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EL TENEBROSO, la nueva novela de Gabriel Sánchez Ogayar

EL TENEBROSO, la nueva novela de Gabriel Sánchez Ogayar
EL TENEBROSO, la nueva novela de Gabriel Sánchez Ogayar
A pesar de la neblina que envuelve mi conciencia y de ese estado febril que me obliga a navegar entre lo real y lo imaginario, siento como cierto el tañido metálico procedente de esa torre añorada, que fue gigante de mi infancia. He vuelto, sin quererlo, tras muchos años de ausencia a esta, mi tierra, la misma en la que convivieron tres credos y hoy plagada de cruces quiere desterrar la huella que dejó el islam y la presencia judía, para borrar así una parte de su historia. Como cristiano de nacimiento y ahora soldado de Dios, estoy obligado a impartir el credo que ha impuesto tras la reconquista la Iglesia de la que formo parte y el Estado al que me debo. Mis hábitos así lo determinan aun cuando desde lo más hondo de mi ser no hago otra cosa que preguntarme por qué ha de ser así, qué razón nos asiste, quienes somos nosotros para reconvertir a nuestros distintos y anular sus costumbres y tradiciones hasta amoldarlos a las nuestras y por qué al proscribir su religión le imponemos la nuestra.

Largo ha sido el camino, la nieve y la lluvia de este frío y lluvioso invierno ha embarrado los caminos y nos ha impedido avanzar con la diligencia exigida, a pesar de la pericia con la que el carrero nos ha conducido por estas tierras de Dios, que tras años de guerra, nuestros reyes, Isabel y Fernando, han dado en incorporar a la corona.

Muchos han sido los años que he comulgado con este credo hasta que viviendo fuera del convento pude palpar la realidad, conocer este mundo en el que me ha tocado vivir, saber más de sus gentes, de sus necesidades, sufrimientos, anhelos y sueños, pero también de sus miedos, que son muchos en esta nueva España que con paso de gigante fabrica su grandeza mientras se desangra. A pesar de ello nunca hasta estos días he visto tanta miseria, ni he renegado como lo hago de tanto miserable.

Ya no soy el mismo, he comprobado cómo el hábito no impide que aquellos a los que debo llamar hermanos se dediquen a vivir de la desgracia de los que hasta no hace mucho considerábamos iguales. Mi conciencia se diluye y me veo en el interior del carruaje a cuyo paso la muchedumbre se abre apartándose del camino para dejarnos avanzar. Nos temen. Pobres, murmuro para mí mientras las observo arrastrando su alma en medio de unos campos estériles, antaño vergeles. Son estos, cuerpos rotos, agotados, gente tan mísera que carece de un mendrugo de pan que echarse a la boca, de ropa de abrigo con la que paliar el intenso frio o de un techo bajo el que pasar la noche.

Las fuerzas no me acompañan pero aunque lo hicieran, mi conciencia me impide rezar por ellos sin escupir al Dios al que me debo y al que acuso de la desidia y el abandono que padecen sus hijos.

Entreveo que Carlos me mira. Sus ojos parecen reprocharse el conformismo al que se ve obligado. También yo lo hago. Muevo los labios, farfullo palabras sueltas que el bueno de mi compañero es incapaz de descifrar, pues es mucho el vocerío que lo impide. Entre estas voces distingo la de fray Prudencio: “¡Dios da a cada cual lo que se merece!”, le escucho decir. En mi delirio, le maldigo. Dichoso estado que me da la valentía que me falta, bendita fiebre que me aleja de creencias y obligaciones para que distinga la verdad entre tanta mentira.

