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Adán pone nombre a los animales. Grabado francés del siglo XVIII.
Adán pone nombre a los animales. Grabado francés del siglo XVIII.

LA MAGIA DE LOS NOMBRES, por José Biedma López

LA MAGIA DE LOS NOMBRES, por José Biedma López
En el primer libro del Pentateuco la palabra de Dios es creadora. En el tercer versículo del Génesis se lee: “Dios dijo: ‘Haya luz’, y hubo luz”. San Juan en su Evangelio de la Luz va más allá y, seguramente influido por la doctrina de Heráclito el efesio, afirma en el primer versículo de su prólogo que “En el principio existía aquel que es la Palabra (Lógos) y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios”.

Adán parece compartir este divino poder de su Creador: “El Señor Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver como los llamaba, ya que el nombre que él les diera, ese sería su nombre” (Génesis 2, 19). En 1985 Ursula K. Leguin, genial escritora de ciencia ficción, publicó un cuento (She Unnames Them) en el que la hembra primordial del género humano se empodera deshaciendo los nombres dados por el varón o por Yavé a los animales. En cualquier caso, resulta extraño que se diga que Adán impone nombre “a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo; pero para sí mismo no encontró una ayuda apropiada” (Gén. 2, 20). Es decir, que no supo darse nombre a sí mismo. Inmediatamente hace surgir Yavé a la mujer de su costilla, ¿no será ella la que le dé nombre y cree por tanto al varón varonil? ¿No demuestra esto que los nombres dependen de la interacción simbólica y de la comunicación social? En efecto, nacemos como personas de la interrelación significativa con los demás, porque para nosotros vivir es convivir, mirarse y remirarse, tal vez también por eso llamó Platón al hombre “el remirado”.

Se ha dicho con razón que la cultura occidental es una cultura del “Lógos”, palabra griega que no solamente significa palabra, sino también connota discurso, razón y ley. La concepción semítica de los nombres ha pesado mucho en nuestra tradición hispánica. Subyace en la famosa teoría medieval, abrazada por la mística sufí y por Ramón Llull (autor de Els cent noms de Deu). Según el lógico y místico mallorquín los nombres son definiciones abreviadas de las cosas y personas a las que designan, por lo que nombrar a alguien con propiedad equivale a definirlo y, consecuentemente, a comprenderlo. Hoy sentimos que las relaciones humanas entran en crisis desde el momento en que las personas no se atreven a usar el nombre propio, sino que se alejan, extrañan y despersonalizan la relación con el genérico: “tronco/a”, “tío/a”, “colega”, “chochín”, “cari”, etc.

Según el mito de la Mesa de Salomón, hace casi tres mil años el sabio rey de Israel dejó escrito en una tabla o espejo la fórmula de la Creación y el verdadero nombre de Dios, el Shem ha-meforash que no puede escribirse jamás y sólo debe pronunciarse para provocar el acto creativo. Por eso Salomón según la Cábala no escribió el verdadero nombre de Dios directamente; sólo anotó las pistas para que se pueda deducir, a modo de jeroglífico en su famosa mesa. El día que sea encontrada la Tabla de Salomón, el evento anunciará la proximidad del fin del mundo. Algunas crónicas de Al-Ándalus sitúan la Mesa de Salomón en el tesoro godo de Toledo.

Cuando Perceval llevaba cinco años sin acordarse de Dios, atormentado por la culpa, se entrevistó con su tío El Ermitaño y este le confió al oído una oración secreta en que se mencionaban varios de los nombres más sublimes de Nuestro Señor, “que boca de hombre no debe pronunciar sino en trance de muerte”. Cuando el ermitaño le hubo enseñado bien la oración, le prohibió que los pronunciara bajo ningún pretexto, salvo en gran peligro (Chrétien de Troyes, Perceval o El Cuento del Grial, fines del s. XII). En las novelas de caballerías, los héroes cristianos ocultan su verdadero nombre por temor a que su conocimiento favorezca las malas intenciones de sus enemigos. Perceval mismo (al que Wagner llamará Parsifal), como Adán, no descubre su verdadero nombre sino avanzada su biografía, por una especie de iluminación, hasta entonces no es más que un joven y salvaje galés, inconsciente de sí.

Nuestro Fray Luis de León (1527-1591), descendiente de judíos conversos, escribe Los nombres de Cristo apoyándose en una tradición que desde Ibn Arabi corría como tópica en el sufismo hispano-musulmán y que Llull divulgó entre los teólogos españoles. Fray Luis desarrolla el mismo concepto afirmando que mediante el conocimiento de los nombres incorporamos de algún modo a nosotros mismos aquello a que referimos. Puede ser, como dice Rousselot (opinión recogida por Cristóbal Cuevas), que Fray Luis conociese la doctrina de los nombres a través de los escritos de dos judíos españoles profundamente islamizados: Ibn Gabirol (1021-1057?), latinizado Avicebrón, y Maimónides (1138-1204).

Creo recordar un largo pasaje de Proust en el que este reflexiona en A la busca del tiempo perdido sobre el sentido misterioso con que los nombres revelan el valor de los lugares y cosas. Juan Ramón subraya en uno de sus poemas la superior supervivencia de los nombres: “Del amor y las rosas / no ha de quedar sino los nombres. / ¡Creemos los nombres!”. En Eternidades (1918), el poeta onubense resume el viejo problema filosófico de la relación entre Lenguaje y Realidad con una invocación: “¡Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! /… Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente. / Que por mi vayan todos / los que no las conocen, a las cosas; / que por mi vayan todos / los mismos que las aman, a las cosas… / ¡Inteligencia, dame / el nombre exacto, y tuyo, / y suyo, y mío, de las cosas!”.

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