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"El descenso del rio Vero", por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”

'El descenso del rio Vero', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”
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miércoles 20 de enero de 2021, 10:57h
'El descenso del rio Vero', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”
'El descenso del rio Vero', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”
Siguiendo el recurso de pensar en aventuras en plena naturaleza, ahora que nos encontramos enclaustrados por culpa del Covid19, para darnos ánimos me permito reescribir lo que expresé en mi libro “Atrapado bajo los escombros”.
'El descenso del rio Vero', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”
'El descenso del rio Vero', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Atrapados bajo los escombros”

“Me viene a la memoria una de las excursiones que he hecho que, por ser de las últimas, estaba más olvidada: el descenso del rio Vero hasta Alquezar. Y es una excursión cuya satisfacción no solo está en el camino, sino que pertenece también a la disposición del caminante.

Alquezar es un pueblo encantador, típico, rodeado de murallas medievales y con un castillo y una colegiata con todo el genuino sabor de su época románica. El románico es el que mejor ha sabido combinar la belleza austera con la auténtica naturaleza. Y eso es lo que se aprecia en Alquezar. Pero la juventud emigra de Alquezar, al igual que de tantos pueblos eminentemente rurales. Y los olivos y los viñedos quedan abandonados y los viejos se estremecen por igual cuando en la amanecida agoniza uno de ellos o aparece un nuevo derribo espontáneo.

Una vez en la sierra de Guara nos dimos a recorrer, con el espíritu del descubridor, aquellas entalladas gargantas, aquellos escarpados riscos, aquellos impresionantes cañones, aquellos insólitos rincones. La sierra de Guara con su amplio repertorio de barrancos, gargantas, cañones y foces, tan notables por su áspera y agreste fisonomía, donde las aguas de los ríos han cincelado formas que la más desbordante imaginación de los artistas no sabría superar, constituye uno de los parajes más interesantes e insólitos, que habría que ir a otro continente para encontrar algo semejante.

Tan cautivadora y auténtica belleza solo es conocida por franceses, que la descubrieron y disfrutan, y por algunos grupos minoritarios de espeleólogos y montañeros españoles. Y también por algún que otro amante de la Naturaleza como yo que, enterado de su existencia, fui a gozar de tan impresionante fenómeno natural. Y la peculiaridad, el interés arqueológico y etnográfico, el faunístico y vegetal de la sierra de Guara, confieso que se hicieron acreedores de mi más emocionante admiración.

En las abundantes cuevas, que la hoz de los ríos al hender en la tierra para descubrir capas más profundas han dejado en paredes casi inaccesibles, han aparecido pinturas rupestres del Paleolítico Superior, del llamado arte franco-cantábrico, con figuras de caballos, manos en negativo sobre fondo negro o rojo y temas geométricos. En el barranco de Villacantal se han encontrado, sin embargo, muestras del denominado arte levantino, de la época neolítica, donde se aprecian escenas de caza de ciervos con arqueros. También son abundantes los hallazgos de material lítico, restos de cerámica, adornos…, al igual que dólmenes, lo que denota las preferencias que el hombre de nuestra Prehistoria ya tenía por estas tierras.

El vuelo del buitre leonado

Inseparable de estos cielos y de estos abismos es el majestuoso vuelo del buitre leonado, que nidifica en los acantilados en abundantes colonias. También se suelen ver surcando los cielos azules alimoches, alguna que otra águila real, halcones, cernícalos, palomas bravías, cuervos y las escandalosas chovas. Asimismo revolotean por entre las cortadas de las moles rocosas enjambres de golondrinas y aviones roqueros. Y por entre los matorrales corretean jabalíes, zorros, liebres, conejos, perdices… Si por entre las piedras del monte bajo se esconde la temida víbora hocicuda, por las aguas de los ríos, marmitas o badinas, lo hace la inofensiva culebra de agua.

Aún era de noche cuando salimos de Barcelona y vimos el lento amanecer de un día radiante saliendo de Lérida. Nos alegró que fuera un día magnífico, pues una tormenta en las angosturas del cañón es sumamente peligrosa. No hay escapatoria por entre aquellas paredes verticales cuando la riada irrumpe súbitamente.

Dejando atrás Barbastro y las sedientas tierras del Somontano nos adentramos en la sierra de Guara. Pensé que quien nos lo había ponderado nos había engañado, pues se nos apareció un paisaje común, que asciende sin brusquedades y nada espectacular. Un terreno áspero y seco, donde se aprecia que el campesino ha de sudar duro para arrancarle su sustento. Olivares, almendros, pequeños campos de cereal y algunos viñedos, no muy cuidados ya que la emigración deja el campo sin trabajadores. La sierra de Guara se nos presentó como un impresionante paisaje desolado, donde aparecen las lomas y los cerros, a veces calcinados, a veces cubiertos de matorrales y algún que otro raquítico y degradado bosque de encinas o de robles o de pino mediterráneo de repoblación.