Las imágenes de mis entornados ojos me acercan hasta aquellas gentes humildes, seres desventurados que buscan dejar extramuros y adentrarse en aquella ciudad donde la helada con la que nos amenaza la noche resulte más llevadera. Los imagino hacinados para darse calor y no morir cubiertos por la escarcha, compartiendo lo único que les sobra, el dolor y el hambre mientras maldicen en sus fueros internos tanto abandono e injusticia. Llaman mi atención los que a falta de una bestia cargan en sus maltrechas espaldas con sus pertenencias, las mujeres que con niños en los brazos consiguen a duras penas avanzar, los viejos que harapientos arrastran la dignidad perdida por el lodazal. Infortunados todos, gente sin morada, sin rumbo y, lo que es peor, con un futuro tan incierto como peligroso desde que el estigma de la cruz y hombres con mi mismo hábito los marcaran.

El viento de la sierra arrecia, el sol tibio y escurridizo se aleja del ventanuco que tengo frente a mí, se esconde entre las nubes, mientras mi frente arde y mi cuerpo encogido por el frio se arrebuja en el camastro en el que Carlos me arropa con su capa. Por cómo avanza la oscuridad intuyo que no tardará en caer la noche en esta mi ciudad a la que ha regresado y en la que sin ser tiempo de fiestas recibe a cientos de almas. Un nuevo escalofrío se adueña de mi mientras la fiebre me traslada nuevamente hasta el carromato, donde aguanto por penitencia el mal que me aqueja de igual manera que lo hacen los desgraciados que dejamos a nuestro paso arrastrando sus penas. Oigo gritos, presiento el peligro, cuando una mano tomando la mía libera mi solivianto. En el suelo una vieja agoniza. “Pobre mujer protegía con su vida sus escasas posesiones para salvaguardarla de la marabunta de vividores y oportunistas de lo ajeno que, al amparo de la muchedumbre, hacen de la desdicha negocio” escucho decir a Carlos.

Un latigazo de indignación se adueña de la razón. El helor de aquella celda se introduce en mi cuerpo. Percibo cómo las piernas anquilosadas apenas me responden, cómo la debilidad se adueña de mí ser y lacera mis carnes. Noto crujir mis huesos cada vez que me muevo y cómo cuanto mis ojos han visto y ahora mi cabeza recuerda, debilita mi fe y mis creencias. ¿Dime por qué, señor mío?, pregunto sin que Dios se digne a responder.

Entre tanto desgraciado resulta fácil distinguir a los grandes señores. Mi mente se traslada hasta extramuros de la ciudad donde nobles, hidalgos y terratenientes luciendo ricas vestimentas muestran su poderío haciendo ostentación de su abolengo, gentes que visten con elegancia, caballeros de engalanada figura que, venidos de otras tierras en suntuosos carruajes o a lomos de enjaezadas cabalgaduras, pasean su dignidad mientras pisotean la de los desventurados. Córdoba se ha de convertir en la madre que los acoge, mientras la iglesia lo agradece. Me apena ver a tantos religiosos y predicantes que en oleadas llegan dispuestos a dar fe de la gran labor de una iglesia inquisitorial y a no perderse el espectáculo. Es grande su apuesta para implantar la palabra de Dios. Entre tanta turba resulta fácil distinguir a los ociosos mercenarios, son estos hombres sin patria ni bandera, esbirros del mal que imponen el miedo con su agria mirada, canallas sin escrúpulos ni respeto por la vida, sicarios que al servicio de grandes señores ayer mataban bajo sus órdenes y hoy se encargan de su protección. Entre estos se haya un gran número de mercaderes, custodios permanentes de sus carros que esperan turno para atravesar la puerta de acceso a la ciudad. Escucho como tras las murallas el eco de los bronces parece engrandecer la villa, dichosa melodía que hace sonreír a mi acompañante y resuena lúgubre en mis oídos. Veo que el carruaje deja por fin el embarrado camino y cruzando el arco toma el piso empedrado de entrada a la villa. Registro en mi cabeza el crujir de las ruedas sobre las piedras que amedrenta sin pudor los miles de pasos que nos preceden y parecen escoltarnos, el relincho de las bestias, e incluso el traquetear de otros carruajes que con menor suerte que la nuestra, apenas avanzan buscando traspasar la puerta de la muralla. Tantos sonidos no consiguen sin embargo amortiguar el siniestro martilleo de los carpinteros que a esa hora se afanan en componer el escenario desde el que, sin tardar mucho, se habrá de extirpar la herejía.

