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"La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo", por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO
sábado 19 de junio de 2021, 11:22h
'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO
'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO
Aunque la mayor parte de los estudios realizados sobre la asistencia sanitaria naval se han centrado a épocas recientes, sabemos que la presencia de médicos embarcados era habitual en el mundo antiguo. El hecho de que uno de los barcos que participaron en la guerra del Peloponeso se llamara Terapia nos hace pensar que era un buque hospital que atendía a los marinos y soldados heridos. Los romanos contaban con un médico en cada trirreme.
'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO
'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO
'La cuestión sanitaria en el viaje de la primera vuelta al mundo', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y SIN EMBARGO ES REDONDA, MAGALLANES Y LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

También dictaminaron los romanos una serie de normas de higiene, como bañarse dos veces al día o la utilización de vestidos de lana para preservarse de la humedad. Los antiguos fenicios echaban monedas de cobre en los odres de los barcos para que el agua de beber tardara en pudrirse. No tenían explicación científica, pero la experiencia se lo había demostrado. Quizás de ahí ha quedado la costumbre de tirar monedas en las fuentes monumentales famosas. En las “Ordenations sobre lo feyt de la mar” redactadas en 1354 aparece el testimonio fehaciente de la presencia de médicos y cirujanos para atender a los enfermos y heridos en las escuadras que mandaban los reyes de la Corona de Aragón cuando su expansión por el Mediterráneo.

Barberos y cirujanos

A partir de los Reyes Católicos disponemos de datos precisos sobre las características de la organización sanitaria en las escuadras. En la dotación de los barcos de la carrera de Indias encontramos barberos, cirujanos e, incluso, boticarios. Su orden jerárquico era: barbero, cirujano, boticario, cirujano mayor y protomédico. El barbero era el que tenía el nivel más bajo de la organización sanitaria. Su misión fundamental, además de rapar a navaja el pelo y las barbas de los marinos y sacar muelas y dientes, era encargarse de la terapia y cuidado de los enfermos. La frontera entre barbero y cirujano era, a veces, muy tenue, ya que, ante la imposibilidad de evacuar a enfermos o heridos, requería que los barberos tuvieran conocimientos de cirugía, como amputar con torniquete miembros heridos o congelados, sajar, sangrar, aplicar ventosas y sanguijuelas, cauterizar las hemorragias con aceite hirviendo. Por eso iban provistos de vendas, estopa, navajas, tijeras, peines, bacines y bacías, jeringas y jeringuillas para lavativas, ventosas, lancetas y sajadores para sangrar, verduguillos, pinzas.

Una de las misiones que tenía encomendada la Casa de Contratación de Sevilla fue establecer un control sanitario sobre los candidatos a embarcarse para evitar cualquier contagio. Por ello no pudo embarcar en la escuadra de Magallanes el grumete Pedro Besozabal al estar enfermo de sífilis. También eran rechazados los díscolos y camorristas que podrían desbaratar cualquier empresa. Por los alborotos y broncas que habían protagonizado no se les permitió ingresar en la armada de Magallanes a Martín Mezquita y Pedro de Abreu, parientes del Almirante.

Los barcos carecían de cualquier tipo de confort

Hemos de tener en cuenta que las embarcaciones que se utilizaban carecían de cualquier tipo de confort. Uno o dos pequeños camarotes para el capitán y algún otro oficial. El resto de la tripulación, incluidos los pasajeros, viajaban en cubierta, acomodándose donde podían, teniendo en cuenta que el espacio libre era muy reducido, menos de cien metros cuadrados para, a veces, casi un centenar de personas. Con buen tiempo se dormía a la intemperie, pero con frío y lluvia, se refugiaban como podían en las proximidades del “castillo” y del “alcázar”, porque alojarse en la sentina o protegerse en ella durante los temporales era casi inimaginable, ya que no había forma de soportar el olor, la humedad y el agobio que producía. También compartían la cubierta del barco los pertrechos de la tripulación, consistentes en un baúl de unas dimensiones determinadas para oficiales, uno por cada dos miembros de la tripulación y uno por cada tres grumetes, pajes y personas de inferior rango. Para dormir disponían de una especie de “saco de dormir”, el cual en caso de muerte se empleaba para amortajarlo y lanzarlo al mar. Al amanecer, todas las personas del barco tenían que recoger su “saco de dormir” y apilar el baúl en un lugar determinado, teniendo bien cuidado que la mala mar no los echara por la borda.

