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REBELIÓN ORIGINAL, por José Biedma López

REBELIÓN ORIGINAL, por José Biedma López
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lunes 30 de noviembre de 2020, 10:50h
REBELIÓN ORIGINAL, por José Biedma López
En la idea del “pecado original”, de tanto peso en la filosofía de la historia de san Agustín y en el protestantismo, el adjetivo “original” suele entenderse en el sentido bíblico del Génesis, del relato del origen de la humanidad. Sin embargo, también puede entenderse “original” en el sentido de genuino, propio de la raza humana. Aquello que la singulariza es, precisamente, esa propiedad única, la de haberse rebelado contra el mandamiento de Dios, o de los dioses.

La leyenda de una caída, falta o pecado, que corrompería desde el inicio el alma del hombre o debilitaría su libertad (el “servo arbitrio” de Lutero) no es exclusiva de la tradición semita, sino que es universal. Se puede rastrear en las leyendas ancestrales de otros pueblos, en las “historias sagradas” de otras religiones cuando refieren alegóricamente a la antropogénesis, al amanecer de nuestra raza. Entienden que en los orígenes del ser-consciente-de-sí, o sea, del bípedo implume u homo sapiens, hubo una deriva, un naufragio, una culpa, una caída. ¿Una rebelión? Camus pintó esta cualidad de “rebelde” (L’homme revolte) como un atributo esencial de nuestra moderna condición inventora.

La idea de una caída infame cuenta también en el orfismo-pitagorismo y en el platonismo cuando se menciona (en el Timeo) la encarnación de las almas como un declive de su primitiva y más perfecta condición, almas que pugnan, si filosofan, por echar alas y regresar volando a su verdadero reino, liberadas de sus servidumbres terrenales, al celestial ámbito de la Verdad. Incluso en metafísicas nihilistas de actualidad como la del apátrida y extraordinario escritor Ciorán, se habla de la fatal caída de los hombres en el Tiempo, como deshonra trágica, calamidad dramática y patética condición.

La clave del mito hebreo está en el árbol que se ubica en el centro del Paraíso diseñado –o programado- por el Padre, el Creador que hace del hombre su criatura principal, moldeada en barro, pero a imagen y semejanza suya. ¿Cuál era el tóxico, alucinógeno o superpoder que contenía aquel fruto prohibido? ¿Tiene algún sentido que Dios dispusiera ese misterioso árbol en el centro de su parque edénico para prohibir la ingesta de su fruto? ¿Por qué se llama “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal”? ¿Quiere decir eso que la vida del hombre antes del pecado era a-moral, indiferente a esa drástica diferencia entre lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente? Desde luego, la vuelta al paraíso de las bestias es una utopía descabellada. Un ángel colosal y bien armado lo impide. El “pecado” nos transfiguró definitivamente.

Explica el autor veterotestamentario que, como consecuencia de la digestión de ese pomo, que intuimos delicioso, a nuestros primeros padres se les abrieron los ojos y que sintieron vergüenza. Anduvieron desnudos hasta entonces, inconscientes de su propia desnudez, pero he aquí que después de comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal tuvieron que usar taparrabos o tapaconchas, como si se hubiera abierto de golpe el escenario para lo obsceno. ¿Qué ojos se les abrieron? Ya los tenían antes, ojos físicos. ¿Se trata de ese tercer ojo del que hablan los gimnosofistas, el “sexto sentido” que nos permite distinguir el bien del mal según Hutcheson y cuya existencia Hume negaba?

Estas cosas que no sucedieron son para siempre –decía Salustio-, porque los mitos expresan mediante metáforas encadenadas y símbolos poéticos el misterio de nuestra evolución moral, de nuestra historia original, pues la Historia misma es ese tesoro de errores, principal consecuencia del pecado. Valle-Inclán interpreta que al deglutir la simbólica manzana Adán y Eva “contaminaron” de ciencia y conciencia la inmaculada percepción de los sentidos, aquella visión gozosa, ingenua y feliz, que colmaba las almas antes del pecado. Tanto para Valle-Inclán como para Ciorán el pecado original supone la caída del hombre en la Historia, o sea, en el tiempo propiamente humano, donde hay un antes, un hoy y un después, frente al quicio de ese presente continuo en el que vive el animal inocente. Inocente y cándido es el que no reconoce el mal, pero quien por no conocer el mal tampoco conoce el bien.

Aunque los animales, por lo menos los animales superiores, tengan memoria, no viven sino encadenados, ajustados en sus acciones y respuestas instintivas a los estímulos presentes. Los animales no tienen que justificar lo que hacen. Pero, gracias sin duda a los poderes espirituales que nos regaló la manzana, el humano antes de actuar y por fuerte que sea el estímulo puede pensar qué hacer, puede incluso inhibir sus instintos, o lo que queda de ellos, para actuar libremente. ¿Fue el libre albedrío lo que el hombre conquistó mediante aquella rebeldía desobediente? Veo el bien, sé como hacerlo, hago el mal –decía San Pablo. Esa capacidad de actuar adversus naturaleza, incluso contra la naturaleza propia, nos hace responsables y por tanto culpables, pero igualmente nos dota de una especial dignidad. El pecado original trajo, como correlato necesario, la culpa. Por eso consideramos psicópatas, inhumanos sociópatas o locos de atar a aquellos que sabiendo que obran mal no sienten culpa.