Nos adentramos en el vientre de aquella dama árabe que me vio nacer y de la que hube de marcharme siendo niño. A nuestro paso parecen ensancharse las calles cuando nuestro carruaje va apartando las almas que las recorren. A través del ventanuco veo a los recién llegados que amontonados por las estrechas callejas buscan de un techo bajo el que pernoctar, una tasca, cantina o mesón en el que ahogar sus penas. Algunos, los menos, junto a un vaso de vino, los más al amparo de las estrellas; un lugar desde donde esperar la llegada del nuevo día y espantar los fantasmas de la muerte. Son, a diferencia de los que han quedado en extramuros, los más afortunados. Me alejo de aquella vivencia tan cercana en el tiempo para preguntarme si también yo soy afortunado por hallarme, aunque enfermo, a resguardo de la noche y arropado en un camastro de esta vieja celda.

Abro ligeramente los ojos, la luz de la vela me hace daño a la vista, para mí fortuna percibo ese rostro en el que tanto confío. Su mirada infinita me trae la paz cuando mi cabeza se deja llevar de nuevo para adentrarse en aquella urbe malherida donde la muchedumbre nos rodea.

Hay gentes venidas de todos lados, gentes temerosas de nosotros que odia a los dominicos. ¡Cómo no hacerlo! a fin de cuentas que somos sino el brazo ejecutor de la Inquisición. Reniego de mí, de cuanto soy, de aquello en lo que me he convertido y de este espectáculo del que participo y da vida a una ciudad marcada por el odio, una ciudad masacrada en su honor de antaño que hace ahora de la muerte, negocio.

Me pregunto qué hago yo allí, que me depara el futuro y sobre todo que espera de mí el más sanguinario de los inquisidores del Santo Oficio.

Tiemblo con solo pronunciar su nombre. Temo que como hiciera allí por donde obtuvo plaza, se muestre dispuesto a cebarse con los habitantes de la villa en la que vine a nacer. Aunque lo intento, no consigo imaginarlo como lo pintan. “Es un hombre bondadoso” recuerdo que me dijera fray Prudencio. “Por sus hechos los conoceréis” dicen los más, que lo califican como el peor de los demonios. La duda me apabulla. No lo conozco, jamás le he visto, pero sé que su figura se alza poderosa, protegida por su superior, que también es el mío, y por los reyes que tomando el sobrenombre de “Católicos” utilizan el brazo armado de la Iglesia para imponer un solo credo con el que someter a la población.

Presiento en ese ir y venir que vuelvo a la realidad. Noto unas manos frías tocando mi frente. El agua que sin estar bendecida, bendita es, alivia mi sed cuando humedeciendo mi garganta me dejo llevar por los recuerdos y mi mente vuela para traerme el lloro de un niño hambriento, el griterío de los vendedores ofreciendo sus productos, los rezos y jaculatorias dirigidas a los santos, un número de lamentaciones imposible de cuantificar, esos susurros que trasladan el anhelo de los dolientes, decenas de voces implorando un milagro de última hora, los gemidos de dolor de una madre invocando la indulgencia divina con la que librar de la hoguera a su hijo, los gritos procedentes del alma que ruegan al Eterno un perdón que, como miembro del Santo Oficio que soy, dudo que estemos dispuestos a otorgar.

No son estos, tiempos de bonanza para los dóciles, aunque sí, tiempos de resignación para los cobardes, tiempos de miseria y penurias para las decenas de harapientos que aún confían en que la ley de los hombres se imponga a la ley de Dios; tiempos de opresión, de venganzas y de odio que convierte justicia en escarnio hacia nuestros distintos por parte del ejército de Dios al que pertenezco, si no de corazón, por obligación.