Durante días, incluso semanas, vivían con una lluvia constante, con golpes de mar que casi inundaban las naves, con una ropa de insuficiente abrigo, permanentemente mojada, mal alimentados y sin poder guarecerse en un lugar seco. Golpes, contusiones y heridas podían ocasionarles las maniobras marineras y, al no existir remedios, simplemente debían aguantar como pudieran hasta que se les pasara el dolor. Aunque tuvieran fiebre, tenían que seguir bregando y si las fuerzas les vencían, lo único que podía hacer era protegerse debajo del alcázar o del castillo y que los dejaran allí para curarse por milagro divino o para morir tranquilo.

La higiene en los barcos dejaba mucho que desear y habían de convivir con enjambres de cucarachas y batallones de ratas y ratones. Con respecto a las letrinas, excepto para el capitán del buque y personas que dispusieran de un habitáculo, el orinar y el defecar lo hacían a la vista de todos, poniéndose en unos dispositivos horadados sobre unas tablas voladas a derecha e izquierda del buque con unos cabos de sujeción en la proa o popa del barco (según el viento), en donde el individuo se bajaba los pantalones y a la vista de todos hacia sus necesidades, agarrándose a los cabos para no caer al agua. De limpiarse con papel higiénico, ni soñarlo, sino que todo quedaba entre la ropa y el cuerpo, ropa que permanecía meses sobre la piel del hombre de mar.

La higiene se basaba en recoger agua de mar y lavarse la cara y las manos. El jabón era un objeto de lujo. Si el mar se encontraba en calma, cosa muy rara, la “persona que se consideraba limpia”, se daba un baño de mar, sujetándose a un cabo, por supuesto como Dios lo trajo al mundo. Si al hacinamiento unimos el calor de las navegaciones tropicales y la suciedad, habitual de las costumbres de la época, como la falta de agua dulce con la que lavarse, tendremos completo un cuadro que no dudaríamos en pintar como pavoroso. Se llegaba a decir que los barcos de Su Majestad antes se olían que se veían. Entrar o pasar cerca de un barco que había hecho una larga travesía, era sentir el hedor que despedía en muchas millas a la redonda.

La comida y la bebida

La distribución de la comida estaba a cargo del “despensero”. El reparto de las raciones se hacía diariamente. Se intentaba que hubiera un cierto equilibrio en cada ración, pero al desaparecer en las primeras semanas las verduras y la fruta, ese equilibro se iba al garete. Capitán, maestre, piloto y escribano solían comer juntos en una mesa. Los demás encendían sus fogones para guisar sus comidas; lo hacían al mismo tiempo para evitar riesgos. Cuando había mar gruesa y peligro que se produjera un incendio por el movimiento del buque, la cocina no se encendía, comiéndose las viandas tal como estaban. Y repartidos por cubierta engullían carne quemada que no asada, dura de mascar, salada a rabiar y acompañada de bizcocho tapizado de telarañas, negro, agusanado, duro y mordisqueado por las ratas.

El agua era también una fuente de problemas para la sanidad a bordo, causante de gastroenteritis de la más variada etiología. El agua era el gran problema de las navegaciones prolongadas. Por ello, tanto el agua como el vino eran controlados por el “alguacil” con un estricto racionamiento. En los barcos el agua se almacenaba en botas de madera, la de mayor volumen eran los toneles (de ahí viene el concepto de tonelada) y las pipas, más pequeñas. El agua se llevaba al barco en una especie de cántaro de forma casi esférica dentro de un serón de esparto con asas para cargarlo con facilidad en los botes.

El agua en toneles de madera no llegaba a un mes sin que se pudriera, tornándose verde y viscosa y desprendía un olor nauseabundo, teniéndose que tapar la nariz para poder beberla. Las ratas solían roer el yeso de la tapadera de los botijos de agua y muchas caían dentro ahogándose. Otras lo hacían por abajo y el agua se escapaba por los agujeros que hacían.

