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¡SOBERBIO ÁLVARO DE LUNA! por José Biedma López

¡SOBERBIO ÁLVARO DE LUNA! por José Biedma López
jueves 30 de enero de 2020, 10:47h

Siempre he creído que el más mortal de los pecados es el capital de la Soberbia (la soberbia del capital es otra cosa). Prefiero la interpretación del Génesis que hace de la soberbia también Mal genuino, pues Adán y Eva “quisieron ser como dioses”. La serpiente ofrecía nada más y nada menos que la omnipotencia, el poder absoluto. Lo peor del soberbio no es que consista en larva de tirano, sino que se cree suficiente y mejor que nadie. Craso error porque según el dicho castellano “nadie es más que nadie”. Puede que, a la tarde, como escribió Juan de la Cruz, seamos “examinados en el amor”, y no en el honor, por un Catedrático supremo y aunque los dioses estén más allá del bien y del mal, es evidente que el juicio divino será inapelable, pues por definición no existirá instancia superior a la que recurrir. Depongamos el orgullo injustificado

¡SOBERBIO ÁLVARO DE LUNA! por José Biedma López

Lo cierto es que la soberbia mata; el exceso de confianza mata al hombre, igual o más que otros excesos. Un ejemplo histórico es el de Don Álvaro de Luna, privado de Juan II de Castilla y León. Su nacimiento hacia 1390 fue oscuro. Su padre, señor de Cañete (Cuenca), lo tuvo “hijo natural” con una mujer del común, La Cañeta, tan desenvuelta que parió cuatro hijos de distintos padres. Aunque quedó huérfano muy niño, no le faltaron padrinos al bastardo, su tío abuelo fue el antipapa Benedicto XIII (Papa Luna) y su tío Pedro de Luna, arzobispo de Toledo, le introdujo en la corte como paje del rey Juan II (1410) cuando este era todavía un chaval tutelado por su madre. Tenían la misma edad y congeniaron. Álvaro se le hizo al rey imprescindible, “se enlazaron en amistad tan estrecha que aunque era Don Juan el Rey, parecía Álvaro el rey Don Juan”, escribe Lozano.

Los envidiosos de la época hablan de “hechizo”, de que Álvaro tenía embrujado a Juan. Los psicoanalistas modernos suponen una relación homosexual. “El rey no podía estar ni folgar sin él, ni quería que durmiese otro con él en su cámara”, cuenta un cronista de la época. Marañón los supuso pareja de hecho. El caso es que eso no le impidió a ninguno de los dos tener relaciones satisfactorias con mujeres. Con diferentes hembras Álvaro tuvo dos hijos naturales, que sepamos, y dos legítimos con doña Juana Pimentel (La Triste Condesa).

La oligarquía nobiliaria de Castilla y de Aragón no vio con buenos ojos que un advenedizo tuviera tanta influencia en las determinaciones de la corona. Ni tenía sangre azul ni había ganado sus honores con las armas, como el Cid Campeador. No obstante, era admirado como buen cabalgador, habilidoso lancero, buen poeta y elegante prosista. Escribió un libro en defensa de las mujeres: Virtuosas y claras mujeres, contra la literatura misógina de la época. Y fue responsable del fortalecimiento de la monarquía castellana, frente a los nobles levantiscos y codiciosos –aunque no tanto como él- y frenó las expansionistas ambiciones aragonesas.

La reina Catalina de Láncaster, madre de Juan II de Trastamara y nieta de Pedro el Cruel, no veía con buenos ojos la completa dependencia de su hijo respecto de su valido. Sin embargo y a pesar de la reina y de los malcontentos, el rey no hacía más que repartirle honores a su privado y don Álvaro acabó mandando como Condestable de Castilla, Maestre de Santiago, Duque de Escalona y de Trujillo, Marqués de Villena, etc. Cuando murió la reina supo don Álvaro apaciguar motines y aquietar ánimos de la nobleza levantisca concertando el matrimonio de don Juan con doña María, infanta de Aragón. Contaron que se atrevió en requerir amores a la reina, pero es infamia que inventó la envidia. El caso es que sus detractores consiguieron que se retirara a Ayllón (Segovia), pero su exilio duró unos meses. El rey no podía vivir sin él, loaba su habilidad y entendimiento. Álvaro “se vino arriba”, voló demasiado alto y cometió el error de aconsejar al rey que hiciese salir de su Casa y Corte a todos los grandes de España. No se lo perdonarán y tramarán venganza.

