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LUCRECIO Y LA LIBERTAD, por José Biedma López

Portada de una edición francesa de lujo (1768): De rerum natura, de Tito Lucrecio Caro.
Portada de una edición francesa de lujo (1768): De rerum natura, de Tito Lucrecio Caro.
LUCRECIO Y LA LIBERTAD, por José Biedma López

Tito Lucrecio Caro (91-51 a. C.) es sin duda el discípulo latino más famoso del griego Epicuro de Samos (341-270 a. C.). Lucrecio recoge y expresa las doctrinas principales de la escuela epicúrea en su extraordinario poema De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas). Su propósito es librar al ser humano del temor de los dioses y del miedo a la muerte y ofrecerle así una guía para la paz del alma.

El criterio básico de verdad para los epicúreos es la percepción, que incluye las representaciones imaginativas. Sólo la percepción sensible nos proporciona evidencia. Armado con tal criterio, Lucrecio ataca las supersticiones, a las que eran tan dados los romanos, y niega la inmortalidad del alma. Ningún premio ni castigo nos espera después de la vida, porque nada puede sufrir ni gozar quien deja de existir. La justicia tiene aquí, en este mundo, su propia recompensa porque el hombre justo es el más libre de inquietudes.

Como Epicuro, Lucrecio escoge la teoría física de Demócrito, un materialismo que reduce todo al movimiento mecánico de los átomos indivisibles e infinitos en el vacío. Sólo existen átomos y vacío. Pero para salvar la libertad, tanto Epicuro como Lucrecio introdujeron un movimiento espontáneo de los átomos en sentido oblicuo, una desviación por la que se apartan de la línea recta de su perpetuo descender. De este modo, los átomos colisionaron y de esta colisión resultaron los movimientos rotatorios de que se formaron los innumerables mundos, separados unos de otros por espacios vacíos o intermundia, intermundos en que habitan los dioses, bellísimos, felicísimos, pero tan ensimismados en su perfección que para nada se ocupan de nosotros, de modo que es tonto temerles e inútil creer que podemos ganarnos su favor mediante sacrificios. La verdadera piedad consiste para Lucrecio en el pensamiento justo.

La ética epicúrea de Lucrecio es hedonista. El placer es el verdadero fin de la vida, pero se trata de un hedonismo refinado, racionalizado. Todo placer es bueno por su propia naturaleza, pero de aquí no se sigue que todo placer sea digno de elección. Todo dolor es un mal, pero de aquí no se sigue que todo dolor haya de evitarse, pues hay sacrificios que “merecen la pena” porque de ellos se sigue un placer superior. Al contrario que los cirenaicos, filósofos vividores que buscaban placeres efectivos, Epicuro tenía un concepto negativo del placer, el placer no es sino ausencia de dolor, sobre todo de dolor moral. Para Epicuro una vida feliz es una vida sencilla, tranquila, libre de dolores. Por consiguiente, lo importante no es conseguir placeres intensos y momentáneos en bacanales y orgías, sino satisfacciones duraderas, placeres que salvaguarden la salud del cuerpo y la tranquilidad del alma. Los epicúreos como Lucrecio dan gran importancia a los placeres intelectuales, proporcionados por el estudio, el arte y el conocimiento, y al cultivo de la amistad. De modo que la ética epicúrea exige, como la de Sócrates, templanza, mesura, es decir cálculo racional de los placeres. Tal moral no nos lleva al libertinaje, sino a un ascetismo moderado, que prima el autocontrol y la independencia, es decir, la libertad.

No obstante, no deja de ser sorprendente que un materialista como Lucrecio (91- 51 a. C.) sostenga el indeterminismo, o sea, la existencia real del libre albedrío y lo haga tan claramente, con tal contundencia en el libro segundo de su De rerum natura (251ss.), sobre todo teniendo en cuanta que para Lucrecio el alma humana también está compuesta de átomos (lisos y redondos, para más señas), aunque a diferencia de los demás animales, posee una parte racional, siendo así que la parte irracional está difundida por todo el cuerpo. Al morir, los átomos del alma se separan y ya no puede haber más percepciones. La muerte es la privación de la percepción.

Acepta el romano que todos los movimientos naturales se encadenan y cada episodio nuevo es efecto del anterior, según un orden seguro. No obstante, si no hay nada que rompa las necesarias leyes de la causalidad…, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad de que gozan los vivientes?, ¿de dónde esta voluntad arrancada al Destino?, ¿cómo es que nos movemos a donde nuestro antojo nos lleva y que somos versátiles variando nuestros movimientos sin que los determinen absolutamente ni el tiempo ni el lugar, siguiendo sólo el dictado de nuestra mente?

Sin duda -concluye el poeta-, es la voluntad de cada uno la que da principio a estos actos (nam dubio procul his rebus sua cuique voluntas principium dat). Como hemos dicho y al contrario que Demócrito, el atomismo de Lucrecio acepta la idea de un principio indeterminado en el movimiento de los elementos, un principio distinto del choque y la gravedad. De este modo se opone al fatalismo. Es evidente para Lucrecio que el principio del movimiento propiamente humano “nace del corazón”. Por “corazón” podemos entender hoy el complejo emocional que sin duda determina la intensidad y dirección de nuestros impulsos: miedo, vergüenza, apego, gozo, etc. Pero el libre albedrío tiene su origen en la voluntad del espíritu (initum motus a corde creari ex animique voluntate id procedere primum, II, 269s).

“Necesario es reconocer igualmente en los átomos (in seminibus), además de los choques y la gravedad otra causa motriz de la que proviene esta potestad innata en nosotros, ya que, como vemos, nada puede nacer de la nada. La gravedad impide, en efecto, que todo se haga por medio de choques, es decir, por una fuerza exterior. Pero lo que impide que la mente misma obedezca en todos sus actos a una necesidad interna, sea dominada por ésta y tenga que soportarla pasivamente, es la exigua declinación (clinamen) de los átomos, en un lugar impreciso y en tiempo no determinado” (II, 284ss).

Por supuesto, hay una conducta necesaria que la mente no controla del todo, como el parpadeo de los ojos o el funcionamiento del hígado, y cuando nos proyecta hacia adelante un empujón, una gran fuerza externa o una coacción violenta. No obstante y a pesar del peso objetivo de las circunstancias, “hay en nuestro pecho algo capaz de resistir y hacer frente” a las fuerzas exteriores e interiores. ¡Por eso es imprescindible reconocer en los átomos ese clinamen del que proviene esta potestad innata en nosotros (nobis innata potestas) a la que llamamos libertad!

Para tiempos críticos, como son los nuestros, el estoicismo es muy apropiado y tiene la ventaja de llevarse bien con una teodicea, con una justificación de Dios. Esto hizo verosímil durante siglos la creencia en una correspondencia epistolar entre Séneca y san Pablo (apócrifa) y explica la extraordinaria influencia del sabio estoico cordobés en la cultura cristiana. Además, el estoicismo admite también una teleología, un finalismo antropocéntrico que acepta una evolución hacia mejor, algo así como una ortogénesis o progreso histórico. En esto, los epicúreos son más ascetas que los estoicos, incluso más sacrificados teóricamente, pues para ellos el mundo es efecto amoral de causas mecánicas y no hay razón para postularle a la naturaleza ningún sentido final, ninguna culminación de los tiempos. Los males que afligen y afligirán la vida humana son, para los epicúreos como Lucrecio, irreconciliables con cualquier concepción de un universo regido por una divinidad benevolente.

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