase la capacidad de combate, de lucha por la vida.

Lo paradójico es que nos quejamos para que se apiaden de nosotros y cuando nos damos cuenta de que inspiramos compasión nos molestamos, como si el amor propio careciese de sentido común. Aristóteles se mostró perspicaz al sentenciar: Los hombres sienten compasión por “los que sufren un mal sin merecerlo”, ya que nadie en su sano sentir sentiría piedad “porque los parricidas o los asesinos reciban su castigo” (v. Retórica, 1386b).

Cabalgando contradicciones, la especie humana ha inventado sentimientos como la misericordia, la compasión o la piedad, y también la crueldad, esa refinada complacencia en el dolor ajeno, propia del acosador, del maltratador, del sádico. Pero la crueldad parece deshumanizarnos; al despiadado, al odiador, lo consideramos con motivo “falto de humanidad”. La historia de los terráqueos puede contemplarse como una evolución sentimental hacia la Humanitas, el humanitarismo, dando a este el significado de caridad, compasión, piedad o solidaridad y entendiendo cada vez más estos sentimientos comunitarios de un modo cosmopolita, ecuménico, globalizado, no sólo en relación con nuestros semejantes, sino también con el resto de los seres vivos y respecto a la naturaleza como madre común y al planeta que nos parió, alimenta y alberga. Despiadado o impío es por tanto el cruel, el insensible, el duro, el inhumano.

Habitan entre nosotros seres convertidos en fieras por la ira, la envidia, el odio, el afán de poder y hasta por saturación de satisfacciones, hastío y aburrimiento. Cuando Platón emprende el análisis de la piedad y de la impiedad escoge como interlocutor de su maestro Sócrates a un joven aficionado al parricidio. “Matar al padre” es un mero acto simbólico e inconsciente en la teoría del psicoanálisis, pero su práctica es un delito infrecuente. Nada más feo que pegarle a un padre, a una madre, o arremeter contra los muertos que son, precisamente los que han perdido todo y ya no pueden defenderse. Sin embargo, el desprecio a los antepasados y el maltrato de los padres, ejercido por hijos malcriados, es en nuestra sociedad demasiado frecuente. De hecho, he despachado profesionalmente con sociedades civiles de padres maltratados. El “no puedo con él/ella” es muy frecuente en esta sociedad en la que el adolescente lo ha tenido casi todo, e incluso más de lo conveniente y necesario para su saludable desarrollo moral, sobre todo en familias desestructuradas.

El Eutifrón de Platón quería denunciar a su padre por haberse deshecho –según él injustamente- de su esclavo favorito. Hoy he visto como un chico llamaba “puta” a su madre por no comprarle su fijador de pelo favorito. Eutifrón es arrogante y está convencido de saber “lo que agrada a los dioses”. En el diálogo socrático se llega a la conclusión de que la piedad consiste en cooperar con los dioses (padres de la humanidad), asumiendo el orden por ellos instaurado. La piedad se integra así en el más amplio concepto de justicia, la virtud de virtudes para Platón, porque, como un acorde del alma, integra en sí las tres notas de excelencia de sus partes: templanza de los apetitos, valentía de la emotividad y prudencia racional.

Al final del diálogo sabemos que los reproches de Eutifrón a su padre son dudosos y quedamos convencidos de que Eutifrón, debido a su parcial e inmadura inteligencia no posee derecho alguno a tratar con desprecio a su progenitor. Weaver vio en ello una buena analogía de cómo la tecno-ciencia (Eutifrón) trata hoy al orden natural. Durante siglos se nos dijo que nuestra felicidad dependía de que luchásemos contra la naturaleza, incluida la propia: dominación, autocontrol, conquista, triunfo, sometimiento de todas las criaturas a la intención humana, de los deseos al interés racional. Incluso en las supuestas tecno-ciencias de la educación se emplea el lenguaje militar: tácticas, estrategias. Se ha impuesto la idea de que la naturaleza es hostil al hombre -¡y no digamos a la mujer!- y de que nuestra alegría depende de que la sometamos, la dominemos, a esto se le ha llamado “progreso”.

Weaver opina que sólo la recuperación de la venerable excelencia de la pietas (piedad) puede rescatar al hombre de este “pecado”. Es como si hubiésemos alcanzado un estadio en el que somos incapaces de aceptar que las cosas que no han sido creadas por el hombre tengan derecho a existir. Incluso la religión pasa a ser definida, no como un servicio a Dios, sino a la humanidad, actitud impía que consiste en violentar la creencia en una naturaleza cuyos divinos misterios no merecen desprecio alguno, sino respeto. Por “naturaleza” entiende Weaver la sustancia del mundo. “La piedad –concluye- es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes superiores al ego y de cosas distintas de él”.

Respeto a la diversidad, podríamos concluir, este sería el sentido actualizado de la piedad, respeto al orden natural. Desde luego, para imponerse al orden natural de la vida hay que pagar un precio incalculable. Lo estamos viendo en el malestar de nuestra cultura: los trastornos de ansiedad, el consumo disparado de analgésicos y opiáceos... Sin embargo, creo que Weaver exagera cuando ve en la pasión por reconstruir la naturaleza sólo un capricho de adolescentes inmaduros, ningún organismo se adapta pasivamente, sino que también modifica el entorno, incluso es capaz de crear su propio hábitat. Weaver repite en clave moderna el elogio del campo y del hombre del campo que hicieron nuestros humanistas del XVI, como Guevara o Sabuco. Pero el campo ya no existe al margen de su transformación –o conservación- antrópica.

Como secuela de la piedad propone también la resurrección de la caballerosidad, que consistiría en gozar de la suficiente imaginación para concebir cómo viven otros seres vivos y la necesaria piedad para comprender que sus vidas forman también parte de “la pródiga creación”. Fundamento de la comunidad es también esta relación entre tolerancia y piedad. Mientras no seamos capaces de aceptar que la personalidad, al igual que la naturaleza, se origina en una realidad que supera nuestra inteligencia, será difícil que renunciemos al fratricidio y al parricidio.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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