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REALISMO Y UTOPÍA por José Biedma López

REALISMO Y UTOPÍA por José Biedma López
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sábado 25 de enero de 2020, 10:56h

Nuestras ideas políticas dependen sobre todo de la imagen que tenemos de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que ambicionamos ser. Si creemos que somos corderos, diseñaremos soluciones políticas para corderos; si lobos, para lobos; si máquinas, una sociedad sin corazón. Por una parte están los que dicen: “to er mundo eh güeno”, afirmación que ni los sevillanos más cándidos se creen. En la misma línea, aunque más sofisticado, está el “buenismo” de aquellos que piensan que el humano es bueno por naturaleza y que la sociedad lo corrompe. Olvidan que el tejido social es también expresión natural de lo humano. Si se les objeta esto, dirán que no toda la sociedad es perversa, sólo una parte, esa “mano negra” del Gran capital o de las Multinacionales, de los Mass Media o de las Sectas religiosas, son ellas las que corrompen al hombre. Serían esos poderes en la sombra los que dejan al “sacrosanto pueblo” inerme y desvalido por falta de educación y medios económicos. Un maniqueísmo tan simple como peligroso

Enfrente está el punto de vista de aquellos que suponen al ser humano un bicho de ferocidad manifiesta con una notable facilidad para enmascarar sus móviles naturales egoístas, y para engañarse a sí mismo haciéndoselos pasar por "nobles" ambiciones, en fin, los del darvinismo social o los del "sálvese quien pueda". Este pesimismo antropológico tiene una raíz antigua en la famosa frase de Terencio: “el hombre es un lobo para el hombre”, reasumida por Hobbes en su Leviatán. Entonces, sólo los poderes coactivos y punitivos de la Ley y del Estado podrán hacer que los hombres se salven, si no por amor a la justicia, al menos por el temor de ser objeto de injusticias. El miedo al garrote nos hace más prudentes que la vergüenza.

Entre el optimismo de los primeros y el pesimismo de los que se adhieren al segundo modo de pensar podemos hallar distintos grados e infinidad de matices. Grosso modo, podríamos decir que optimistas fueron Sócrates, Platón y Rousseau (este último a pesar de que era un neurótico paranoide). Pesimistas, o realistas (según se entienda), fueron Aristóteles, Hobbes y el escéptico Hume (excelente persona).

En el origen mismo del Estado moderno encontramos los dos polos. Maquiavelo nos describe a los humanos en general como mezquinos, vengativos, volubles... El Príncipe, o sea el Gobierno de facto, debe evitar hacerse odiar, pero si no puede lograr que se le quiera, al menos ha de conseguir que se le tema, si es que quiere mantener la estabilidad y el orden sin el cual es imposible la convivencia en paz y el progreso. El Príncipe será más clemente imponiendo algunos castigos ejemplares que si, para huir de la fama de cruel, deja que se prolongue el desorden, causa de muertes, rapiña y desmanes que acabarán por perjudicar a todos...

Al contrario que Platón o Tomás Moro, Maquiavelo no nos dice cómo deberíamos vivir y gobernarnos si fuéramos perfectos, sino de qué manera es preciso controlar a seres que son como centauros: mitad bestias, mitad inteligentes: "Hay, en efecto -dice- tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que aquél que abandona lo real centrándose en lo ‘ideal’ camina más hacia su ruina que hacia su preservación, pues el hombre que pretenda hacer en todos los sentidos profesión de bondad fracasará necesariamente entre tanto bellaco". Los tontos pierden, aunque sean decentes.

Desde luego, hay en el maquiavelismo excesos éticamente inaceptables, pero su lección es técnicamente irreprochable: si la política pretende dar forma moral a la naturaleza bestial de los hombres, hay que partir del carácter ambiguo que realmente tienen y no hacerse ilusiones. La Utopía, como ilusión totalitaria, es señora de noble frente, pero de manos manchadas con la sangre de sus víctimas sacrificiales. Comunismo, nacionalismo y fascismo fueron utopías fracasadas y genocidas. El contemporáneo de Maquiavelo, don Miguel de Cervantes, lo dice más breve: "el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue". Y en este sentido se ha definido sagazmente a la Política (o sea, a la Democracia) como un arte de lo posible. Desde luego es una ingenuidad creer que pueda ser una ciencia exacta (las ciencias no se ocupan más que de hechos, no de derechos ni de obligaciones) y es una pedantería autoproclamarse "politólogo", como si uno pudiera situarse más allá del bien y del mal, y por encima de la fe y de la persuasión en sus opiniones políticas.

Sin embargo, el maquiavelismo es éticamente tan grosero como lo vio el elegantísimo Descartes en la crítica que le remite a Su Alteza Elisabeth en 1646. Si no contrarrestamos el cínico veneno del realismo político de la “razón de Estado” con una cierta dosis de antídoto idealista, El Príncipe acaba convertido en un manual de instrucciones para abuso de tiranos tan brutos, dice Descartes, como zorras y leones, dispuestos a practicar el terrorismo de Estado sin ningún escrúpulo.

El idealismo político fue representado en su forma renacentista por la Utopía (1516) de Tomás Moro, mártir del catolicismo, por la Ciudad del Sol (1602) del dominico Campanella y por La Nueva Atlántida de Francis Bacon (1626, una utopía tecnológica). Estos y otros humanistas construyeron razonados sueños comunitarios, ciudades en las que funciones y servicios se distribuyen igualitariamente y donde, dicho con palabras de Campanella: "ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos... La comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos". La Utopía de Moro, expresión de la generosidad moral del humanismo cristiano, influyó a prelados españoles como Vasco de Quiroga que, si no la implementaron en Méjico y Uruguay, al menos se inspiraron en ella para su misión organizadora. Las utopías del Renacimiento son ciudades cerradas, jerárquicas y muy ritualizadas.

En realidad, el pensamiento político moderno, racional y progresivo, ha basculado entre el realista criterio de experiencia y el poder creador de la imaginación, como buscando entre los dos polos un difícil, cuando no imposible equilibrio. Es conveniente y sensato mantener el realismo que favorece la estabilidad, pero en tensión con las ilusiones racionales del utopismo. El realismo es imprescindible, pero el utopismo no es ninguna enfermedad infantil, sino una expresión primordial de la capacidad transformadora del espíritu humano. Urge formular nuevas utopías, pequeñas utopías, diría yo, concretas, ilusionantes y viables.

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