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"Cuando fue nombrado Papa Alejandro VI" , por Pedro Cuesta Escudero

'Cuando fue nombrado Papa Alejandro VI' , por Pedro Cuesta Escudero
sábado 16 de octubre de 2021, 10:14h
'Cuando fue nombrado Papa Alejandro VI' , por Pedro Cuesta Escudero

Para comprender mejor la época de Cristóbal Colón, y para entender la lucha entre la comunidad medieval y la individualidad renacentista aportamos este relato. La debilitación del Papado se acentúa por sus estrechas relaciones con la cultura laica del Renacimiento. Cierto que la protección de los papas a los artistas y literatos de la época dio a muchos de ellos su valor universal, y que con su liberalidad los grandes maestros del Renacimiento no se hubiesen encontrado con un campo tan vasto de posibilidades creadoras. Pero la vida renacentista, con sus afanes egoístas y sus ambiciones puramente terrenas, reaccionó desfavorablemente sobre las personas de los pontífices y de los componentes de su corte y curia.

Muerte de Lorenzo de Médicis

El 8 de Abril de 1492, en una alcoba del palacio de Careggi, situado aproximadamente a una legua de Florencia, tres hombres rodeaban la cama en la que otro agonizaba. El primero de ellos, sentado a los pies del lecho de muerte y medio envuelto, para esconder sus lágrimas, en las cortinas de brocado de oro, era Ermolao Bárbaro, el autor del Tratado del Celibato y de los Estudios sobre Plinio, quien estando en Roma el año precedente en calidad de Embajador de la República de Florencia, había sido nombrado patriarca de Aquilea por Inocencio VIII. El segundo, que estaba arrodillado y asía entre las suyas la mano del moribundo, era Ángelo Poliziano, el Catulo del siglo XV , espíritu antiguo y florido, cuyos versos latinos hubieran podido competir con los de un poeta de los tiempos de Augusto Por último, el tercero, en pie y apoyado en una de las columnas inclinadas de la cabecera, siguiendo con profunda melancolía la evolución del mal en el rostro del moribundo, era el famoso Pico della Mirandola, que a la edad de veinte años hablaba veintidós lenguas y ofrecía responder en cada una de ellas a setecientas preguntas formuladas por los veinte hombres más instruidos del mundo entero, si fuese posible reunirlos en Florencia. El moribundo era Lorenzo “el Magnífico”, que padecía desde comienzos del año una fiebre acre y profunda agravada por la gota, enfermedad hereditaria en su familia, y veía que eran inútiles e ineficaces las bebidas de perlas disueltas que le administraba el charlatán Leonio de Spoleto —pretendiendo tal vez que sus remedios fueran proporcionales a las riquezas antes que a las necesidades del enfermo. Había entendido que tenía que renunciar a sus mujeres de cariñosas palabras, a sus poetas de dulces cantos, a sus palacios de ricas colgaduras, y había hecho llamar, para la absolución de sus pecados, que en un hombre no tan bien situado quizá se llamarían crímenes, al dominico Girolamo Savonarola.

Por lo demás, el voluptuoso usurpador esperaba, con ciertos temores internos, que no lograban aplacar las alabanzas de sus amigos, al sombrío y severo predicador cuya palabra conmocionaba Florencia, y sobre cuyo perdón basaba ya toda su esperanza de otro mundo. En efecto, Savonarola era uno de esos hombres de mármol, semejantes a la estatua del comendador, que acuden a las puertas de los voluptuosos en medio de sus fiestas y orgías para decirles que ya es hora de que empiecen a pensar en el cielo. Nacido en Ferrara, donde su familia, una de las más ilustres de Padua, había sido llamada por el marqués Nicolás de Este, fue arrastrado a la edad de veintitrés años por una irresistible vocación; había huido de la casa paterna y había profesado en el claustro de los religiosos dominicos de Florencia. Destinado allí por sus superiores a impartir lecciones de filosofía, el joven novicio había tenido que luchar desde un principio contra los defectos de un órgano débil y duro, contra una pronunciación defectuosa, y sobre todo contra el abatimiento de sus fuerzas físicas, agotadas por una abstinencia demasiado estricta. Savonarola se condenó desde entonces a la más absoluta reclusión y desapareció en las profundidades del convento, como si la losa sepulcral le hubiese cubierto en vida. Allí, arrodillado sobre las baldosas, rezando sin tregua ante un crucifijo de madera y exaltado por las vigilias y las penitencias, pasó pronto de la contemplación al éxtasis, y empezó a sentir esa secreta y profética impulsión que lo llamaba a predicar la reforma de la Iglesia. Sin embargo, la reforma de Savonarola, más respetuosa que la de Lutero, a la que precedía de unos veinticinco años, respetaba los principios atacando a los hombres y su objetivo era cambiar los dogmas humanos pero no la fe divina. No procedía, como el monje alemán, por la razón sino por el entusiasmo. En él, la lógica cedía siempre a la inspiración; no era un teólogo, era un profeta. No obstante, inclinada su frente hasta entonces ante la autoridad de la Iglesia, se había vuelto a levantar ante el poder temporal. La religión y la libertad le parecían dos vírgenes igualmente santas; de modo que, tan culpable le parecía Lorenzo avasallándola una, como el papa Inocencio VIII, profanando la otra. Así es que mientras Lorenzo vivió opulento, feliz y magnífico, Savonarola nunca quiso, por muchas solicitudes que le hubiesen hecho, sancionar con su presencia un poder que consideraba ilegítimo. Pero cuando supo que Lorenzo, en el lecho de muerte, lo había mandado llamar, no vaciló. El austero predicador acudió presuroso, descalzo y la cabeza descubierta, con la esperanza de poder salvar no sólo el alma del moribundo, sino también la libertad de la República.

Como hemos dicho,Lorenzo esperaba impaciente e inquieto la llegada de Savonarola; de modo que, al oír el rumor de sus pasos, adquirió su rostro un aspecto aún más cadavérico y, levantando su cuerpo apoyado en el brazo, ordenó con un gesto a sus amigos que se alejasen. Éstos obedecieron enseguida y apenas habían salido por una puerta, se abrió el cortinaje de la otra y apareció en el umbral el monje pálido, inmóvil y grave. Al verle y leer en su marmórea frente la inflexibilidad de una estatua , Lorenzo de Médicis se dejó caer sobre la cama exhalando un suspiro tan profundo que hubiera podido creerse que era el último.

El monje lanzó una mirada en torno al aposento como para cerciorarse de que estaba realmente a solas con el moribundo; luego avanzó con paso lento y solemne hasta el lecho. Atemorizado, Lorenzo lo observó avanzar hasta que estuvo a su lado:

—¡Oh, padre, he sido un gran pecador! —exclamó.

—La misericordia de Dios es infinita —dijo el monje— y yo respondo de la misericordia divina ante ti.

—¿Creéis entonces que Dios perdonará mis pecados? —exclamó el moribundo recobrando la esperanza al oír tan inesperadas palabras de boca del monje

—Tus pecados y tus crímenes, todo lo perdonará Dios —respondió Savonarola—.Dios perdonará como pecados tus placeres frívolos, tus adúlteros deleites, tus fiestas obscenas. Dios te perdonará como crímenes haber prometido dos mil florines de recompensa al que te trajera las cabezas de Dietisalvi, de Nerone Nigi, de Angelo Antinori, de Nicolò Soderini, y doble cantidad al que te los trajera vivos. Te perdonará haber conducido al cadalso al hijo de Papi Orlandi, Francesco di Brisighella, Bernardo Nardi, Jacopo Frescobaldi, Amoretto Baldovinetti, Pietro Balducci, Bernardo di Baudino, Francesco Frescobaldi y otros más de trescientos, cuyos nombres, no por ser menos conocidos, eran menos queridos en Florencia.

Y a cada nombre que Savonarola pronunciaba lentamente con los ojos fijos en el moribundo, éste respondía con un gemido que evidenciaba cuán fiel era la memoria del monje. Al final, cuando éste hubo acabado:

—¿Y creéis, padre —preguntó Lorenzo con un acento de duda— que pecados y crímenes, todo me lo perdonará Dios?

—Todo —dijo Savonarola— pero bajo tres condiciones

.— ¿Cuáles? —preguntó el moribundo

.— La primera —dijo Savonarola— es que deberás tener entera fe en el poder y la misericordia de Dios

.—Padre —respondió Lorenzo con entusiasmo— siento esa fe en lo más profundo de mi corazón.

—La segunda —dijo Savonarola— es que devolverás las propiedades ajenas que tan injustamente has confiscado y retenido.

—¿Tendré tiempo para ello, padre? —preguntó el moribundo.

—Dios te lo concederá —respondió el monje.

Lorenzo cerró los ojos como para reflexionar mejor y, tras un instante de silencio:

—Sí, padre, lo haré —contestó.

—La tercera —retomó Savonarola— es que le devolverás a la República su primitiva independencia y su antigua libertad.

Lorenzo se incorporó, impulsado por un movimiento convulsivo, interrogando con la mirada al dominico, para cerciorarse de que no se había equivocado y había entendido bien. Savonarola repitió las mismas palabras.

-¡Jamás! ¡Jamás! —exclamó Lorenzo echándose otra vez en la cama y agitando la cabeza—. ¡Jamás!

