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TIEMPO Y HÉROES, por José Biedma López

 Ulises y Calipso, 1883. Arnold Böcklin.
Ulises y Calipso, 1883. Arnold Böcklin.
martes 13 de abril de 2021, 11:30h
TIEMPO Y HÉROES, por José Biedma López

Ilya Prigogine, Nobel de Química en 1977, filosofó explicando que el problema de qué sea la realidad es indisociable del problema del tiempo, esa flecha irreversible, ese río en cuya corriente nos precipitamos y existimos, como una piedra en su caída ganando velocidad.

Aquiles, el protagonista colérico de la Ilíada parte hacia Troya en busca de la eternidad en forma de gloria épica. Le toca perder la vida para que su gesta sea intemporal y recordada siempre. El astuto Ulises, pródigo en engaños, protagonista de la Odisea, representa el contrapunto dialéctico. Puede elegir entre la eterna juventud e inmortalidad que le promete su amante, la maga Calipso, o el regreso a la humanidad junto a Penélope, su esposa, y Telémaco, su hijo, o sea puede optar por envejecer junto a sus seres queridos y morir. Todavía nos sorprende que elija el tiempo, la dimensión propiamente humana, en lugar de la eterna juventud, que acoja y acepte el destino humano, en lugar del aburrimiento divino.

No todos los héroes mueren jóvenes. Podemos considerar al ateniense Sócrates el héroe de la Filosofía y a Hipatía de Alejandría su heroína, hasta podríamos considerarlos mártires de la causa universal de la Razón, igual que los mártires cristianos son los héroes históricos de la Fe. Según Savater, el héroe tiene por misión demostrar la eficacia de la virtud, de ese esfuerzo por ser mejor y alcanzar la excelencia, pero, como sostiene mi amigo Francisco J. Fernández (Licofrán) en la trigésimo séptima lección de su diario de clase, el héroe es, además, una especie de monstruo, resultado del cruce entre lo mortal y lo divino: un semidiós.

Licofrán (Licofrón, 2021) contrasta la figura del héroe con la figura del funcionario. Un héroe es lo contrario de un funcionario. Cervantes escribió el Quijote en el ocaso de la Edad de los héroes caballerescos cuando alboreaba el día del Estado moderno, que no funciona como se cree gracias a los políticos que lo gobiernan y desgobiernan, sino, al menos algunas veces, a pesar de ellos. El Estado moderno funciona –como su nombre indica- gracias a un extenso, intenso y jerarquizado cuerpo de funcionarios. “Y tú, ¿qué quieres ser cuando seas mayor, Jonatán del niño Jesús? –Yo, señorita, quiero ser funcionario. –Pero no de prisiones, ¿verdad? –No, señorita, de prisiones, no, de los que desayunan de diez a once, con sueldo seguro, puentes festivos y un mes de vacaciones”.

En la sociedad actual, el único que tiene el puesto de trabajo y a veces hasta la residencia asegurada es el funcionario, que es el contrapunto dialéctico del héroe. Un héroe, como escribe Licofrán- es un aventurero, sale por ahí a escaramuzar, a lidiar con lo que venga, a pelear con los malvados, ad venturam. El funcionario cuenta las horas y sabe dónde y con quien duerme, obedece leyes y a sus superiores, aunque sus “superiores” sean intelectualmente inferiores, politicastros sin oposición, campeones de la inepcia. Hace lo que le mandan o está mandado, aunque sea banalmente horroroso, como el Eichmann de Hannah Arendt: “Que se manda fumigar hebreos; ¡pues a la orden!”. La obsesión del funcionario ideal es evitar el desorden; mientras que el héroe “gestiona el azar y la suerte”.

Sin embargo, hemos de recordar que también existe la figura –algunos dirán que monstruosa- del funcionario heroico que denuncia al político corrupto y –de entrada- le abren expediente o pierde el empleo por valiente o sufre amenazas de muerte. Casos recientes se han visto.

Ortega y Gasset desarrolló una “moral del héroe” que exige veracidad, no porque uno se crea vivir en lo cierto, sino porque a salvo del riesgo del fanatismo y la obstinación se mantiene peregrino, itinerante, abierto al otro, a la perspectiva diversa y siempre dispuesto a corregir y mejorar la posición propia.

El héroe exige de sí mismo mantenerse en comunicación, salvando la mala fe, la falsa conciencia y el dogmatismo. Esta autenticidad de la conciencia heroica se opone por un lado a la devoción a la norma (formalismo kantiano) y también se opone al culto a su eficacia (utilitarismo). La fama heroica es para Ortega afán de comprensión unida al impulso erótico y al descubrimiento del yo.

En segundo lugar, una vida heroica es una vida original, la del que construye su personalidad fiel a sí mismo y sin importarle demasiado el qué-dirán. “Ser héroe consiste en ser uno mismo” (Meditaciones del Quijote). Inevitablemente, la liberación respecto a la presión social y la opinión pública significa soledad, no aislamiento, sino soledad elegida y la capacidad de soportarla para singularizarse. Esta es la marca del creador, del inventor que rumia problemas extraños, piensa al margen de la actualidad e inventa futuros o recupera memorias valiosas y olvidadas. La soledad forjada con buen gusto es el precio de la independencia.

Para el creador, los valores, que también son inventos, actúan como ilusiones y excitantes psíquicos. No existe un deber heroico en general, abstracto y transcendente como pretendía Kant, sino que cada cual debe ingeniarse el suyo, inalienable y exclusivo. Esta es su vocación, un programa personal de acción vital para colmar las disposiciones y aptitudes de la humanidad. Ortega ve en el espíritu deportivo el análogo del valor antiguo del guerrero heroico, con su ethos de entusiasmo y ansia de logro. La ética aquí se confunde con la estética y el comportamiento bueno con el elegante. Es magnánimo el héroe que no se conforma con la obra ya hecha ni con la marca alcanzada y aspira a metas más altas.

Por último, lo que cuenta para Ortega no es la victoria, sino el esfuerzo deportivo, la faena bien hecha que nos absorbe como el “elemento” (Ken Robinson) en que nos realizamos. Pedro Cerezo vio en la imagen de “la hora llena”, de añejo sabor senequista, la mejor expresión de este heroico ideal orteguiano.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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