El carruaje se detiene, oigo decir que hemos llegado a nuestro destino y me incorporo a duras penas. Veo cómo la gente ha empezado a concentrarse. Cientos de ojos sobrecogidos nos escrutan, cuando bajando del carro, Carlos me toma por la cintura en previsión de que me desmaye y dé con mis huesos en el suelo. Mientras camino, siento como una bofetada el fétido aliento que emana la ciudad y como puñales, las miradas de odio de cuantos nos rodean. El miedo paraliza la razón incapaz de seguir cuestionando los motivos por la que acudimos hasta allí, el temor me impide alzar la vista mientras avanzamos abriéndonos paso entre las decenas de cuerpos sudorosos de puños apretados que parecen controlar una rabia a punto de estallar. A pesar del séquito que nos protege palpo como la tensión va en aumento. Como el cobarde que soy, lamento estar allí y no haber tenido la valentía de negarme. Ahora ya era tarde para huir como fue mi intención primera. Por fortuna camino junto mi ángel y tras el religioso de rostro impávido al que debo el triste honor de volver a mi tierra, donde lejos de ser bien recibidos como nos aventurara, compruebo lo mucho que nos odian. La zozobra que siento me impide estarle agradecido por el hecho de volver a esta mi ciudad que no reconozco donde mi mayor deseo es reencontrarme con mi madre.

Comienza el griterío, la gente parece haber perdido el temor, nos acosa y hasta nos increpan. Por cómo se dirigen a nosotros más que hombres de Dios, parece que seamos enviados del diablo. Me pregunto si no es así. Tiemblo, no sé si por mi estado o por miedo. Las voces que nos injurian van en aumento, son voces de gentes anónimas ocultas entre la muchedumbre, voces a las que poco les importa el hábito que vestimos, la cruz que pende de nuestro cuello o aquello que nuestra orden representa. Reniego de mi labor, no quiero ser parte de la infamia en la que, si Dios no lo remedia, habré de participar.

Sé por fray Prudencio que son muchos los detenidos, que estos superan el centenar, también que para su desgracia habremos de interrogarlos y no sé si torturarlos hasta conseguir su confesión.

Córdoba llora como lo hacen los familiares y allegados de los reos que se han dado cita en la villa para estar presentes en el proceso. Me pregunto si estoy preparado, si seré capaz de estar a la altura de lo que de mí se espera. Camino con torpeza arrastrando los pies, la indignación crece por momentos; también la mía. Como muchos de aquellos miserables también yo estoy allí a mi pesar, obligado por el deber y por unas extrañas circunstancias que aún no he conseguido desentrañar.

Dos semanas han transcurrido desde el día en el que estando en el scriptorium fray Rolando mandó en mi busca a fray Carlos. Dichoso era en aquel lugar, donde alejado del mundanal ruido me mantenía ausente y distante de aquello que mis hermanos dominicos llevaban a cabo a lo largo y ancho de España como titulares del Santo Oficio. Si no feliz he de reconocer que fui dichoso. Entre mis recuerdos está el momento en el que avisado por fray Pedro hube de dejar mis quehaceres y bajar hasta la Casa Baja donde el rigor del invierno era mucho más benévolo que en la Peña. Después de aquello llegaría el duro y angustioso viaje en el que nada he conseguido averiguar, ni conocer la razón por la que he sido elegido. Por fortuna, mi amigo, más aún, mi hermano, me acompaña. Él es mi gran apoyo desde que la fiebre, fiel compañera de estos últimos días se cebara en mí y martirizara mi frente, nublando la realidad y trasladándome hasta el convento en el que tras muchas vicisitudes encontré la paz. Es este, el convento de la Peña, al que pocos meses antes y tras acabar en Salamanca mis estudios de derecho, había regresado.