En 1430 don Álvaro de Luna casó por segunda vez con Juana, hija del conde de Benavente, siendo sus padrinos nada menos que el rey Juan y la reina María. El príncipe don Enrique, ya viudo de su primera mujer doña Blanca de Navarra, que murió moza y harto desabrida, pues en la primera noche de bodas conoció que el príncipe servía para poco en el tálamo, unas veces se ponía de parte de don Álvaro y otras en su contra. En la batalla de Olmedo luchó con los infantes de Aragón y los grandes de Castilla contra el mismo rey y su valido, lo que le costó la vida. En esta batalla salió por el contrario muy airoso don Álvaro. El rey lo premió concediéndole nada más y nada menos que el Maestrazgo de la orden militar más poderosa, la de Santiago, por encima de su administración que ya por entonces controlaba.

Poco después, en 1431, don Álvaro al frente de las tropas reales de Castilla estuvo a punto de conquistar Granada. Según unos le detuvo el terremoto de Atarfe, según otros el soborno de los moros que le entregaron un carro repleto de higos rellenos de oro (¡malas lenguas, ya no saben qué inventar!). Murió también la reina María, hermana de los infantes de Aragón, y don Álvaro concertó un nuevo matrimonio de su amigo íntimo el rey Juan II de Castilla y León con Isabel de Portugal, amiga suya, que luego será enemiga, madre de Isabel la Católica. Fue encontrando así su perdición donde pensaba hallar el colmo de sus dichas. Había situado a criados, amigos y parientes en puestos honrosos, pero todo eso de nada le valió cuando Juan fue doblegando su voluntad a la reina Isabel de la que se había enamorado y que se sorprendía de que un vasallo como don Álvaro tuviera al rey tan avasallado. Los contrarios a don Álvaro fueron viendo su oportunidad, entre ellos el Marqués de Santillana.

Don Álvaro era sagaz, astuto como una serpiente, y fue avisado de la conjura, pero igual que su ambición y codicia no tenían límite, su soberbia tampoco, y fue esta la que le arrastró a la ruina. Como fue todo un carácter, arrebatado por su natural colérico dio muerte a Alonso Pérez de Vivero defenestrándolo del palacio al río. Alonso de Vivero, sirviente que había traicionado la confianza de don Álvaro, era ministro y Contador mayor del rey y, además, ¡el crimen se cometió en Viernes Santo!, el de 1453. Este exceso tocó a rebato. Los opuestos al de Luna sumaron al vulgo y vocearon la maldad reclamando venganza. El rey, que imaginamos con gran aflicción, mandó a Álvaro de Zúñiga que fuera por su tocayo a Burgos y le prendiese. El de Zúñiga tomó en silencio la ciudad con una escuadra de ochenta caballeros. Un criado se atrevió a decirle a don Álvaro lo que pasaba, aconsejándole que tomase disfraz y fuese a un mesón del arrabal, desde donde podría buscar mayor seguridad. Hubiese hallado en eso su salvación, pero el “pundonor”, otro nombre de la soberbia, se impuso: ¿Cómo el condestable de Castilla, maestro de Santiago, tres veces grande de España, privado del rey y dueño del reino, iba a mostrar flaqueza? Tan confiado estaba de sí mismo que no se percató de cómo la ciega y voluble fortuna tenía hambre de su orgullosa gloria mundana.

La gente armada cercó el cinco de abril de 1453 las casas de Pedro de Cartagena, donde Álvaro de Luna posaba. Pidieron con cortesía que se diese a prisión. Él alegaba que aquello se hacía sin orden del rey. Pero al fin le presentaron una cédula firmada por Juan II, su compa de toda la vida. Allí mismo fue a comer el rey después de oír misa con el obispo de Ávila, obispo que tuvo que soportar los insultos y amenazas del preso, todavía bravo. Dicen que don Álvaro escribió un largo billete al rey recordándole sus servicios y solicitando su perdón, pero este, muy presionado por la nobleza, respondió con sequedad al valido al que tanto amó y en quien tanto idolatró. Y tanta privanza, tanto servicio, tanto agasajo y tanto cortejo ya no despertaron las tiernas memorias de la lejana juventud.

