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LA VERDAD EN LA ILUSIÓN por José Biedma López

LA VERDAD EN LA ILUSIÓN por José Biedma López
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jueves 13 de junio de 2019, 17:15h
LA VERDAD EN LA ILUSIÓN por José Biedma López

Crítica literaria del libro de Luis Antón del Olmet, "Historia de asesinos, tahúres, daifas, borrachos" editado por GINGER APE BOOK&FILMS

Luis Antón de Olmet bien podría acreditar el dudoso título de ser el más bizarro y uno de los más canallas del periodismo español de todos los tiempos, que son recientes porque el periodismo propiamente dicho es contemporáneo de la imprenta y de esa creación sentimental e ideológica que llamamos Actualidad. Aristócrata, hijo de andaluza y de catalán nacido en Bilbao en 1886, recriado en Madrid, decidió ser gallego, así, por libre elección, desde que en 1906 obtuvo plaza de funcionario en la Delegación de Hacienda de La Coruña.

Pero aquello del funcionariado no congeniaba con su perfil hiperactivo y bravo. Así que pronto despreció su ocupación pública para dedicarse al periodismo y a la agitación política. Reaccionario y clerical, o anticlerical, según las exigencias políticas del momento, germanófilo o pro-aliado, según quien financiara el panfleto. Muy corpulento, achulado, duelista, maquiavélico, apasionado, mujeriego, beligerante, con fama de amoral, maestro de la infamia, murió asesinado por celos profesionales y amatorios de un disparo a quemarropa en el saloncillo del teatro Eslava madrileño.

Sus treinta y ocho años de vida le dieron cancha suficiente para fundar periódicos y escribir miles de artículos, excelentes relatos, discutibles obras dramáticas políticamente comprometidas.

En 1912 publicó en Madrid un relato, La verdad en la ilusión, que anticipa la distopía famosa de Huxley en Un mundo feliz (1932). Su protagonista, hijo del siglo XIX, cataléptico, despierta en la vitrina de un museo del siglo XXIV cuando los varones son todos calvos, desdentados y hablan un extraño español. Las mujeres, flacas, ágiles y feas, llevan el pelo corto y sólo se las puede reconocer porque siguen hablando pestes unas de otras. Todo el mundo viste túnicas grises y austeras. Todos estudian o trabajan (no hay tercera opción de rentista o subvención) y usan teléfonos inalámbricos (Olmet, preclaro profeta).

No existen ya ni la religión ni la familia ni la patria ni el dinero, y se conocen unos a otros por códigos digitales. Viajan a velocidades inverosímiles, de modo que ciudades, campos, mares y montañas se disuelven en confuso torbellino que pasa alrededor como una alucinación. Comer o defecar son cosas de un pasado primitivo de materialismo bestial. Para su conservación, los ultracivilizados del siglo XXIV tienen bastante con unas pildoritas de “quinta esencia, elemento químico, síntesis de nutrición”, que va directamente a sangre y suprime la digestión, ese proceso tan sucio y desagradable, y así con esas pildoritas se sostiene la vida humana sin empachos, sin cólicos y sin hedores.

Con ello, el hombre del siglo XXIV ha suprimido la crueldad del matadero. Ya no hay que asesinar ni descuartizar todos los días a millones de animales y peces. El pasado que exigía tal holocausto se le antoja al hombre moderno un repugnante horror. Por innecesarios, se han suprimido de la anatomía humana el bazo, un pulmón y un riñón. Una cirugía avanzada corrige así los absurdos que ha impuesto durante siglos una naturaleza perezosa, lenta para la evolución y los refinamientos.

Ni el sentimiento ni la pasión existen ya en el mundo. El cariño se ha reducido a la fórmula social de la cooperación, a la austera disciplina del pacto. El afán reproductivo se ha entibiado tanto que es preciso halagar con premios importantes a las que pierden su tiempo, “el aureo tiempo que reclama el estudio”, procreando estúpidamente.

Los ultracivilizados contemplan todo desde un punto de vista “metafísico”. Como tampoco existe ya el dinero, nadie acude a la política para enriquecerse. También han desaparecido las “naciones”, esa abstracción egoísta sostenida y defendida por hombres de corazón mezquino. “Ya no hay más que humanidad”. Igual las distinciones raciales, también desaparecidas. No eran más que diferenciaciones basadas en la incomunicación, ya el tren –explica el guía ultracivilizado a nuestro protagonista del siglo XX- confundió a andaluces y gallegos, el avión a españoles y franceses, el superavión confundió a los europeos con los japoneses, y la superaeronave a los marroquíes con los patagones… En el siglo XXIV, casarse en Abisinia, pasar la luna de miel en el Indostán, tener un hijo en Extremadura y pasear todas las tardes a orillas del Danubio está al alcance de cualquiera.

