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RISA Y MALAFOLLÁ, por José Biedma López

Sonrisa etrusca
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Sonrisa etrusca
RISA Y MALAFOLLÁ, por José Biedma López

La risa como el llanto es una de las más genuinas expresiones de humanidad. Acertó a representarla así Jean-Jacques Annaud en su magnífica película En busca del fuego (La Guerre du feu, 1981). Y es también la fascinación por el fuego, al que no tememos por instinto, otra propiedad de nuestra especie, efecto indudable de la asociación de nuestro progreso técnico con el uso de la llama y la combustión controlada de madera, carbón, petróleo…, que nos proporciona calor, luz, seguridad, energía…

El resto de animales también siente dolor y placer aunque, como dejó escrito Sabuco, sólo el hombre tiene “dolor entendido”. Yo le ruego a la enfermera que no me diga cuándo va a pincharme. Nomiro, prefiero no saberlo; la conciencia de que vamos a sufrir o de que estamos sufriendo multiplica el daño, lo amplía a su previsión, por eso la verdadera pena máxima no es la ejecución, sino el corredor de la muerte.

Se puede asegurar que el humor hilarante es artículo exclusivo de los seres humanos mientras no contactemos con otras razas inteligentes y, por tanto, reidoras. Salvador Rueda, poeta malagueño, describe así la risa:

El sol subió como ligera brisa

y al rubio beso que le dio la aurora,

batió las alas y nació la risa.

A María Zambrano le hubiera deleitado esta concepción de la risa como realidad auroral. De todos los pueblos europeos, puede que ninguno ría tanto como el andaluz. Los subsaharianos son también grandes reidores. Es lugar común que los andaluces ríen mucho…, a veces, hasta resultar chocarreros.

Recuerdo una vivencia crucial en La Coruña que confirma el estereotipo del andaluz chistoso. Yo, medio-andaluz, serrano más que rivereño o playero, no soy chistoso; además, el carácter del oriundo del Santo Reino está entreverado de seria y adusta castellanía. El caso fue que tras ser invitado a dar una conferencia, salí de noche con mis colegas de Escola Critica; todos gallegos. Pues bien, sin quererlo ni buscarlo, por pasar por completo andaluz me convertí o me convirtieron en el showman del grupo. ¡Hasta tal punto influyen las expectativas de los demás en nosotros! “¡Tú, que eres andaluz, haznos reír!”, algo así debieron pensar. No tuve más remedio que hacer el payaso para animar el cotarro. Por otra parte, me sorprendió que ciertos cuentecillos de humor negro (los andaluces nos reímos de nosotros mismos, de lo más sagrado y hasta de la muerte) les causaran risa a mis compas “galegos” ¡pero también escándalo!, sin duda por ser los humores buenos muy diversos, y hasta personalísimos.

El clima es, por supuesto, determinante. En pleno verano, yo había llegado a La Coruña atravesando en tren un desierto quemado, mesetario, tras sufrir esos insomnios y sudores que causan en la estación tórrida las altas temperaturas en el valle del Guadalquivir. El encuentro con el fresco verdor de la costa atlántica me alivió y despejó. Tener que abrigarme para pasar la noche me pareció una bendición… Sí, reconoció mi colega galleguiña, “eso para ti que vienes del sol, ¡pero nosotras tenemos telarañas en el alma!”.

La jovialidad de la mayoría de los andaluces, la del gaditano sobre todos, nace como espuma de mar de una vitalidad que desborda como rizo de las olas, de una espiritualidad añeja como brandy de solera antigua, de una serenidad conforme con la naturaleza, estoica, tranquila, apaciguadora, algo cínica en el noble sentido de un Luciano.

El talento para el chiste del humorista Eugenio (que Dios lo tenga en su gloria) o el del cocinero vasco Arguiñano desmienten que el humor hispano y la capacidad para hacer reír sean patrimonio meridional, pero es cierto que el andaluz es más ocurrente e ingenioso que estrambótico y que su humor está asociado a la alegría de vivir que exhiben con gracia y duende hasta sus vendedores ambulantes. Cuentan de uno llamado Aspasio que pregonaba por las calles de Sevilla con voz de pícaro tenor: “¡piñones y su piedrecita pa’partirlos!”. Refiere Pemán (séneca andaluz) de un cochero gaditano al que pedían los turistas que acelerase: “¿No puede ir usted más de prisa?”. Manuel contestaba: “Yo, sí, pero ¿dónde dejo el caballo?”. Unos forasteros que compraron tabaco y no le ofrecieron querían ver el San Antonio de Murillo… Mohíno, el cochero les mostró el primer San Francisco que encontró en la catedral. Los forasteros contrariados le preguntaron que si aquel era san Antonio dónde estaba el niño. A lo que Manuel sin inmutarse respondió: “El niño ha ido por tabaco para el cochero”. (Permanecer inmutable, sin reírse de las propias ocurrencias, es fundamental para que resulten graciosas).

Eran otros tiempos…, aquellos en que el tabaco se regalaba en lugar de pasarse como veneno letal hipergrabado. Otros tiempos…, en los que sobraba rato para filosofar en el mostrador y el camarero malagueño, el más eficaz de la galaxia, no sólo servía frituras y espetos, con memoria y diligencia admirable, sino que adobaba el pescaíto con ocurrencias humorísticas, aforismos sapienciales y generosa simpatía, a la que no faltaba un toque de trágica y facunda fatalidad. No es casual que el más egregio e influyente en toda Europa de los filósofos españoles fuese granadino: Francisco Suárez. Y eso a pesar de que el “granaíno-tipo” ha merecido con toda justicia la fama de “malafollá” (la “asaúra” jiennense espesa con matices y especias propias).

Sucede que si la hipérbole del chiste levanta sospecha de incredulidad, el humor risueño deja siempre en el alma un residuo de amargura. Ya lo dijo Bergson, el cual escribió un serio tratado sobre La Risa (1900): la risa figura la forma móvil de las perturbaciones sociales. Jaimito es un niño rebelde. Brilla la risa como un dulce salado o un marranillo agridulce. Aglutina voluntades y fecunda camaraderías; sin embargo y es frecuente, por ser cruel, la risa une por la fobia compartida, y a costa de otros a los que se considera desemejantes y ridículos.

Al poner de manifiesto con sus exageraciones la ambigüedad, la extrañeza, la insensatez, la irracionalidad, el absurdo de la vida, la risa deja siempre un poso de acritud. También un extremeño ilustrado como Juan Pablo Forner (1756-1799) pudo sublimar con arte, en clave de sorna y tono de sátira, su incorregible “malafollá”.

Confieso que soy asiduo de los taberneros “asaúras” y “malafollás”. Los prefiero a los simpáticos, serviciales y halagüeños; estos, no sé…, pero aquellos nunca te escupen en la copa. Y sostengo que la famosa y enigmática sonrisa etrusca, que sirvió de título a una novela del sabio José Luis Sampedro, no es sonrisa sino verdadera risa y hasta carcajada contenidas: la del malafollá satisfecho.

Del autor:

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