—Acercaos, fray Gonzalo, quiero que conozcáis a nuestro hermano fray Prudencio de Alcántara.

Fijé la vista en aquel hombre enjuto de ojos vivarachos, nariz aguileña y rostro de piedra toba que me tendió las manos y ahora nos precede. Le reconocí de inmediato a pesar de los años transcurridos desde aquel aciago día en el que me vi obligado a dejar mi amada Córdoba con él como guía. ¿Cómo sospechar la misión que le habían encomendado, para que cruzando Castilla, fuese en mi busca?

—Los años han convertido al niño que traje hasta aquí en un hombre.

—Ha pasado mucho tiempo, fray Prudencio.

—Tiempo suficiente espero, para que por las enseñanzas recibidas podáis compensar a nuestra Orden todo cuanto la Iglesia ha hecho por vos.

Sus enigmáticas palabras y su visita alteraron el ritmo de aquella placentera vida que disfrutaba desde que me hiciera cargo de la escribanía y de los aspectos legales del convento, algo dejados de la mano de Dios tras la muerte de fray Lázaro.

— ¿Qué os trae por aquí? —pregunté.

—Vuestra tierra os reclama —argumentó—; serán solo unos meses, después podréis regresar de nuevo aquí.

—Volveréis a Córdoba —aclaró fray Rolando a modo de despedida—. Ruego a Dios que os proteja como merecéis, y que seáis valorado, como aquí se os valora. Sabed, fray Gonzalo, que ni vuestra ausencia ni la distancia conseguirá que ninguno de nosotros consiga jamás olvidaros.

Apesadumbrado, partí sin despedirme de fray Cosme al que tanto quería y con el que no había cruzado una sola palabra desde mi regreso al convento a pesar del empeño que en ello puse. Lo vi asomado a la ventana de la cocina cuando bajando el camino a lomos de una mula, mis ojos le buscaran y permanecieran en él hasta que la distancia lo impidiera. Y si bien es verdad que la dicha por volver a mi tierra era grande como lo era el reencuentro con mi madre, no lo era la función de la que fray Prudencio me había hablado y que yo habría de realizar como abogado del Santo Oficio, bajo las órdenes de un hombre al que no conocía si no de oídas, pero al que su fama de hombre cruel y sanguinario hacía traspasar las fronteras de la provincia de la que era inquisidor. Me pregunté, por qué yo, también la razón por la que Diego Rodríguez Luzero había puesto sus ojos en mí. No encontré respuesta.

—Agradezco de corazón que el Santo Oficio haya pensado en este su humilde servidor —dije en un intento por tirar de la lengua a fray Prudencio mientras el carruaje avanzaba—, pero no creo ser merecedor de tan digno cargo.

— ¿Acaso no sois, como abogado, conocedor del derecho canónico?

—Por la gracia de Dios, aunque con humildad os diré que carezco de experiencia y que por consiguiente no creo ser merecedor de ese puesto que don Diego me ha reservado, toda vez que hay entre los nuestros hombres mejores y más cualificados que yo. —contesté.

—No han sido los hombres si no Dios quien, en su infinita sabiduría, ha puesto los ojos en vos a fin de reclamaros como parte de su ejército, un ejército al que estáis obligado a servir como dominico que sois —dejó claro para que no hubiera duda.

Y así fui informado de la función que habría de realizar y como no podía ser de otra manera renegué para mis adentros de aquello que como funcionario del tribunal tendría que llevar a cabo y contra cuya labor mi conciencia se deshacía en reproches, aunque no así mi boca, que cobarde, no se pronunció. Lejos de alegrarme, el desánimo me abrazó. Sin quererlo supe que ejercería como abogado del Santo Oficio y que me encargaría de rebatir lo que estaba obligado a condenar sin que hubieran de importarme los descargos, de aquellos desgraciados a los que la Iglesia ya había calificado como siervos del demonio y a los que de antemano había sentenciado. Me pregunté si de igual manera yo también era siervo del maligno, pues a pesar de ser fraile, cada día me distanciaba más de Dios.