Al contrario que en el mundo irónicamente “feliz” de Aldous Huxley, el futuro concebido por Luis Antón del Olmet es completamente comunitario: “Las hembras son de todos, los objetos de todos, los vicios de todos”. Ya no hay hombres de genio, esos perturbadores y raros que se elevaban como cráteres altivos sobre la llanura de la mediocridad y la banalidad de la inmensa mayoría, pero también se acabaron las hordas analfabetas, ineducadas y frívolas. Es evidente que resulta más productivo el esfuerzo de mil habitantes laboriosos e inteligentes, sin pretensiones ni jactancias, que la impetuosidad efímera de un solo genio rodeado de tontos.

Nuestro protagonista de La verdad en la ilusión pasa del entusiasmo por este mundo futuro de hombres fríos absorbidos por la ciencia y la mecánica (tecno-ciencia, la llamaríamos hoy) a la decepción. Se trata de un mundo sin ilusiones, sin poesía, sin magia, sin teatro, sin ritos, ¡sin tauromaquia!, en el que las mujeres ya ni encantan ni bailan, sólo estudian. Excepcionalmente algunas se dejan embarazar, sacrificándose para que no desaparezca la especie: la inmensa mayoría trabaja, estudia, inventa, descubre…

Al escuchar todo eso, el protagonista se siente “cada vez más anarquista”: “De buena gana hubiera dado un puntapié al tinglado ridículo de aquella civilización absurda, y hubiera plantado sobre las ruinas del intelecto una plebeya y fragante mata de claveles”. Porque se trata de un futuro sin arte, carente de toda exaltación, en el que ya nada habla de fe, de poesía, de idealidad. El futuro de una humanidad seca, disecada, reducida a puro nervio, sin dioses, sin mitos ni encantos sentimentales; sin dolor, eso sí, pero también sin alegría, futuro en el que el hombre es una ridícula miniatura embebecida, retraída en una ciencia sin finalidad.

El colmo y absurdo de esta reducción intelectualista de la vida humana lo ofrece un marciano que causa enorme expectación en el ultracivilizada Tierra del siglo XXIV. Ellos, los habitantes de Marte, han ido por delante de los terráqueos. Y ahora, por fin, se ha hecho posible la comunicación entre especies. Tras aguardar una larga cola lo vemos:

“Estaba desnudo, apoyado sobre la pared. Era pequeñito como un niño de seis años. Tenía la piel verduzca, y era flaco, tan sutil, tan espiritado, que a veces, al mirarlo fijamente, se desvanecía. Su forma recordaba la de una rana enorme. No tenía nariz. La boca era un agujerito redondo por donde casi no pasaría cómodamente una de mis píldoras nutridoras. Los dedos eran largos y flacos, enormes dedos que desarrolló el trabajo, un trabajo astuto, de inquisición. En medio de su cara horrible, repugnante, como la de un reptil que tuviera mucho talento, fulgía un ojo lleno de sabiduría, de inteligencia, un ojo atroz, que se reía de nosotros, que nos contemplaba como si fuéramos animales inferiores, un ojo aborrecible, aberradamente cerebral”.

Los marcianos, una vez sometido su planeta, eliminada la pobreza, suprimidos los sexos, paliado el dolor, se reproducen sólo en laboratorio y ¡son inmortales!, ya que han descubierto la “célula vital” que les permite fabricar vida. No obstante, ante la pregunta capital de si son felices, la respuesta no puede ser más descorazonadora: los marcianos padecen la horrible dolencia del hastío. Se suicidan a millares por la tristeza de verlo todo y de verlo vacío, estéril, sin principio ni fin, esa contemplación les anonada y sufren por ello de una melancolía absoluta, propia de semidioses que se reconocen mezquinos.

Nuestro protagonista, ante esta sincera revelación del marciano llora, mientras el marciano ríe con su gran ojo inteligente, de una manera sarcástica, implacable, tratando el llanto del humano como podría comentar un gran filósofo pesimista los pobres afanes de un reptil.

El protagonista huye camino del museo prehistórico, prehistoria a la que él pertenece y de la que no se quiere ya apear, se sube a su vitrina y escribe al conserje: “Que no se nos despierte. Queremos dormir. Tenemos derecho a dormir, a ignorarlo todo. Exigimos ser durante la eternidad, poetas…”.

Además de este premonitorio cuento, genial advertencia sobre la pérdida de la ilusión asociada a una razón meramente instrumental, ilusión que Ortega consideraba imprescindible tónico de la voluntad, el libro Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos… (Jaén, 2012) incluye otros relatos de Luis Antón del Olmet, de una prosa original, salpicada de neologismos, de adjetivación sabrosa, rica, apasionada y romántica, digna de un escritor que sin duda merece mayor reconocimiento. ¡Enhorabuena a GINGER APE BOOK&FILMS por recuperarlo en una bien cuidada edición con estudio introductorio a cargo de Rubén L. Conde!

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