Las enfermedades era moneda corriente

Vistas las condiciones higiénicas y de acomodo era moneda corriente las enfermedades, las hemorragias, las diarreas, convulsiones, tifus (o fiebre de los barcos) por contaminación del agua almacenada, gripes, sarampiones, viruela, sífilis, escorbuto. Una de las enfermedades más frecuentes era el “tabardillo” transmitido por el piojo de los vestidos. Su aparición era más frecuente en épocas frías y sus tasas de mortalidad muy altas. También se producían epidemias de “fiebre amarilla”, el temido “vómito negro”, que podía llevarse por delante a mucha gente. El “escorbuto” fue una de las grandes lacras en la navegación transoceánica. Esta enfermedad se produce por una carencia de la vitamina “C”, pero ello no se conocía en la época de los descubrimientos, considerándose que era debido a una infección provocada por la mala higiene del barco. El escorbuto o muerte negra provocaba en los enfermos una lenta agonía, los primeros síntomas eran la fatiga, dolores musculares, inflamación y sangrado de encías, pérdida de piezas dentales, caída del cabello, fiebre, convulsiones y finalmente la muerte. Era una enfermedad de las grandes travesías, aunque en los países nórdicos y en sus largos inviernos era crónica. Se solían curar cuando alcanzaban tierra y comían alimentos frescos. Cuando aparecía a bordo una epidemia –viruela, sarampión, tifus, etcétera- la situación se tornaba insostenible por dos causas: una, porque su contagio al resto del pasaje era casi inevitable, y otra, porque no había medios para controlarla. Otro aspecto sanitario digno de mención eran las alteraciones de personalidad debido a las largas permanencias en el mar, causa de continuas peleas. Las enfermedades, la continencia sexual y la propia convivencia en lugares estrechos y malolientes, conformaban las constantes de la vida de los marineros.

Las expediciones que organizaron los portugueses, y posteriormente otras nacionalidades europeas, no fueron extremadamente duras y peligrosas en comparación con las que emprendió el reino de Castilla. Los portugueses avanzaron poco a poco por la costa africana creando factorías, de tal manera que cuando viajaban a las Indias Orientales llevaban cartas de marear que les señala las corrientes, los vientos, los escollos y no estaban más de medio mes sin tocar tierra para reponerse y repostar comida, agua fresca, leña, repuestos y cuanto les fuera necesario. Como sabemos Cristóbal Colom se lanzó a cruzar el Atlántico pensando en llegar a las costas de Asia aproximadamente en un mes, pero tropezó con un Mundo Nuevo, lo que condicionaría los viajes que en lo sucesivo se hicieran teniendo que atravesar el océano sin poder establecer escalas intermedias, a excepción de las islas Canarias. Aunque la expedición por antonomasia para analizar las condiciones inhumanas en que se vieron sometidos los tripulantes fue la que organizó para dos años Magallanes, que luego se prolongaría hasta tres al tener que terminar dando la vuelta al mundo.

Nunca se había previsto un viaje de tanta duración

En la nao capitana de la escuadra de Magallanes, La Trinidad, iban la máxima autoridad sanitaria, el cirujano Juan de Morales, que murió de enfermedad el 25 de septiembre de 1522 y el barbero Marcos de Bayos, que también falleció unos días antes cuando la Trinidad intentó regresar por el Pacífico norte. En la San Antonio fue el barbero Pedro Olabarrieta que, al desertar su nao, regresa a Sevilla en mayo de 1521. En la Concepción fue el barbero Hernando de Bustamante, que fue uno de los dieciocho que regresaron a Sevilla, o sea, el primer profesional sanitario que dio la vuelta al mundo. En la Victoria y la Santiago no hubo barbero, porque no era muy atractivo enrolarse en un viaje de dos años. El material de botica, medicinas, ungüentos, aceites y aguas destiladas se embarcaron en la Trinidad y costaron 13.027 maravedíes. Se suministró a los barberos un almirez con su mazo para las cosas de botica y dos muelas y un modejón.

El escorbuto

Magallanes, que salió creyendo saber donde estaba el paso al mar que descubrió Vasco Núñez de Balboa, tuvo que arrostrar los rigores del invierno austral en la Patagonia al no dar con la dichosa travesía. Y cuando llegó al Mar del Sur otro error de cálculo (como el de Colom) le hizo creer más reducida la extensión a este océano que la del Atlántico y, pensando que lo atravesarían en dos o tres semanas, estuvieron más de tres meses sin poder pisar tierra para avituallarse y hacer aguada. Sólo encuentran en la inmensidad oceánica dos atolones donde no pueden recalar. Se abastecen de agua cuando llueve, pero no pueden conseguir alimentos frescos y sólo comen, en vez de bizcocho una mazamorra florecida. El primer fallecimiento se produce un mes tras la salida del estrecho y las muertes por escorbuto se van sucediendo de manera progresiva. Ginés de Mafra nos habla de una enfermedad relacionada con la alimentación y que provoca hinchazón de encías: “Por aquí navegamos al Poniente derechos y consumimos tres meses en esta navegación. En este tiempo los bastimentos, parte por gastados y parte corrompidos, se disminuían, y en toda la gente había enfermedades, especialmente que con la viscosidad de las malas comidas se les hinchaban las encías tanto que les impedía el comer, y se morían, lo cual visto por la gente tenían cuidado de con orines y con agua de la mar lavárselas y tenerlas limpias, lo cual fue especial remedio para aquel mal.”