—Tomad este anillo y colocadlo en vuestro dedo —me solicitó fray Prudencio—, de esta manera todos sabrán que pertenecéis a la mayor organización habida sobre la faz de la tierra y os mostrarán el respeto que nuestra Orden merece.

Tomé aquel sello de plata en el que figuraba esculpida una cruz flanqueada por una espada y la rama de olivo y lo introduje en mi dedo. Fueron muchos los reproches que me hice a mí mismo por no haber tenido la valentía de negarme; sentí la angustia de mi cobarde comportamiento, de haberme mostrado valiente me habría desprendido de unas vestimentas y unos preceptos que aborrecía. No sé si ese fue el motivo de mi mal pero sí lo que provocó en mí un estado de abatimiento que duraría desde que pisara tierras extremeñas y hasta llegar a la tierra en la que nací, donde nada más llegar vi ante mí el majestuoso Alcázar, antes mezquita que llamaban de los reyes cristianos. Fue allí donde salió a recibirnos, fuertemente protegido, el notario del Santo Oficio, el mismo que en este momento camina a la par del hombre que viajara hasta la Peña por mí.

—Loado sea Dios, nos teníais preocupados, hace días que os esperábamos.

—Largo ha sido el camino, hermano mío, y muchas las inclemencias que nos ha traído el crudo invierno en las frías tierras de Castilla —se justificó el que consideraba mi secuestrador ante el notario.

—Acompañadme y no os demoréis fray Prudencio dentro estaremos mejor —dijo temeroso al comprobar la marabunta de gente que empezaba a concentrarse frente al palacio.

—Mostraos tranquilo, no resulta conveniente que puedan pensar que les tememos.

—Tampoco la provocación resulta una buena opción— reprochó el notario.

—Me gustaría presentaros a fray Gonzalo de la Peña — dijo mientras avanzábamos.

—Sed bienvenido.

—Sabed que fray Gonzalo nació aquí en esta villa.

— Sé quién es, nuestro inquisidor me ha hablado de su persona.

Lejos de sentirme halagado, me mostré temeroso, pues nada debía conocer de mi fray Diego que no siendo de Córdoba tampoco había tenido jamás relación conmigo. De nuevo comenzó mi cabeza a bullir. ¿A qué se debía el empeño de que yo estuviera allí?

—Mucha es la expectación que ha creado el Auto de Fe por cuanto aprecio —señaló fray Prudencio con la vista puesta en las engalanadas fachadas y ventanas del palacio con estandartes y banderas, pendones y escudos, entre los que destacaban los del Santo Oficio.—El momento a decir de nuestro inquisidor, lo requiere. —Comparto su parecer, razones hay de sobra, ¿no os parece? —reafirmó el hombre que robara mi paz.

El notario no se pronunció

—Más si cabe, teniendo en cuenta el arduo trabajo realizado por nuestro inquisidor don Diego, que a buen seguro habrá de engrandecer esta fiesta de fe —clamó fray Prudencio—Dios quiera que a no mucho tardar, la defensa de la fe consiga hacer desaparecer de la tierra a esos malditos herejes—dijo el notario buscando no desentonar en aquella interesada conversación que promovía el oficial de la inquisición.

—Prudencia, amigo mío, no conviene lanzar las campanas al vuelo antes de comprobar si las acusaciones son o no verdad —dijo fray Prudencio al notario cuando de entre la masa llegaban mucho más potentes los gritos de desaprobación por nuestra presencia.

“Perros”, escuché vociferar. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Jamás en mis peores pesadillas pude imaginar que el regreso a mi tierra se produciría en tales circunstancias.

Protegidos por un nutrido grupo de lanceros, recorrimos el centenar de pasos que nos separaba del lugar que la ciudad había dispuesto para alojarnos.