Sin embargo, al fondo aparece una espectacular cortada con el pueblo de Alquezar asomándose al abismo. Y pensamos, como nos habían prevenido, que la sierra de Guara es como la casa mora, nada espectacular por fuera, pero que oculta sus tesoros dentro. Hay que abandonar, pues, carreteras y cómodos observatorios, si queríamos adentrarnos en los escondidos santuarios labrados por el agua. Dejamos un coche en Alquezar, punto de llegada después de la travesía del cañón; y con otro fuimos a Lecina, que es donde principia el descenso por la cortadura del río Vero. Ese recorrido de Lecina a Alquezar, de unos doce kilómetros, lo haríamos en unas seis o siete horas, sin ir demasiada deprisa, ya que, según nos explicaron, el itinerario es demasiado bello para no saborearlo con tranquilidad. Lo que más me preocupaba era que teníamos que recorrer forzosamente muchos tramos a nado, y sospechábamos que el agua, encajonada y en varios trechos sin darle nada el sol, no estaría muy caliente. Además las madrugadas de septiembre ya son fresquitas. Por ello desde una semana antes me duchaba con agua fría y no me secaba para que el cuerpo fuera amoldándose. Es una jilipollez, pero bueno.

En el camping de Lecina, donde la hospitalidad denota no estar maleados aún por el turismo, almorzamos fuerte para estar en forma. Una suculenta paella nos esperaría en Alquezar para cuando llegáramos a media tarde. Y decidimos descender por el rio Vero donde empieza a encañonarse. Espectaculares murallas de duras calizas con agujas y obeliscos seriados, afiligranados escarpes y peines de crestas proporcionan una inquietante sensación de aislamiento, de soledad, de estar en un mundo aparte, que llega en cierto modo a intimidar. Pura y virgen va resurgiendo el agua de las entrañas de la tierra para ir alimentando el exiguo río, el cual se va ensanchando con la pretensión de ocupar todo el cauce. Aunque podemos ir por un sendero que corre a la orilla de la corriente, preferimos caminar por dentro del agua, a fin de que el cuerpo se fuera entonando para cuando no haya más remedio que zambullirse. El sol te acaricia y no da pereza chapotear, incluso cuando das unas cuantas brazadas en los remansos de alguna badina. Da gusto ir por el agua, cristal de espejo, tan transparente que se vería un alfiler que estuviera en el fondo.

Innumerables y profundas cuevas horadan las paredes

Viendo esas aguas tan mansas e inocentes, te entra la duda de si el río ahorma la roca o es la roca que al río hace molde. Pero ahí está su trabajo: la acción erosiva de esas aguas no se ha limitado a ahondar la vaguada, sino que también ha atacado las laderas, creando concavidades en las zonas más vulnerables de las orillas. Por ello cuando se eleva la vista a esos murallones, se ven llenos de detalles complicados, barrocos, minuciosos trabajos de lima y cincel. Lo que más llama la atención son las innumerables y profundas cuevas que horadan esas paredes y son de difícil acceso tanto desde arriba como desde el río. Algunas de esas cuevas son verdaderas pinacotecas de arte rupestre, como se está descubriendo desde no hace mucho tiempo. Con bastante dificultad escalamos a la cueva que llaman “De la fuente del trucho”, donde aparecen con gran naturalismo las siluetas en líneas rojas de caballos completos o con solo la cabeza y el cuello y también manos en negativo sobre fondo rojo y motivos geométricos de variada disposición. Efectuamos un rappel para bajar con más rapidez.

Por su margen derecha se le une al Vero un tremendo y sobrecogedor barranco. Y a partir de esta confluencia nos internamos por un tramo denominado “Los Oscuros”, que es más largo para el que lo atraviesa que lo que es en realidad. Si antes el río iba por un cauce ancho y tranquilo, ahora se ahíla y se esconde por un angosto pasadizo donde reina la penumbra. Los Oscuros se inician con tortuosos toboganes, sin cielo arriba, apenas un rayo sesgado de sol que, filtrado entre penachos de maleza, pinta colores con los ferruginosos murallones. Pero llega un momento que ni ese rayo de sol penetra, pues las aguas corren encajonadas entre paredes próximas y verticales y con bloques ciclópeos como techo. Menos mal que la transparencia de las aguas que no hacen tenebroso ese pasadizo.

Y no hay más remedio que dejarse llevar por las aguas turbulentas de los toboganes, para después bracear enérgicamente y así contrarrestar la fría sensación que te deja aterido. Las reacciones de cada cual en el agua son diversas, pero todas sonoras. De todas formas el ir bien calzado con dos pares de calcetines hace que no te enfríes tanto, y lo que es más importante, que no tengas calambres. A veces has de nadar de lado, y otras se ha de bucear porque el nivel del agua y el techo no te permiten sacar toda la cabeza.

