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SIN MANOS por José Biedma López

Ilustración: Dibujo de Escher, Manos dibujando, Litografía (1948).
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Ilustración: Dibujo de Escher, Manos dibujando, Litografía (1948).

A Matilde Jiménez Pérez, ruteña y profesora de Ciencias naturales.

SIN MANOS por José Biedma López

Si ser profeta en propia tierra es siempre difícil, serlo en España es dificilísimo. Olvidamos fácil a nuestros sabios y a nuestras mejores plumas y parecemos tener un memorión de elefante para los infames, sean reyes memos o vulgares dictadores. Aquel fue el caso de injustamente olvidado del licenciado Juan de Aguilar, apodado el Manco porque nació sin manos. La Naturaleza, tantas veces madrastra, compensó este defecto (hoy le llamaríamos “diversidad funcional” con puritano eufemismo) dotándole de clara inteligencia y tenaz voluntad, tanta que Juan de Aguilar desarrolló la rara habilidad de escribir con caligrafía clara y gallarda, juntando los brazos y sujetando la pluma firme entre los dos muñones.

Juan de Aguilar nació en Rute hacia 1570. Sabemos que enseñó latines en Priego y que luego ganó en 1599 cátedra de gramática en Antequera. En esta ciudad del corazón de Andalucía vivió, leyó, enseñó, escribió y murió en 1634. Todo el mundo lo recuerda como excelente persona. Vicente Espinel en La vida del escudero Marcos de Obregón lo elogia. Fue amigo íntimo del Abad de Rute, el brillantísimo bastardo (como tantos) Francisco Fdez. de Córdoba, racionero de la catedral de Córdoba, y amigo de don Luis de Góngora, al que ganó un certamen literario celebrado con motivo de la beatificación de Santa Teresa de Jesús (1615). En dicho concurso concurrió también la poetisa antequerana Cristobalina Fdez. de Alarcón, discípula de Aguilar, apodada “Síbila de Andalucía” y “décima musa antequerana”, que obtuvo el primer premio en octavas.

Cultísimo humanista, Aguilar dedicó unos versos latinos a Góngora. Cruzó correspondencia con Lope de Vega, quien dejó constancia de su admiración por el ruteño en su “Laurel de Apolo”:

“… Y en la misma ciudad Aguilar sea

Su fama, y su esperanza,

Y sin haberlo visto nadie crea,

Que sin manos escribe.

Escribe, ingenio, y vive,

Estorbos fueron, vanos,

Pues el ingenio le sirvió de manos”.

Su Panegírico a la Virgen de Monteagudo (1609), rescatado hace poco, pasa por ser una de las más admirables y luminosas composiciones del repertorio neolatino de nuestro Siglo de Oro. Dicen José Lara Garrido y Jesús M. Morata que Juan de Aguilar manejaba el latín con la gallardía y el brío que da a su galope un caballo andaluz. El traslado de la Virgen de Monteagudo a Antequera desde Flandes trataba de impedir la profanación de este icono sagrado por los herejes protestantes, y aconteció en 1608.

Aguilar se carteó en latín con el famoso humanista Justo Lipsio, famosísimo filólogo flamenco, gran traductor e intérprete del estoicismo del filósofo cordobés Séneca, que influyó en Quevedo. El maestro murciano Francisco Cascales le dedicó a Aguilar una de sus Cartas Filológicas: “En alabanza de la gramática”, disciplina esta de la que era preceptor el ruteño y que entonces incluía desde la prosodia y métrica latinas y castellanas, hasta la crítica literaria e histórica, la retórica y la hermenéutica, etc. Tradujo también a Marcial y a Ovidio. Por desgracia, no existen ediciones modernas y acreditadas de sus obras. Preferimos gastar nuestros talentos en traducir cualquier nonada o fruslería forastera, sobre todo si es “avispada”, wasp (White-anglosaxon-protestant). Menéndez Pelayo recoge una traducción castellana suya de la Oda segunda de Horacio. Regalo al atento lector dos de sus quintetas, originales liras de tres endecasílabos:

Ven, pues oh favorable

Apolo, anunciador del alegría.

Descubre el agradable

Rostro hermoso, y un dichoso día

Vestido de una blanca nube envía.

¡Oh tú, Venus graciosa!

Si te place, dé muestra el bello riso

Donde el gozo reposa,

Y dó el amor alegre nacer quiso,

Que torna el mundo en dulce paraíso.

El “riso” poético es una risa apacible. También he podido pescar en la Red de redes uno de sus sonetos castellanos, en el que compara el castigo del criminal Tántalo con la pasión del avaricioso. Ya saben, Tántalo era aquel filicida castigado por los dioses en los fondos del Tártaro, el infierno griego, a un castigo eterno y atroz, hundido en el lago Eridano hasta la cadera: desea “con hambre y sed ardiente” comer y beber, pero cuando lo intenta, agua y frutos desaparecen o se retiran:

A un avaro

Donde jamás el sol sus rayos tira

Y todo es confusión eternamente,

Vive aquel, que con hambre y sed ardiente

Cerca el remedio, sin remedio, mira.

Fruta le ofrece y a cogerla aspira;

Mas ella de su mano diligente,

Se burla, y de sus labios la corriente

Al Eridano hondo se retira.

Di que admiras de Tántalo la pena,

Y género tan grave de tormento

Tu asombro advierta, porque más te asombre

Que cuando escuchas en la historia ajena

Por ti se dice, disfrazado el nombre

¡Oh, pobre en tus riquezas avariento!

Lávese mucho las manos, usted que por suerte las tiene. Sin embargo, sepa que ni siquiera es necesariamente más feliz, ni sabio, el que más tiene, sino que muchas veces vive más alegre el que menos necesita. Si no me cree, lea al Manco de Rute, que fue razonablemente dichoso sin manos, y muy querido por los mejores. Así se convence.

Ilustración: Dibujo de Escher, Manos dibujando, Litografía (1948).

Del autor:

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