—Gónzalo— escuché.

Esta vez sí me armé de valor y alcé la vista para recorrer con la mirada los rostros de aquellas gentes y donde para mi sorpresa descubrí unos ojos que no perdí de vista hasta entrar en el recinto amurallado que ocupaba el personal perteneciente al Santo Oficio, la mayoría frailes dominicos a los que yo habría de sumarme.

—El miedo parece haberse cebado con vos.

—No es miedo sino malestar— mentí.

—Controladlo pues, no resulta conveniente hacerlo público, fray Gonzalo.

Miré a mi interlocutor en un intento de reprocharle su reproche.

—Dios está de nuestra parte.

Asentí más por contentarlo que por convencimiento.

—Aunque ahora os resulte dura vuestra misión, estoy convencido que terminareis por acostumbraros. Pensad en el favor que Dios os hace colocándoos en tan preferente lugar.

Preferí obviar el comentario de fray Prudencio mientras intentaba infundirme un valor que no tenía.

— ¿Conocéis al inquisidor? —me interesé.

—Aunque peque de arrogante, os diré que nadie mejor que yo lo conoce. Coincidí de manera breve con él cuando ejerció el cargo de maestreescuela en la catedral de Almería; tiempo más tarde entré a su servicio, al ser requerido para el cargo de inquisidor en la ciudad de Jerez, luego, Dios le premie, tuvo a bien llamarme de nuevo y requerir mis servicios aquí, donde me convirtió, como habréis de ver, en su mano derecha.

—Habladme de él.

—Qué se puede decir de un hombre cuya humildad y entrega a Dios roza la santidad. Sabed que no exagero si os digo que no solo nuestra Iglesia, sino también nuestro superior lo tienen en alta estima.

—No sabía que fuese así.—Creedme si así os digo. Son ambos, como comprobaréis, uña y carne.

Aquellos halagos hicieron que pusiera en cuarentena los prejuicios que tenía hacia el hombre al que habría de servir y cuya fama de sádico me aterraba.

—Pero no os engañéis, don Diego es, a pesar de su santidad, un hombre inflexible hacía aquellos que atentan contra el cristianismo y los valores que este representa.

—¿Tanto como para enfrentarse a toda una ciudad?

—Le asiste la defensa de la fe, ¿acaso no es razón suficiente?

—También le asistía a nuestro señor Jesucristo y lo crucificaron —contesté mostrándome imprudente.

—Jesús no contaba con un ejército como el que tiene nuestra Santa Inquisición —rebatió airado fray Prudencio, señalando con la vista el medio centenar de lanceros que nos protegían.

Una mezcla de alivio y de espanto pareció invadirme en partes iguales, ya que si aquel ejército cierto era que nos ofrecía seguridad, no resultaba menos veraz que aquellas fuerzas serían insuficientes si como temía se producía un levantamiento, algo que tal y como estaban los ánimos no resultaba conveniente descartar.

—Relajaos, esta chusma que hoy nos insulta, pronto habrá de ensalzarnos.

—Con que no nos maten, me contento —contesté sin demasiado convencimiento.

—Esas voces no tardarán en silenciarse cuando Dios, con la ayuda del Santo Oficio, destierre el pecado de esta tierra impía y prenda las piras —añadió.

—Esperemos que en esta ocasión la fe se impondrá a la herejía a pesar de las dificultades por las que el proceso ha de pasar— añadió el notario.

—¿A qué dificultades os referís? —cuestioné al notario.

—La nobleza cordobesa se ha postulado en contra de fray Diego y ha menoscabado su autoridad.

—Nada habrán de conseguir, como supongo que sabréis tanto la iglesia como la corona nos respaldan— se reafirmó fray Prudencio.

—¡La nobleza! —Exclamé extrañado—creí que su presencia en la ciudad, era para asistir al espectáculo.