Pigafetta habla de las penalidades que padecen por la falta de alimentos y, como Mafra, de una enfermedad que inflama las encías, además de dolores en las extremidades: “Dejamos el estrecho para entrar en el mar Pacífico (que en verdad es bien pacífico porque durante este tiempo no hubo tempestades). Durante tres meses y veinte días no pudimos conseguir alimentos frescos. Comíamos bizcocho a puñados, aunque no se puede decir que lo fuera porque era sólo polvo mezclado con gusanos que se habían comido lo mejor y lo que quedaba apestaba a orines de rata. Bebíamos agua amarilla, pútrida desde hacía tiempo, y comíamos las pieles de buey que están sobre el palo mayor… las sumergíamos durante cuatro o cinco días en el mar y luego las poníamos un rato sobre las brasas y nos las comíamos. Muchas veces tuvimos que comer el serrín de las maderas. Las ratas se vendían a medio ducado cada una y había poquísimas. Pero la mayor desgracia de todas fue que a algunos hombres se les inflamaron las encías de tal modo que no podían comer y se morían. A causa de esta enfermedad murieron diecinueve hombres de los nuestros, el gigante y un indígena de la tierra de Verzín. Veinticinco o treinta hombres padecieron dolores en los brazos, en las piernas o en otros lugares, de modo que pocos quedaron sanos”.

Y, una vez que alcanzaron la meta de llegar a las islas de la especería, se cometió la temeridad de regresar a casa desde el otro lado de la Tierra con una sola nao de poco tonelaje y ya medio podrida por la ruta de los portugueses, dando grandes rodeos para no ser avistados por ellos y prescindiendo de cualquier abastecimiento. Todas las reses adquiridas en la isla de Timor tuvieron que ser sacrificadas al agotarse el forraje que las alimentaba. Las carnes se pudrieron al no poder salarlas por falta de sal. Y el olor penetrante e inaguantable de la carne putrefacta provoca continuos vómitos. Aunque se tiró la carne putrefacta al mar el hedor de sepulcro permanece durante muchos días por entre los intersticios de la madera. Como los frutos se consumieron o se pudrieron la alimentación es aburrida y triste: un puñado de arroz y agua corrompida. Hace que se enseñoree de la Victoria la terrible enfermedad que padecieron en el Pacífico: el escorbuto. Ya son varios los que presentan sus temidos síntomas: hemorragias, trastornos gastrointestinales y caquexia progresiva. O sea la nao Victoria atravesó de un tirón todo el océano Índico, cruzó el peligroso Cabo de Buena Esperanza para tornar por la costa africana. Hubo de hacer escala en las portuguesas islas de Cabo Verde por llevar días enteros de inanición total.

Y los que se quedaron en Tidore para reparar la nao Trinidad intentaron tornar por el Pacífico norte muriendo tres cuartas partes de la tripulación sin poder conseguirlo. Ginés de Mafra nos ha dejado un testimonio muy elocuente: “En esta altura se encomenzó a morir la gente, y abriendo uno para ver de qué morían, halláronle todo el cuerpo que parecía que todas las venas se le habían abierto, y toda la sangre se le había derramado por el cuerpo, por lo cual de ahí adelante al que adolecía sangrábanle pensando que la sangre le ahogaba y también moría, dejábanlo de sangrar y no escapaba; así que el que una vez enfermaba, como cosa sin remedio no le curaban. Algunos querían decir que esto era ponzoña echada por parte de los indios de Ternate en cierto pozo donde hicieron el aguado para el camino”.

Y al retornar a las islas de la especería cayeron en manos de los portugueses. Después de cinco años de cautiverio solo cuatro regresaron a casa.

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