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LOS SIETE INFANTES DE SALAS Y EL BASTARDO MUDARRA por José Biedma López

LOS SIETE INFANTES DE SALAS Y EL BASTARDO MUDARRA por José Biedma López
LOS SIETE INFANTES DE SALAS Y EL BASTARDO MUDARRA por José Biedma López
Corrían los oscuros tiempos en que todo era nacer noble o vasallo, cristiano o infiel, vencer o ser vencido, cuando los sucesores de Pelayo intentaban empujar al moro más allá del Duero, hacia el 985 d. C. Reinaba en León y Asturias Bermudo II mientras florecían en Castilla siete bravos hermanos nacidos de un solo parto de doña Sancha, de estirpe noble como su marido, Gonzalo Bustos (o Gustios). Descollaron desde niños bajo la tutoría de Nuño Salido y, antes de que el bigote les sombreara el labio, ya se hacían temer de la morisma como rayos de lides y Martes de peleas

Se casaba en Burgos Ruy Velázquez, hermano de doña Sancha y tío de los infantes, con doña Lambra, prima del conde García Fernández. Entre juegos, justas, regocijos y debates, Sancha y Lambra se trabaron de palabras, que pocas palabras si son afiladas como espadas sobran a dos cuñadas para reñir. Acabaron diciéndose de todo lo feo y no llegaron a tirarse el moño porque las separaron. Gonzalo, el menor de los infantes, recogió a su madre y dijo a la tía algunas quemazones y pesadumbres de las que quedó picada y vengativa, disimulando su ponzoña hasta que tuviera ocasión de desahogarla. Otros dicen que la riña llegó a más y que del enfrentamiento entre las dos familias resultó muerto Álvar Sánchez, primo de Lambra.

Por honrarla o para quitar hierro a la bronca, los infantes acompañan a Lambra hasta Barbadillo. Lambra ve a Gonzalo bañándose en paños menores, lo que interpreta como provocación sexual, y creyendo que ya es ocasión para el desquite manda a un esclavo que arroje un pepino relleno de sangre a Gonzalo, el menor de los infantes, asegurándole al esclavo que lo protegería. Tal acción era considerada entonces en España grave injuria, por lo que Gonzalo y sus seis hermanos siguen al esclavo y le dan muerte en el mismo regazo de doña Lambra.

Doña Lambra, la recién casada, fue con lágrimas y quejas a Ruy Velázquez, su marido, y le calentó la cabeza exigiéndole venganza, día sí día no. Ruy Velázquez era hombre sagaz y astuto, al principio enjugó las lágrimas de su mujer intentando convencerla de que era mala razón de estado levantar por minucias incendios que luego no se pueden apagar, pero acabó cediendo… ¡Y tiró a la cabeza! Con despachos falsos consiguió que su cuñado Gonzalo Bustos (o Gustios) se presentase ante el califa de Córdoba con un texto escrito en árabe en que pedía a Miramamolín Almanzor que lo matara.

Sin embargo, Almanzor, hombre terrible pero recto, se apiadó de las venerables canas de don Gonzalo y, lamentando la traición del otro castellano, mantuvo a este en prisión dorada. Cuentan que, aún brioso y galán, llamó la atención de una hermana de Almanzor, al que algunos llaman Zaida, y que de sus amores nació Mudarra González: tronco ilustre que será del clarísimo linaje de los Manriques de Lara.

A esto, Ruy Velázquez, no contento con tener desterrado a su cuñado y estimulado por Lambra a la venganza se confabuló con Almanzor para quitar de en medio a los siete infantes de Lara (o Salas), bravos enemigos cuya osadía atemorizaba y hacía peligrar ya las fronteras del califato. Dijo que haría una salida a tierra de moros y los infantes se apuntaron, deseosos de probar su valor y de rescatar a su padre. Su ayo Nuño Salido se olió la trampa, sospechó trato doble e intentó sin éxito disuadirles de su empresa.

Y fue en las faldas del Moncayo donde una celada de moros, prevenida y dispuesta por Ruy Velázquez acabó con los siete infantes, quienes vendieron muy caras sus vidas. Les cortaron las cabezas que fueron llevadas a Córdoba como regalo a Almanzor. Llegaron desfiguradas por lo que Almanzor quiso asegurarse de que en verdad eran las de los siete infantes. Así que invitando a Gonzalo padre a su mesa, hizo sacar a los postres las ocho testas cadavéricas, las de los siete infantes y la de Nuño Salido.

No se puede expresar el inmenso dolor que sacudió a don Gonzalo, temblando revolvió aquellos despojos, pedazos de su alma, reliquias de su corazón destrozado, besándolos, abrazándolos y diciéndoles tales ternuras que conmovió a todos los presentes empezando por Almanzor, quien tanta compasión sintió por el cristiano que le dejó marchar a sus tierras en Salas. Allí renovó Gonzalo la relación con doña Sancha entre lástimas y dolores, sin poder tomar venganza.

Mientras tanto el bastardo Mudarra se criaba noble, fuerte y mañoso con las armas en los palacios del califa. Cuentan que jugando al ajedrez discutió con un príncipe moro y asiendo el tablero le dio tal golpe en la cabeza que no hubo que llamar al médico porque le dejó muerto. Supo por su madre quien era y cómo habían muerto sus hermanastros. Desde ese momento, Mudarra no piensa más que en vengarlos. Almanzor vio ocasión propicia para quitar de su corte aquel estorbo y dándole joyas, dineros y muchos cautivos cristianos que le acompañaran, le despachó para Castilla.

Llegó a Salas, conoció a su padre, gracias a medio anillo que le dio su madre Zaida y que casaba con el de Gonzalo. Mudó sus galas y se hizo encontradizo con Ruy Velázquez. Le trató de traidor y alevoso y a poco de pelear le derribó muerto. Le cortó la cabeza, que llevó a su padre. Fuese luego para doña Lambra e hizo que la apedrearan y, después de muerta, porque no quedase de ella ni vestigio, redujo sus restos a cenizas en una hoguera.

“Matan más lenguas que espadas”, sentencia el proverbio. La fábula de los Siete Infantes ilustra esta moraleja. Cristóbal Lozano la incluye en sus Historias y leyendas y al cabo pretende salvar a Mudarra: “vengar alevosías y traiciones aun no merece el nombre de venganza”. Sin embargo, lo cierto es que esta pasión, “humana demasiado humana”, el deseo de venganza, es verdadero protagonista de toda la historia.

Doña Sancha prohijó a Mudarra, quien el mismo día que se bautizó en Burgos fue armado caballero por el conde Garci Fernández. Diversos monasterios se disputan hoy contar con los restos de los siete infantes. Y se dice que en la catedral de Burgos de halla el sepulcro de Mudarra. El cantar de gesta con la leyenda épica se ha perdido, aunque Menéndez Pidal reconstruyó muchos de sus versos. La leyenda ha tenido una gran influencia en la literatura posterior, en el Romancero, en obras de teatro (Juan de la Cueva, Lope de Vega) y en la poesía: El moro expósito (1834) del Duque de Rivas.

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