—Dios no permitirá que los herejes, se vuelvan a imponer, pues si grande y fuerte es su empeño, más lo es el de mi señor al que nuestra corona y nuestra Iglesia alienta y apoya sin fisuras — recalcó— tal es así que el brazo armado que nuestra Santa Orden se ha desplazado hasta aquí —argumentó fray Prudencio.

—No es solo la nobleza la que se postula en contra del proceso, también son las gentes. Nuestra presencia por lo que veo no agrada a nadie —dije.

—Dios no permitirá un levantamiento cuando es justa causa la que nos trae a esta ciudad impía y pecaminosa, que el buen hacer de la Inquisición, habrá de tornar a la senda del catolicismo — intervino Fray Prudencio.

—Dios lo quiera—deseó el notario.

—Dios lo quiera —repetí yo.

—En esta ocasión os garantizo que no se permitirá farsa alguna —habló de nuevo fray Prudencio.

—En que os basáis para tal afirmación. Los anteriores autos de fe se saldaron con centenares de herejes condenados —argumentó el notario en defensa de su buen hacer.

—Olvidáis algo, no todos los culpables pagaron por sus delitos. Os recuerdo que hubo quien saldó su deuda con Dios mediante el pago de alguna multa o incluso con el rezo de un par de avemarías —se lamentó fray Prudencio.

—El delito aunque merecía ser castigado, no lo era con la muerte.

—En esta ocasión, Dios lo quiera, espero y deseo que no suceda lo mismo.

—¿Por qué? —pregunté.

—Vos mismo lo comprobareis toda vez que, como yo, recibiréis las consignas adecuadas para que el buen hacer del Santo Oficio no quede en entredicho. Solo así cumpliremos con éxito la encomiable labor que Dios nos ha encargado.

Aquellas palabras dejaban patente lo que de antemano suponía. Poco importarían las declaraciones y descargas que en su defensa hicieran el centenar largo de reos que, encerrados en los calabozos, esperaban que se iniciara el proceso. La seguridad con la que fray Prudencio se expresaba me hizo temer que aquel proceso no fuese otra cosa que un sainete de apariencias toda vez que los reos habían sido sentenciados de antemano.

Me preguntaba qué podía hacer yo y la respuesta fue, nada.

Quedaba por delante un largo camino antes de participar en la quema de aquellos desgraciados, como así parecía que se hubiera acordado. Estos debían antes de expirar, sufrir el tormento, un tormento que imaginaba atroz y del que había oído hablar. Sabía bien que el mismo no acababa hasta que los reos confesaran una culpa la mayoría de las veces inventada para evitar el sufrimiento.

“ Es tanto el tormento que se les infringe que a muchos de ellos los he visto delatar a sus propios padres”, recuerdo que me dijera fray Cosme.

—Hay algo que desde que salimos de la Peña me he venido preguntando, fray Prudencio— quise saber a pesar de mi debilidad.

—Si está en mi mano la respuesta, vos diréis.

—¿Por qué yo?

—No parecéis muy contento por haber sido elegido. ¿Hubierais preferido tal vez no estar aquí?

—No sabría deciros. Me preocupa no estar a la altura de lo que de mí se espera —mentí.

—Lo estaréis. En vuestro haber hay méritos suficientes para merecer tal honor.

—¿Está entre esos méritos haber nacido en esta ciudad?

—Espero que eso no suponga un inconveniente.

—Ni tampoco el acicate por el que el inquisidor ha tenido a bien favorecerme— dije irónico.

La mueca de desagrado que vi en el rostro de fray Prudencio al escuchar mi réplica me hizo intuir que era esta y no otra la verdadera razón por la que el inquisidor lo mandara reclutarme. Sin duda había pecado de imprudente, pero no me arrepentí. Supe por fin que mi elección no había sido casual y que tras aquella decisión había alguna razón de peso, que si bien desconocía, me propuse averiguar.

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