Por fin la luz directa del sol se vislumbra más allá y braceas con vigor para alcanzar lo antes posible esas rocas recalentadas. Y no te das cuenta que te has metido en una ratonera, donde ya no puedes desertar, sino seguir adelante hasta el final. En esas rocas te tumbas para que el sol te entone, al paso que ves llegar a los compañeros rezagados tiritando de frío. Y a partir de ahora el agua es el principal elemento donde te tienes que debatir, pero ya no te impresiona tanto. Nadando por las tranquilas badinas se escuchan, a veces, las misteriosas resonancias del agua en el interior de cuencos y oquedades. Por los cambios de temperatura te apercibes que atraviesas profundas pozas o que afluyen resurgencias y anónimas fuentes. Infinidad de detalles retienen tu atención al dejarte llevar por las aguas: insólitas floraciones de humildes plantas asidas como broches a los peñascos o la aletargada quietud de los tritones en las estancadas aguas de minúsculas ollas o el rumor del viento soplando entre los tubos de órganos de los estrechos. A veces tienes que hacer equilibrios por entre los guijarros bañados de barro, pero hay ocasiones que no tienes más remedio que precipitarte con el agua por las cascadas para caer en el remanso de una marmita gigante, o has de bucear para salvar un sifón o trepar por entre las rocas cuando te tropiezas con un caos de grandes bloques e ir avanzando con arriesgados saltos entre ellos. La emoción y, en muchos casos, el miedo son los fieles compañeros de este viaje. Pero es una travesía seductora. Cuando te sumerges para poder cruzar por debajo de una gran roca que se te ha interpuesto, se vislumbras gradaciones de luz y color en el agua cristalina que compensa con creces el sacrificio.

Nadando en profundas aguas

Lo que más me impresionó de esta excursión fue cuando tuvimos que franquear lo que denominamos como el “wáter”. Nadando en profundas aguas entre bloques de peñascos seguimos el impulso de la corriente, cuando empujados por un rápido de agua nos internamos por un pasadizo de altas paredes. Agarrando vigorosamente los salientes para no caer en un sumidero por donde se precipitaba parte del agua, llegamos a un remanso en el que no había salida posible, pues enormes rocas de paredes lisas y extra plomadas nos cerraban el paso. ¿Qué hacer? Cuando llegó el que ya había hecho esta travesía otras veces dijo que la salida estaba en aquel agujero por donde en fuerte cascada se precipitaba el agua a un pozo oscuro. Y, ni corto ni perezoso, se dejó llevar como en un tobogán acuático y desapareció. Todos titubeábamos y nos aferrábamos con fuerza sin atrevernos a soltar las manos y dejarnos arrastrar por las aguas, que con insistencia nos empujaba por la espalda. Hasta que en una decisión heroica nos precipitábamos varios metros por ese profundo y oscuro pozo. Y cuando las aguas te subían a flote te encontrabas en una caverna con agua hasta casi el techo. Con vigoroso nado te diriges por donde las aguas vertían a una badina abierta y así superabas este trance.

Era el último gran obstáculo. A partir de ahora el agua suele almacenarse en pozas hasta pudrirse por no tener casi corriente. Pero un sendero te conduce por un valle cada vez menos angosto. Y al pasar por entre juncos y maleza oyes como las ranas se zambullen en las estancas y balsones. También algún culebrón se precipita al ser sorprendido en su pacífica siesta sobre los varaderos de arena. Algunos llegaron a ver el rápido nado de la nutria por entre la vegetación acuática. Oyes el grito chillón de alguna ave rapaz o el zureo de las palomas y al elevar la vista vuelves a embelesarte con los farallones y los gigantescos torreones de rojizo conglomerado. En los abrigos de esas paredes dicen que hay muestras de pintura rupestre de tipo levantino, pero mucha es el hambre y escasas las fuerzas para comprobarlo en ese momento. Y pasamos por debajo de un puente, probablemente romano, que une dos caminos hoy inexistentes. Sin embargo sirve para la admiración de los que osan transitar por este escondido y emocionante cañón del rio Vero.

La travesía termina donde las aguas son cautivadas en una presa. Una higuera, generosa, nos dio sus frutos, y gracias a ellos tuvimos suficientes arrestos para ascender durante cuarenta minutos por el escarpado sendero que nos llevó a Alquezar. Al ir por terreno abierto y despejado sientes como una sensación de libertad, pero, al mismo tiempo, de nostalgia por abandonar ese mundo subterráneo lleno de misterio y, también, de emociones. La fatiga de la cuesta y el sol inclemente hacer brotar el sudor y te parece mentira que poco antes estuvieran tiritando de frío. Pero lo que más me dominaba en aquel momento era el hambre que tenía. No me extraña que Esaú vendiera su derecho de primogenitura por un plato de lentejas, pensaba. Y tampoco nos pareció impropio que, mientras nos servían la paella, nos precipitáramos a los residuos de los platos de los que ya habían comido”.

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