El monje, sin decir una sola palabra más, dio un paso atrás para retirarse.

— ¡Padre, padre! — dijo el moribundo— no os alejéis: ¡tened piedad de mí!

—Ten piedad de Florencia —dijo el monje.

—Pero, padre —exclamó Lorenzo—, Florencia es libre, Florencia es feliz

— Florencia es esclava, Florencia es pobre —interrumpió Savonarola—, pobre de genio, pobre en caudales y pobre en valor. Pobre de genio porque después de ti ,Lorenzo, vendrá tu hijo Pedro; pobre en caudales porque con los de la República has mantenido la magnificencia de tu familia y el crédito de tus emporios; pobre en valor porque has arrebatado a los legítimos magistrados la autoridad que les concedía la constitución, y desviado a tus conciudadanos de la doble vía militar y civil, en la cual, antes de que los debilitaras con tu lujo, habían desplegados virtudes de la época antigua. Cuando llegue el día, que no está lejos —prosiguió el monje con los ojos fijos y ardientes como si estuviera leyendo el futuro— en que los bárbaros bajen de las montañas, las murallas de nuestras ciudades, como las de Jericó, caerán al solo sonido de sus trompetas.

—¿Y queréis que me separe en el lecho de muerte de este poder que ha sido la gloria de toda mi vida? —exclamó Lorenzo de Médicis.

—No soy yo, es el Señor quien lo quiere —contestó fríamente Savonarola.

—¡Imposible! ¡Imposible! —murmuró Lorenzo.

—¡Muere, pues, como has vivido —exclamó el monje— rodeado de tus cortesanos y aduladores, y que pierdan ellos tu alma igual que han perdido tu cuerpo!

Y, tras estas palabras, el austero dominico, sin escuchar los gritos del moribundo, salió del aposento con la misma cara y el mismo paso que había entrado, como aquel espíritu que, desprendido ya de la tierra, se cierne sobre las cosas humanas. Del grito que profirió Lorenzo de Médicis al verlo desaparecer, Ermolao, Poliziano y Pico della Mirandola, que lo habían escuchado todo, entraron en la habitación y encontraron a su amigo apretando convulsivamente entre sus brazos un magnífico crucifijo que había descolgado de la cabecera de su cama. Trataron en vano de tranquilizarlo con amistosas palabras: Lorenzo el Magnífico sólo tenía sollozos por respuesta; y una hora después de la escena que acabamos de relatar, con los labios pegados a los pies del Cristo, expiró entre los brazos de aquellos tres hombres, de los cuales el más privilegiado, aun siendo jóvenes los tres, no le sobreviviría más de dos años. Como su pérdida iba a acarrear muchas calamidades, el cielo, dijo Nicolás Maquiavelo, quiso dar muy ciertos presagios: un rayo cayó sobre la cúpula de la iglesia de Santa Reparata y Rodrigo Borgia fue nombrado papa: Alejandro VI

Los Borgia

La historia de la familia Borgia es sinónimo de crueldad, corrupción y ambición de poder. Dumas nos presenta a sus principales personajes en su rica y detallada descripción, llena de anécdotas que ilustran sus vidas desde 1492 hasta 1507. El valenciano Rodrigo Borgia, que se convirtió en Papa por sus influencias políticas en 1492 con el nombre Alejandro VI; tuvo una vida disipada, con amantes y varios hijos ilegítimos, que representaron un papel importante en su papado. Su hijo César Borgia, famoso por su belleza y crueldad, es descrito como el responsable de varias muertes, entre ellas la de su hermano y la de uno de los esposos de su hermana Lucrecia. Pero a la vez, fue un hábil hombre de estado, que estableció alianzas entre sus vecinos y recuperó muchos territorios para los estados pontificios. Lucrecia Borgia, símbolo de corrupción sexual, con sus relaciones incestuosas con su hermano César, e incluso con su padre. Tuvo varios esposos, algunos de los cuales terminaron asesinados.

El apocalipticismo de Savoranola

El apocalíptico Savoranola concibe la idea de ser un profeta de Dios para la reforma de la Iglesia según los moldes de la colectividad apostólica inicial. En 1495 triunfa en Florencia que la convierte en un gran monasterio. Botticelli llega a quemar algunos de sus maravillosos desnudos. El Papa Alejandro VI le llama al orden, pero Savoranola rehúye acatar las decisiones pontificias. Al año siguiente apela al concilio ecuménico. Entonces es excomulgado (1497) Desde entonces un gran vacío e hace a su alrededor, señal de próxima tormenta y que termina en su captura y martirio en la hoguera (27 de Mayo de 1498).

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