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INDULGENCIAS por José Biedma López

(Ilustración: Ortiga mansa. Lamium amplexicaule)
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(Ilustración: Ortiga mansa. Lamium amplexicaule)

En su Arte amatoria recomienda Ovidio una hábil indulgencia para ganar corazones. Y el gran poeta, al que Gracián llama con ironía “más fecundo que facundo”, la contrasta con la aspereza (asperitas). Indulgentia es la palabra latina que usa Nasón, voz que viene de in-dultum, o sea indulto: el perdón de las deudas contraídas o de las ofensas causadas. José Ignacio Ciruelo en su versión del Ars amatoria traduce “indulgentia” por condescendencia. Usa Ovidio como símbolos de la costumbre contraria, de la aspereza, los del gavilán y del lobo, y para la indulgencia emplea los emblemas de la mansa golondrina y de la pacífica paloma

INDULGENCIAS por José Biedma López

Cada época tiene su sentimentalidad, como desarrollo cultural y temporal de la emocionalidad básica, común al género humano. Si indulgencia y condescendencia son sólo buenos sentimientos (con menor carga ética positiva en condescendencia), deben de estar muy olvidados, ya que José Antonio Marina ni los menciona en su excelente Diccionario de los sentimientos que firmó con Marisa López Penas (Anagrama, 2000). Tal vez ello sea porque, antes que sentimientos, Indulgencia y Condescendencia sean actitudes o tendencias morales del alma generosa, esto es: virtudes o excelencias de aquellas personas que tienen facilidad para perdonar las ofensas sufridas o para castigarlas con benevolencia, almas liberales que juzgan sin demasiada severidad, sine ira, los errores de los demás, pensando que “nada humano nos es ajeno”, ningún error, pues “el mejor escribano echa un borrón”.

La actitud indulgente consta ¡nada más y nada menos! en la oración que Cristo mismo nos enseñó. El Padrenuestro ruega al Padre misericordioso que perdone nuestras ofensas, mostrando a la par nuestra disposición a perdonar a aquellos que nos ofenden. Consta así la indulgencia como principalísima obligación cristiana. ¡Vale, perdono al hermano, al cofrade, hágase la paz, pelillos a la mar, borrón y cuenta nueva!

Hasta la cerveza se estropea si no se mueve, decía Heráclito. Y en la teología cristiana el concepto de indulgencia degeneró hasta convertirse en un tráfico indecente. La indulgencia acabó siendo un bono con el que la jerarquía financiaba obras, a veces artísticas o caritativas, otras veces caprichos de los prelados, sus lujos y desmanes. Con razón, la doctrina protestante –inferior a la católica en muchos otros aspectos- censuró la “economía de indulgencias”, parciales o plenarias, rechazándola por carecer de fundamento bíblico.

En la Iglesia católica la indulgencia no perdona el pecado, sino que exime de parte de la penitencia o de toda la pena (deuda) que conlleva su perdón divino, bien durante la vida terrenal, bien durante el Purgatorio del alma. Las indulgencias son algo así como “beneficios penitenciarios” en clave espiritual y religiosa. En el cristianismo antiguo las penas por los pecados graves o delitos contra la moral cristiana, apostasía, adulterio, asesinato…, se castigaban con expiaciones y penitencias públicas muy severas. Hacia el siglo III surgió la costumbre de visitar a confesores que esperaban el martirio solicitándoles una carta o billete para el obispo, a fin de que este aplicase indulgentemente la pena del solicitante, la redujese o extinguiese, en una especie de compensación mística de los sufrimientos del mártir por las penitencias exigidas al confeso.

En el siglo VIII los obispos adoptan la costumbre de reducir las penas que imponen a los pecadores a cambio de alguna misión santa o sagrada: obras de caridad, peregrinación a santos lugares, mortificaciones concretas, ayunos, abstinencias, o dormir sobre un lecho de ortigas. Durante el siglo XII el Camino de Santiago se volvió muy popular, gracias en parte a las indulgencias que dicha peregrinación prometía, sólo para los “verdaderamente arrepentidos y confesados”. La indulgencia se fundamenta teológicamente en la comunión de los santos, la unión mística de los fieles, un tesoro de méritos que la Iglesia administra y que supone una ligazón virtual, sobrenatural, de las almas, para bien y para mal, pues tanto las buenas como las malas obras afectan a todo el pueblo de Dios, mejorándolo o corrompiéndolo.

Como hemos apuntado y por desgracia, la indulgencia acabó convertida en un instrumento político y económico más que espiritual, muy eficaz durante a reconquista española como estímulo guerrero. Así se llegaron a negociar dispensas de ciertas obligaciones, como las de ayunar en cuaresma. En el siglo XVI se compraban y vendían dispensas como si cotizaran en el Ibex, otorgadas por el Papa, por cardenales y obispos. Un siglo antes de que Lutero se levantara contra ello, en Bohemia, Jan Hus (1369-1415) denunció estos abusos. A principios del XVI Lutero acusará a la Iglesia de Roma de instrumentalizar con las indulgencias el miedo al infierno y esta querella estará en el origen del cisma protestante. La contrarreforma y el concilio de Trento pusieron fin a la venta de indulgencias y dispensas. En la actualidad las regula el derecho canónico y las define con precisión el catecismo.

Sin embargo, Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-17 d.C.), que no pudo ser cristiano, menciona la indulgencia como una virtud erótica, no religiosa. Ese saber perdonar es para el poeta una condición del amor duradero, ese que se aleja de disputas y combates de amargada lengua, reproches y recriminaciones que suelen contar –declara con ironía- en la dote matrimonial.

El perdón, como dice Juan, buen cura amigo mío, es el superdón, un generosísimo regalo, porque nadie puede ser obligado a perdonar las ofensas o a olvidar lo que en justicia se le debe. El del indulgente es un comportamiento gracioso, gratuito. Perdona quien quiere ser bueno, es decir, ejercer la benevolencia, más allá de lo obligado, por condescendencia o tolerancia, por piedad, misericordia o conmiseración, aun esperando una gratitud que raramente obtiene con su perdón. Los sentimientos indulgentes son motivos entrañables de una virtud tan venerable como olvidada. Igual que la paciencia.

(Ilustración: Ortiga mansa. Lamium amplexicaule)

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