nuevodiario.es

EL PODER ABSOLUTO ENLOQUECE por José Biedma López

EL PODER ABSOLUTO ENLOQUECE por José Biedma López
Ampliar
jueves 19 de marzo de 2020, 10:29h
EL PODER ABSOLUTO ENLOQUECE por José Biedma López

Heliogábalo tomó el nombre del dios solar al que servía en Emesa, una ciudad de Siria, como sacerdote de El-Gabal o Helios Gábalo. Su abuela, Julia Mesa le compró el Imperio a base de sobornos para prolongar la dinastía de los Antoninos. Dice de este emperador fray Antonio de Guevara (Década de Césares, 1539) que fue mancebo virtuoso y recogido durante veintiséis años, para ser durante otros seis, hasta que fue degollado en un retrete, el emperador más absoluto y vicioso que tuvo el Imperio Romano. Encantos no le faltaban al joven, que había sido bien educado: guapote, grácil, ducho en armas, con corte de pelo militar y ojos tan brillantes como los del mismísimo diablo.

Es un buen ejemplo de lo que puede enloquecer el poder absoluto y de la crueldad de su ejercicio injusto cuando su cetro cae en manos de un orate. ¡Muchos caudillos, líderes y lideresas, reyes y emperadores, o eran locos o se volvieron majaretas! Hedonista, promiscuo, narcisista hasta el endiosamiento, Heliogábalo ataba a su carro mujeres desnudas para azotarlas y que tiraran de su “divinidad”. En una fiesta, por diversión, ahogó lentamente a unos invitados atados a una noria. En un certamen de gladiadores, hizo soltar serpientes venenosas entre el público, y en un templo repleto de gente piadosa mandó meter cien gatos y diez mil ratones, cien galgos y mil liebres, y cerró las puertas para que se armara la marimorena y darse con ello el espectáculo del terror ajeno. Tampoco desdeñó soltar leones, leopardos y osos en una de sus cenas palaciegas, veladas que iluminaba haciendo quemar en los candiles bálsamos carísimos.

En el comer –dice Guevara- era “curioso, costoso y goloso”. Comía en mesas de plata: crestas de gallo, lenguas fritas de pavos reales y lenguas cocidas de ruiseñores, sin desdeñar las pepitorias de cabezas de papagayos, siempre que hubieran sido buenos habladores. ¡Y eso que fue animalista! Hizo una ley que prohibía echar de casa a cualquier animal por enfermedad o vejez y comía y dormía con dos perrillos mauritanos a los que alimentaba con higadillos de ánsares y mollejas de avutardas, por fastidiar y poner a prueba a sus cazadores. Hacía barrer su cámara con una escoba de pelos de oro.

Amigo de truhanes, bufones, chocarreros y prostitutas, se rodeó de lo más abyecto de Roma. Las suelas de sus zapatos eran de piel de unicornio (¿rinoceronte?) y cuando no andaba en pelotas se engalanaba con gemas preciosas y abundantes anillos y ajorcas. Su fina piel no aguantaba menos que la más pura y carísima seda. Tuvo a un sabio eunuco por consejero, un tal Gannys, que intentó moderar al joven emperador, hasta que este le apuñaló. Despreciaba a los senadores, exilió a los que le caían antipáticos, y ejecutó a uno para robarle la esposa, pero se aburrió enseguida de ella y se casó con otra joven aristócrata. En su boda se sacrificaron más de cincuenta tigres. La repudió porque le vio una marca antiestética no sabemos dónde. No contento con esto, mancilló la obligatoria y santa castidad de una vestal, Aquilia Severa, a la que también despreció luego.

Lo mismo le daba a la pluma que al pescado. Se depilaba la barba con un ungüento que le dejaba el cutis como el culo de un bebé, usaba redecilla para el pelo, maquillaje de ojos y colorete, y pasaba los días entre colipoterras y golfos, cantando, bailando y tejiendo, estridentemente afeminado y exhibicionista, pionero reinona. Como amantes masculinos los prefería bien dotados; despidió a Aurelio Zótico porque no trempaba lo suficiente: no podía “despertarse” cuando lo requería el emperador. Sádico pero también masoquista, travestido de mujer pedía a su privado Cassius Dio que le maltratara. No desdeñaba los lupanares de los arrabales romanos, hasta que, por comodidad, instaló mancebía en palacio o, como dice Guevara, “hizo de palacio ramería”.

No le faltaba imaginación al joven césar para buscar intensas emociones y placeres límite. Una vez llenó un montón de ánforas de moscas, invitó a sus convidados a que las comieran, y cuando estos huyeron ante el desagradable mosquerío, dejó que las volátiles devoraran los manjares de su mesa: Lord of the flies, como el demonio. Disfrutaba disponiendo mesas bajas para los gigantes; y para los enanos, altas; o gastando bromas de pésimo gusto, como cuando emborrachó a sus amigotes prometiéndoles a los postres bellas huríes y consiguió que se acostaran en lo oscuro con esclavas negras, feas y viejas. Organizó con sus secuaces regatas navales sobre estanques profundos rellenos de vino en los que algunos, ebrios o sin saber nadar, se ahogaron ante el éxtasis del resto.

Dice Guevara que Heliogábalo no se contentó con practicar todos los vicios conocidos, sino que se preció y desveló por inventar algunos nuevos. Cuando llegaron unos nigromantes y adivinos egipcios a Roma, les consultó sobre su futuro. Asustados, los astrónomos alejandrinos intentaron darle largas, pero le confirmaron que su vida sería breve. Ya su aguda e intrigante abuela Julia Mesa apostaba por su primo para suceder al monstruo. Heliogábalo ni corto ni perezoso empezó a pensar con morbo en cómo le asesinarían. Hizo construir una “torre suicida” a cuyos pies amontonó arena dorada. Pensó en apuñalarse con una espada de oro o colgarse con un lazo de seda trenzado, dogal que tenía que ser –oh muerte glamurosa- de color escarlata.

En marzo del 222, harta de escándalos y sandeces criminales, la guardia pretoriana irrumpió en palacio matando papagayos, pavones, perros, gatos, monos…, Heliogábalo huyó a sus jardines y se refugió en la letrina de una cuadra, asomando la cabeza desde el inmundo agujero. Un comandante dio con él y le rebanó el pescuezo. Tras matarle, los romanos arrastraron su cuerpo por Roma y tiraron lo que quedó de él al Tíber. Derribaron sus estatuas, persiguieron y liquidaron a todos sus “colegas”, compinches y secuaces, de juergas, bacanales, orgías, espectáculos crueles y asesinatos variados, quemaron sus ropas y destruyeron cuanto pudieron su memoria (damnatio memoriae). No se le nombraba sin escupir en tierra. No llegó a cumplir los treinta y tres. El poeta Ausonio le describió como el monstruo más sucio e inmundo que llegó al trono imperial.

Se le ha comparado con Gadaffi. El tirano libio también se hizo rodear por una escuadra de desenvueltas amazonas con tacones altos, labios pintados y corsetería de alto nivel. Ambos tiranos derrocharon fortunas en palacios extravagantes y ambos murieron de indigna manera: el coronel encogido en un desagüe y Heliogábalo hundido en la mierda de un retrete. Ya lo intuía Platón, que a los dioses no se les escapa una. Ni uno. Platón, no obstante, fue amigo de un tirano benevolente e ilustrado, el primer Dionisio siracusano, hasta que se disgustaron… De esa historia hablaremos otro día.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios