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AVENTURAS DEL ESPÍRITU por José Biedma López

(La ilustración es foto del autor: termitas obreras devorando madera)
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(La ilustración es foto del autor: termitas obreras devorando madera)
martes 03 de diciembre de 2019, 11:10h

En su famosísima obra República, Platón especula con la posibilidad de una ciudad ideal. Originalmente, dicho diálogo de madurez se tituló Politeia, o sea, concerniente a la polis o ciudad-estado. Luego, los latinos lo tradujeron Res-publica, es decir, cosa pública. Para el maestro ateniense una ciudad perfecta es aquella en que cada cual está en su sitio, donde le corresponde según su talento y merecimientos. Para conseguirlo, lo mejor es acabar con la familia. En la hipotética ciudad ideal de Sócrates (portavoz de Platón) nadie sabe quiénes son sus parientes. Los niños y niñas son educados por el Estado y un comité de mujeres decide quién se acuesta con quien con fines procreativos y eugenésicos. Fin del amiguismo, del enchufismo y del nepotismo. Son los filósofos-reyes o reinas-filósofas quienes deciden el nivel de estudios de cada quisque de acuerdo con sus aptitudes, si se va a ser artesano, policía o magistrado

AVENTURAS DEL ESPÍRITU por José Biedma López

Su discípulo más cualificado, Aristóteles, al que Platón apodó “el Lector” por su costumbre de leer en silencio de noche a la luz de un candil de aceite, ironiza con la ciudad ideal platónica diciendo que es mejor ser sobrino reconocido de Platón que su hijo natural (que se sepa Platón no tuvo ni mujer ni hijos), porque su hijo no le reconocería como padre en su “ciudad perfecta”. Y añade que tal ciudad, soñada por el fundador de la Academia es más propia de un enjambre o un hormiguero que de seres humanos. Para Aristóteles, la familia es imprescindible para la felicidad del animal social, o sea, del ser humano. De hecho, Aristóteles se casó dos veces y tuvo hijos.

Los seres vivos y las sociedades se comportan en muchos aspectos como máquinas complejas. Los insectos sociales, sean hormigas, abejas o termitas, llevan a cabo su labor cotidiana de forma mecánica, como autómatas gobernados por estímulos externos. “Una hormiga sola alejada de su colonia, no puede considerarse que tenga gran cosa en la cabeza, las pocas neuronas de que dispone de ninguna manera pueden constituir una mente, y mucho menos elaborar pensamientos; en realidad se asemeja más a un ganglio con patas” (Lewis Thomas). Pero al observar el funcionamiento de un hormiguero, se hace patente que los miles de hormigas que lo componen se comportan como un organismo pensante. La hormiga sola no, pero el hormiguero sí planifica, calcula... La colonia entera actúa como un solo animal. Lo mismo puede decirse de las termitas organizadas también en clases como los ciudadanos de la república platónica: que generan una inteligencia colectiva cuando su número alcanza cierto nivel crítico.

Lo mismo sucede con las jaurías de lobos, los cardúmenes de peces o las bandadas de pájaros, y hay motivos para creer que los seres humanos formando masas responden a un tipo de fuerza y conducta similares, dominada por instintos primitivos, brutales, según estudia la “psicología de masas”. La vinculación de los humanos en redes interactivas es tan vieja como la humanidad, se trate de clanes, tribus, aldeas, feudos, ciudades, naciones, imperios o sociedades internacionales. Por eso son tan decisivos los sistemas de comunicación: la escritura, la imprenta o la telemática han producido revoluciones decisivas, la última y global todavía en pleno auge.

Sin embargo, al contrario que los animales además de la evolución biológica los seres humanos poseen Historia, un proceso de aventuras que dura unos diez mil años (nada en comparación con la escala biológica o con la geológica) marcado por innumerables conflictos y trastornos que alteran el curso de su desarrollo y lo aceleran. Su creciente complejidad exige un extraordinario gasto de recursos en educación para garantizar cierta estabilidad dinámica, gracias a un lenguaje que también evoluciona históricamente. Al cansino e involuntario (hasta ahora) caminar de la evolución biológica con sus mutaciones aleatorias y su selección genética basada en la lucha por la vida y su reproducción, el humano añade conscientemente discontinuidades a través de reformas o revoluciones que introducen o rechazan modos de vida, morales y tecnologías productivas y reproductivas.

