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H2O por José Biedma López

H2O por José Biedma López
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martes 24 de diciembre de 2019, 10:56h
No apreciamos el agua hasta que falta. Según el legendario fundador de las ciencias físicas y matemáticas, el sagacísimo Tales milesio, el líquido elemento está en el origen de todo. El agua es fuente y arcano indispensable del caldo de la vida, de la sopa primordial, del charco en que maduraron los úteros primitivos. A las células eucariotas les dio por dividirse, sin duda, para nadar
H2O por José Biedma López

Y por desgracia o por despilfarro humano, “demasiado humano”, el agua es cada vez más rara en su libertad sin dueño, más escasa en su pureza corriente e insensible de esencia incolora, inodora e insípida. Encarcelada y apresada su potencia colosal, mercadearán con ella los presidentes de taifas del oasis cementado y el desierto polvoriento, de este pellejo de toro cada vez más despoblado y seco, que es España, al menos desde que Juan de Mena en el XV la cantara... Al menos en el Sur, cuando se acerque de nuevo la sequía, no le quedarán al fluido principal sino escasos y recónditos aljibes naturales, tan profundos que arden, donde refugiarse insegura en las entrañas calientes e insondables de la tierra, a salvo del ruido, del cloro y de la bomba.

Lo que bebemos ya es otra cosa, digan lo que digan los tunantes... Una sopa química precocinada en la que ni siquiera sobran micro-plásticos. Sueña mudo el tambor de la noria torbellinos y lances con su amiga de plata... El duende del amor, ¡el muy hechicero!, se nutre de la carencia, se recrea y engorda con la ausencia. Así el príncipe cristiano que ha pasado por el exilio y la falta de recursos aprende mejor luego a mantenerse en el trono, como aprendió el Cid a ganarse la vida al salir desterrado. Por fin llueve, y el agricultor y el ganadero suspiran contentos. La norteña espalda del cedro se cubre de musgo; los campos de verde. Tras el temporal, la calma. Sale el sol, enjoyará el rocío. Pones el oído y oyes a la hierba crecer.

Los árabes, porque sabían lo que era pasar sed en sus orientales arenales, construyeron acequias como cuerdas de laúd para ensartar aljófares, igual que venas y capilares con que cebar discretamente la piel desnuda de la tierra, los pies filamentosos de acelgas, berenjenas y alcachofas, el humus de arriates con jazmines y alhelíes. Los musulmanes andaluces levantaron palacios donde saltaba el agua como un arpegio acordado en pentagrama estrellado de fuentes, surtidores acicalados con esmaltes de azulejos. Los moros cavaron baños donde cada poro del cuerpo podía saciarse de agua mientras la luz, colada por celosía, a guisa de cedazo de astrónomo o alquimista perspicaz, refractaba en cada gota su espectro, desgranando el fruto del mismísimo sol, tal que accediera a mirarse y recrearse allí en prodigiosos arcos iris, íntimamente satisfecho, reflejado, multiplicado y domesticado en una miríada de diminutos y perfectísimos espejos.

De aquellas o parecidas abluciones sagradas no quedan sino ritos esquemáticos y la prisa funcional y económica de la ducha solitaria. ¡Y llamamos a la lluvia “mal tiempo”! Llevamos mucho rato sin poner amor en lo que hacemos con las cosas, en lo que hacemos con nosotros mismos, y el que no ama, ya se sabe, el que no ama aborrece, o sea, se aburre. Y ¡ojo!, porque huyendo del aburrimiento nos agarramos fácil a amores patológicos. Y avariciosos, tiramos el agua.

¿Hemos de sorprendernos porque Poseidón, señor de todas las aguas, se irrite y enfurezca de tal modo, cuando quiebra los cascos de poderosos navíos a golpe de tridente y extiende por las costas tempestades alborotadas de espuma, y encrespa de rabia ciega los océanos agitando ferozmente su nacarada diadema?

Nuestra falta de respeto y nuestro descuido irresponsable están haciendo de cada manantial, curso, canal o arroyo, una cloaca; la fantástica especie de las Ninfas está al borde de la extinción; las Náyades ya no deslizan entre bailes por el fondo de los ríos sus rizos rutilantes; delfines y ballenas se suicidan por no poder cumplir su viejísimo oficio de conductores de Nereidas; arrasados los sotos, las doncellas Melíades ya no velan sus tersos pechos ubérrimos tras las ramas de los fresnos...

De nada sirve que imploremos al cielo si hasta las lágrimas nos saltan turbias mientras emponzoñamos el triste valle de aquí abajo con armas y armatostes. Antes de buscar el compadreo con lo etéreo, debiéramos reconciliarnos con las esencias materiales que componen la forma terrenal en que habitamos. No estamos preparados para conquistar otros planetas y astros, si somos incapaces de limpiar antes la casa común de cochambre y mugre, de ignorancia y vileza; tendremos que penar, ¡y tanto!, mientras nos purificamos de nuestra mala sombra, por la traición inferida a la naturaleza inocente que nos ha criado y en la que somos.

Propongo una reconversión interior ayudada por la sed de bien y el hastío del glotón. Esto a medio plazo. Por el momento, agradezcamos que del cielo caiga agua o nieve, lo que sea, mientras no arruine cocheras, aflote coches y embarque casas, un poco de agua para enjugar el rostro y limpiar los orines y mierda de los canes o, peor, el rastro de sangre inocente y mala leche.

Sin ella, sin su amiga el agua, se abrirá la alberca como fruta podrida. Y hasta se sufriría sequía de abrazos, aún en plena pascua navideña, si nos faltase el agua.

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