Después del rocío de la primera aurora, el hombre comió del fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y se le abrieron los caminos de la memoria y de la invención. A la intuición pudo sobreponer el razonamiento. “Era la intuición un divino cristal –escribe Valle-Inclán, y lo quebró el pecado. Las almas cegaron, y el dolor de la culpa fue conciencia de la hora pasada y conjetura de la venidera. En las mudanzas del mundo sólo hallaron los hombres el terror de la muerte”. Porque esa conciencia recién ganada nos dotaría de la única certidumbre, de la que el resto de animales carece: la conciencia de ser-para-la-muerte. ¿Una golosina rellena de esperanza para los creyentes en otra vida mejor? No obstante, tanto para ellos como para los impíos, la conciencia de la muerte es una bomba íntima de ansiedad y angustia.

El inmaculado conocer sensorial y sensual de nuestros primeros padres antes del pecado se manchó de creencia, de interpretación, de explicación racional, de ciencia y experiencia recordada o provocada. La geometría acabó profanando la realidad al descomponerla, cortarla y secarla en sus formas elementales: punto, línea (el vuelo de un punto), polígonos, poliedros (cuerpos platónicos), ideas todas que sin existir, o precisamente por no existir, son siempre, inmutables en su perfección matemática, como la raíz cuadrada de dos o el número pi. ¡Ay, “Siempre”!, esa voz, como “jamás”, que sólo los ángeles y los dioses deberían usar. La visión interior del tercer ojo del alma empezó a crecer hasta imponerse como la más verdadera, pues los sentidos físicos engañan, y la memoria fue encendiendo sus cirios y tallando sus monumentos en las tinieblas del Tiempo histórico, como un saber testeado en paradigmas de crecimiento. La tecno-ciencia fue conquistando el mundo.

Esa otra mirada ganada en rebeldía por el tercer ojo se conquistó porque Eva y Adán ambicionaron saber lo que los dioses saben. Tardaremos siglos en comprender que en verdad ciencia y conciencia son sólo perspectivas humanas probables, demasiado humanas, porque sólo la suma de todas las visiones, las de cada hombre, cada cultura humana, pero también las de otras inteligencias más perfectas, alienígenas, angelicales o divinas, podría engendrar una visión más allá del tiempo y de sus caducidades, una visión que lo comprimiera todo en la eternidad de su Verdad absoluta.

Los sagaces animales temen al hombre, no sólo porque es un poderoso e ingenioso cazador y ha fabricado armas, redes, mataderos…, sino también porque notan que miramos de otro modo, que no estamos a gusto en la selva de las bestias, pero tampoco estamos contentos confinados en casa, en ese mundo de la cultura que hemos construido para conjurar la muerte. Ni en la naturaleza ni en el mundo interpretado estamos contentos del todo porque el humano es náufrago, peregrino, o ser limítrofe –como lo llama Eugenio Trías- porque se alimenta de frutos fronterizos que, a partir de lo natural, él mismo fabrica. Por causa de aquella curiosidad de nuestra Primera Madre, que compartió con Adán tan generosa, por mor de aquella aspiración, ambición o rebeldía, nos abrimos a un mundo nuevo a cuyos elementos fuimos dando nombre, a la vez que los fuimos recreando… “Y seréis como dioses” –fue la promesa de la Serpiente (de ella hablaremos otro día), nada menos que la divinización fue el soberbio incentivo con el que nos sedujo el Maligno para hacernos adictos al emprendimiento.

Y ese mundo que nos descubre recrecida la imaginación, recogida por la formalidad racional de la experiencia, nos catapultó a un mundo inabarcable, de dimensiones inhumanas, cuyo último sentido, tal vez, sólo el puente de la muerte, más allá de esta vida, nos revelará. Quizá sea la hora de la reconciliación. Entonces la duda de los poderes de la ciencia y de la conciencia (“toda ciencia trascendiendo”, canta Juan de la Cruz) sumergen al místico en la noche oscura del alma, en ese punto, círculo o esfera, donde el alfa y el omega de todas las cosas son la presencia misma del Creador. Aquí todavía, enfermo de nostalgia, escucha su eco inmenso en las criaturas y en la naturaleza cuando el tiempo y su cronología ya casi desaparecen. Siente entonces el poeta-santo en sus párpados cerrados el rocío de la primera aurora o el relente del último crepúsculo y allí, entre azucenas simbólicas, en el regazo de la Madre recuperada, se derrite de amor, de amor a todo, de apego a nada.

Del autor:

https://filosofayciudadana.blogspot.com/?m=1

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