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VIVOS RELOJES, por José Biedma López

Ojo de gato
Ojo de gato
martes 15 de diciembre de 2020, 13:31h
VIVOS RELOJES, por José Biedma López
Como las plantas y los animales, el ser humano está orientado al tiempo por naturaleza, o a la naturaleza por el tiempo. Séneca decía que somos tiempo, de ahí la necesidad de no perderlo para llegar a ser lo que queremos ser. Cada día tiene su afán, cada estación su belleza, cada hora su propio esplendor, algo que reconocen pastores y agricultores, mejor que los urbanitas.
 Reloj floral de Linneo
Reloj floral de Linneo

El buen cazador no sólo busca la presa en el espacio; las huellas llevan siempre señas temporales. En las plantas pueden leerse no sólo las estaciones, sino también las horas del día. Existen relojes florales en muchos jardines botánicos. Fue famoso el que construyó Linneo (s XVIII) aprovechando las horas regulares en que las flores se abren y se cierran, diferentes según las especies (v. ilustración). Las abejas conocen ese reloj, igual que las mariposas nocturnas.

También el vuelo de los pájaros y sus trinos entran en relación contingente con el tiempo. Romeo y Julieta sabían que es muy diferente que cante el ruiseñor o la alondra y, lo peor, que el gallo señale la hora amarga de su separación. Puede que felicidad y reloj se excluyan mutuamente. Con motivo se quita el de pulsera el que está de vacaciones. Y es que el reloj no mide las horas que el espíritu pasa absorto en sí mismo, en sus juegos o en sus creaciones, cuando el cuerpo hace lo que el espíritu quiere que haga. “Las horas no suenan para los seres felices”, porque nos acorralan y estresan más las fronteras temporales que las espaciales mientras no se pueda viajar en el tiempo, aunque sus cadenas sean menos visibles. El tiempo del reloj es una abstracción que tiraniza nuestro mundo, al menos desde el origen de la modernidad que situó el reloj en el centro del burgo como regla férrea del mercadoby sus campanadas. El tiempo es oro, pero incluso vale más que el oro, somete al más bello de los metales.

Los antiguos chinos leían la hora en el ojo de los gatos cuando el cielo estaba cubierto de nubes. Lo cuenta un misionero que paseaba por los arrabales de Nanquín. Había olvidado el reloj y preguntó a un nene la hora. El chavalico del Celeste Imperio se quedó mudo, pero repuesto de la sorpresa contestó “¡se lo voy a decir!”. Salió corriendo y al poco reapareció con un gatazo en los brazos y mirándole la pupila afirmó sin vacilar: “Falta poco para el mediodía”. Era exacto.

Comentando esa habilidad Ernst Jünger en El libro del reloj de arena (1957) dice que los chinos usaban las pupilas de los gatos como nosotros el fotómetro. Curtio, historiador romano, relata que los reyes persas poseían un cristal que anunciaba con fuerte resplandor la inminencia del amanecer. ¡Hasta las piedras saben del tiempo! De hecho las consultamos para fijar edades remotas.

Baudelaire quiso emular a los asiáticos hipnotizado por la Belle Fèline, “orgullo de su corazón y perfume de su espíritu”. El poeta simbolista alcanzó a ver claramente la hora, ya fuera del día o de la noche, en el fondo de sus ojos adorables. Mas esa hora era siempre la misma, dilatada, solemne, sin divisiones, como la esfera de Parménides. Si algún Demonio del Contratiempo le hubiese preguntado al poeta maldito por qué se demoraba holgazán mirando con tanta atención los ojos de una mortal, por mucha belleza que fuese, Baudelaire hubiese contestado: “Leo la hora; ¡son la eternidad!”.

Hay un tiempo lineal que miden los relojes y otro circular o elíptico, cósmico, como el de las estaciones, que une el principio con el final como el lazo tan singular que une el corazón del nieto con el del abuelo. Jünger propone la armonización y coordinación de ambos aspectos: el cósmico y el civil. Según el alemán, el tiempo cíclico y el lineal expresan dos cualidades fundamentales del hombre, a saber, la memoria y la esperanza, sus dos constructores de sueños. Allí se encuentran y congenian el espíritu conservador y el progresista. Allí se abrazan Parménides, padre del Ser puro instante, pura presencia inmóvil, y Heráclito el del río que deviene y fluye siempre distinto de sí mismo, igual que en el poema “Única sabiduría” de Silvina Ocampo (1903-1993):

Lo único que sabemos

es lo que nos sorprende:

que todo pasa, como

si no hubiera pasado.

Del autor:

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