Un solo individuo como LaoTsé, Jesús, Mahoma, Marx o Hitler, pueden poner en movimiento fuerzas sociales de enorme e imprevisible alcance, constructivas y/o destructivas. Casi todos los grandes movimientos de la Historia han surgido de decisiones individuales o de minorías selectas o de grupos reducidos y entusiastas. El libre albedrío tal vez no sea compatible con el determinismo científico, pero es la fuerza más interesante de cuentas entran en juego en nuestra vida. Tomamos decisiones en esa “zona de inseguridad” (William James), resoluciones acertadas o equivocadas donde las energías físico-químicas no proporcionan más que el decorado, el escenario. Contra la insipidez de la racional y productiva vida burguesa se levantaron románticos y bohemios; contra las banalidades de la producción en masa, la contracultura de los beatnik y de los jipis en su intento de recobrar valores antiguos y perdurables que la civilización industrial amenaza destruir, satisfacciones fundamentales que sólo se encuentran en la naturaleza, en las relaciones humanas y en el conocimiento de uno mismo, en un mundo en el que la carne y el espíritu no sean pisoteados por la máquina.

Como en Gattaca, la película de Andrew Niccol (1997), la voluntad humana es capaz de sobreponerse a las determinaciones biológicas y de vencer el poder político y tecnológico, o apta para adaptarse a él. Esto último lo hizo Suecia, que de ser un país agrícola y feudal se convirtió en una próspera nación urbana en menos de un siglo. Los hombres no nos distinguimos del resto de las criaturas por nuestra dotación biológica, sino por el uso que hacemos de ella y, en la actualidad, estamos en condiciones incluso de modificarla a voluntad.

Nada sería de la Historia sin el legado cultural que atesora y modifica, como enanos subidos a espaldas de gigantes vemos más que ellos ¡porque estamos sobre ellos! Escapamos así de la esclavitud biológica que impone a otros seres una actividad mecánica, respondemos intencionalmente a los estímulos reflexionando, ¡compartimos con los dioses el poder creativo y el “espíritu de aventura” (Ortega)! El héroe inaugural de nuestra cultura, el Ulises de Homero, es un aventurero nostálgico, el Ulises de Dante cuando llega a las columnas de Hércules, fin del mundo antiguo, exhorta a sus compañeros a seguir adelante: “Tenéis vuestras vidas no para vivir como las bestias, sino para esforzaros por alcanzar la fama y el saber”. Como dice Eugenio Trías, el humano es un animal limítrofe porque se alimenta de los frutos del límite, en esa frontera entre el reino animal y el divino.

Ese afán de descubrimiento que es la actividad científica constituye una frontera infinita. El hombre moderno sigue ansiando tanto la aventura como la comodidad familiar, dos cosas muchas veces inconciliables, así como dificultoso es hallar un progreso que no nos disocie de los orígenes, porque el deleite puramente animal nunca nos resulta suficiente, pero sí necesario.

Escribe Platón en el Fedro que las mayores bendiciones le vienen al hombre a través de locuras (manías) que nos son otorgadas como gracias, como dones divinos, tal la locura poética, la erótica, la profética, etc., es el entusiasmo inspirado por un dios interior que luce y se revela en ritos y celebraciones, que busca el éxtasis como liberación de imperativos biológicos y sociales (cfr. R. Debos, Un dios interior, 1986). Señalaba por ello Whitehead que religión y ciencia tienen orígenes semejantes y evolucionan hacia metas parecidas. Los mitos de la religión y las leyes de la ciencia no son tanto descripciones de hechos como expresiones simbólicas de verdades cósmicas. Religión y ciencia hacen que la vida humana sea algo más que una lucha por sobrevivir en un proceloso mar de penas y miserias, que vivir pueda ser algo mucho más bello, verdadero, bueno y trascendente: una aventura del espíritu.

(La ilustración es foto del autor: termitas obreras devorando madera)

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