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PEGALAJAR Y LA EXCELENCIA, por José Biedma López

PEGALAJAR Y LA EXCELENCIA, por José Biedma López
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Aunque no creas que cuanto sucede esté escrito en el Libro del Destino, sentirás muchas veces mientras vivas una especie de casualidad significativa o causalidad secreta en lo que pasa, en tus relaciones con los seres vivos o con las cosas, como la armonía preestablecida de Leibniz o el entrelazamiento cuántico. Piensas en un amigo al que llevabas años sin ver y de pronto suena el teléfono y, ¡caramba, es él! Escoges un libro y le abres las entrañas, tú piensas que por azar, pero encuentras lo que hace tiempo buscabas, lo que hace tiempo te murmuraba al oído una voz desconocida en las tinieblas de la duermevela: “Pegalajar”, “Pegalajar”. Pasaste allí dos buenos ratos con los colegas del Instituto de Mancha Real “Peña del Águila”.
PEGALAJAR Y LA EXCELENCIA, por José Biedma López

Tiene la memoria una estructura cíclica, como el tiempo estacional. Aconteció aquella alegre reunión en una especie de caverna durante esta misma estación del año, un mesón próximo a la charca que ahora –eso dicen- ya no es más que un foso seco, pues la sobreexplotación de los acuíferos acabó con el suministro del arcano de Tales, con el regalo del agua.

Lo que descubres –no por casualidad-, en una novelita graciosa del escritor Wenceslao Fernández Flórez, es una preciosa descripción de Pegalajar, donde nació su protagonista: el doctor Cárdenas Anguita. Lo describe don Wenceslao como un pueblo con muchas cosas bonitas y lleno de sorprendentes resonancias como las de su bello nombre oriental, situado en los poderosos montes que, desde la Sierra Mágina, esa que da nombre imaginario a la ciudad natal del célebre y premiadísimo escritor ubetense Muñoz Molina (hijo de hortelano), descienden hacia la ciudad de Jaén. La novela está fechada en 1958 y por entonces Pegalajar disfrutaba de un serrano y oliváceo paisaje que le regalaba el disfrute y aprovechamiento de un abundantísimo caudal de agua.

Describe el autor gallego de Los tres maridos burlados su aislamiento, sus estrechos y empinados accesos, su imposibilidad de extenderse sobre la brusca montaña, su carácter, en fin, de pueblo áspero, rocoso, de clima extremo, con hielos invernales y hornos agosteños.

En un pueblo así, añade, nadie vive ocioso porque el olivo de Pegalajar es exigente y hasta ingrato –raro atributo en el árbol de Atenea, que suele ser agradecido si lo cuidas, multiplicando lo que le das-. Pero ya por entonces se iba imponiendo –por insensatez política- el monocultivo, ese que ahora hunde los precios del aceite a causa de la superproducción. Y eso que Pegalajar fue antaño ejemplo de fina horticultura árabe, desarrollada en terrazas con azequias y albercas bien controladas. ¿Cuándo aprenderemos que la biodiversidad nos salva y que la biomímesis nos mejora?

Allí, desde luego, en los campos quebrados de Pegalajar, basta un tropezón para acabar en las torrenciales aguas del Guadalbullón, que se abren paso abruptamente por estas recónditas serranías, hasta alcanzar las llanas vegas del Grañena.

Al padre de Cárdenas, don Egidio, le describe Wenceslao como un “papinhonrao” o un “panillero” esforzado, esa sufrida clase media que vive de su trabajo y nada tiene que ver ni con el señorito emigrado a la capital, vividor y rentista, ni con el jornalero temporero que vegeta y trota a salto de mata. Estos labradores no admitían a sus nueve hijos chichimiquis ni debilidades de malcriada. Los educaban en una disciplina inflexible, férrea. Todo lo que no fuera domar la tierra se le antojaba a don Egidio Cárdenas Machuca menester frívolo; todo trabajo que no supusiera sudor, no era más que artisteo de escaqueado. Esa escuela del trabajo en familia, esas severidades ayudaron al brillante joven de la novela, como a tantos en la realidad, a labrarse un porvenir hincando los codos hasta rematar con matrícula su bachillerato en Jaén y con premio extraordinario su licenciatura en medicina, en la facultad de Granada.

Las durezas de aquellas tierras de Pegalajar contribuyeron a forjar su carácter emprendedor, ambicioso pero realista, encadenando éxitos que no dependen de la suerte ni de la fortuna, sino del auténtico valor de la personalidad humana, del esfuerzo e iniciativa del individuo.

No es justicia tratar a todos como si fueran iguales, cuando son distintos: unos se esfuerzan, otros gandulean. He podido ver y padecer durante más de treinta años cómo las políticas educativas presionaban las notas hacia el centro, hacia el aprobado general, hacia la mediocridad. Buena es la equidad, la compensación de desigualdades de origen, pero cuando se dobla tanto la regla a favor del igualitarismo, se malogra y se deja de incentivar la excelencia. Ya lo decía Séneca: “Quien ayuda a los malos, perjudica a los buenos”.

Terminaré con un chiste satírico. Macrón le susurra al oído a la Merkel: “Se te ocurre ayudar a España, pero resulta que tras el confinamiento han abierto antes las terrazas de los bares que las escuelas”. “Es natural –reponde Merkel-, los universitarios sin trabajo son los que escancian la cerveza”.

Moraleja: No todos los caballos cartujanos corren igual y es estúpido adaptarlos al paso de mulo. Por desgracia, España no incentiva ni ampara como debiera el esfuerzo intelectual, ni la ciencia, ni la excelencia técnica o académica.

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