Le llevaron preso a Portillo, donde lo procesaron acusándole de innumerables delitos. Sus descargos sirvieron para poco, cuando ya el rey era su contrario y la reina atizaba el fuego de la hoguera. La sentencia fue de muerte. Le trasladaron a Valladolid para que sirviera de aviso su ejecución. Fue el mismo año en que los turcos conquistaron Constantinopla. Un cinco de julio de 1453 sacaron al condestable sobre una mula enlutada, rodeada de guardas y ministros, y le condujeron al suplicio. En el pregón ya no se citaban sus títulos, sino que se decía que “esta es la justicia que manda hacer el rey a este cruel tirano, etc.”. Una cruz sobre el cadalso y a sus lados dos hachones encendidos sobre un amplio tapete le aguardaban.

Cuentan que don Álvaro se quitó el capuz y subió con resolución las escaleras del degolladero acompañado del franciscano Alonso de Espina, hizo a la cruz profunda reverencia, se asentó en la silla y entrególe a un paje leal sombrero y anillo diciéndole que era lo último que le podía dar, y aún tuvo la sangre fría de preguntar al verdugo por qué había allí en un listón vertical un garfio de hierro colgado de una escarpia. El verdugo respondió que para poner su cabeza después de cortada. A lo que don Álvaro añadió: “Después de yo muerto, haced del cuerpo lo que queráis; que a los hombres de valor, ni la muerte ni ultrajes los afrentan”. Dicho esto, se desabrochó el vestido y entregó con serenidad el cuello a la espada. Su cuerpo estuvo tres días sin enterrar, con una bacía al lado para recoger limosna por un hombre que acumuló inmensa fortuna, grandísimos honores, y que decidió durante treinta años los destinos de España. “Nunca la soberbia dejó de hallar precipicio”, concluye Lozano en su moraleja. Yo he preferido dedicarle al de Luna esta coplilla:

Cuando se te aparezca el dios

ruégale, Juana, encanto,

no levante tanto a nadïe

para destrozarle tanto

pues muy dura es la caída

cuando se cae de tan alto.

Algunos piensan que fueron los celos de Isabel, sobre todo, los que acabaron con el soberbio condestable. Un cuadro de Rodríguez de Losada recoge a la gente sencilla llenando la bandeja para el entierro del valido. Federico Madrazo también dedicó un cuadro a la ejecución del Condestable. Dicen que el rey no se recuperó de aquella tragedia y murió de tristeza al poco tiempo. En la plaza del Ochavo de Valladolid aún se conserva una argolla en recuerdo de donde pendió la cabeza de don Álvaro.

El poeta cordobés Juan de Mena (1411-1456) nombra al Maestre de Santiago con respeto: “Este cabalga sobre la Fortuna/ e doma su cuello con ásperas riendas”. Cuenta en los dodecasílabos memorables de su Laberinto de Fortuna que una famosa maga de Valladolid predijo su decapitación haciendo hablar a un muerto. “Y del condestable juzgando su hecho, / así determino su hado y pregono: / será retraído del sublime trono / y aun a la fin del todo deshecho”: A pesar de su humilde final, sus restos reposan soberbiamente en la catedral de Toledo. El cronista Gonzalo Chacón nos dice que fue “un gobernante celoso del bien público y de la gloria de su soberano”. Soberbio o no, favoreció el poder monárquico con el apoyo de la naciente y emprendedora burguesía y los cuantiosos recursos otorgados por el tercer estado a cambio de su influencia en las Cortes. ¡Ojalá nuestros soberbios copiasen la mitad del respeto al bien común que demostró don Álvaro de Luna!

Para saber más:

http://gentedigital.es/comunidad/jesaal/2013/07/18/don-alvaro-de-luna-camino-del-cadalso/

https://vallisoletvm.blogspot.com/2009/11/la-ejecucion-de-don-alvaro-de-luna.html

http://valeriaardante.blogspot.com/2015/03/la-asombrosa-tumba-del-condestable-de.html

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