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La Alcahueta

La Alcahueta
sábado 13 de julio de 2019, 13:43h

Una historia de rameras, tusonas, meretrices, mancebas, cantoneras, invertidos y rufianes

CAPÍTULO PRIMERO

―La mancebía de Lavapiés―

Crujió la puerta al abrirse, la joven abrió los ojos de par en par despertando del sueño en el que estaba sumida y adaptando sus pupilas a la penumbra de la casa que no habiendo amanecido permanecía aún tranquila y en la que a no mucho tardar, al clarear el día, el incesante ajetreo de gentes venidas de mil y un lugares no pararía en un entrar y salir de la covacha que no siendo ni pensión ni hospital, así lo parecía.

Mediaba la madrugada cuando la vieja Giralda y su acompañante entraron en la putrefacta y maloliente vivienda cuya mezcla de olores indeterminados se apreciaba mucho más al entrar que al salir, pues estando dentro el olor te embriagaba una vez que pasado el tiempo la nariz se adaptaba a la putridez que la barraca desprendía. La morada sin paredes que la dividiese, de no ser por los muchos recovecos que tenía podía parecer una sola habitación, en parte cocina y en parte alcoba, cuando no un barracón militar, botica por el olor de los ungüentos, casa de putas donde dormir y hasta yacer con alguna de las muchas rameras de la collación previo pago de la cama, pensión para pasar la noche o comer y hasta hospital, donde ser curado de alguna apoplejía, herida o enfermedad, la mayoría de las veces del mal de bubas para cuya sanación Giralda se daba buena maña.

Sabido era que la vieja Giralda, además de ganarse la vida como ramera tenía buen arte con las hierbas con las que curaba cualquier mal que pudiese ser pagado, cuando no practicaba una sangría o cosía una costura que a base de puntadas sin orden ni concierto unía entre sí las carnes sajadas por algún acero traicionero, que siendo aquel sitio muy dado a las reyertas, hacía de las heridas por navaja o espada el pan nuestro de cada día. Era aquel lugar que recibía el nombre de Barranco de Lavapiés* un lupanar de vicio y perversión lleno de burdeles, tabernas y pensiones, que si de día parecía dormir, por las noches se llenaba de vida y donde acudían pobres y ricos, lacayos y señores, soldados y oficiales, hombres de leyes y hasta religiosos buscando los favores de la carne.

Tenía la casa dos ventanas con mugrientos cristales que apenas dejaban traspasar la luz del día y por ende el sol, pues eran sus calles y esta en especial, estrecha y lóbrega, sucia y maloliente. Adosada a la pared se dibujaba, como si de un pegadizo se tratara dos muretes de adobe, piedra y latón que le daban estabilidad y como si de un bocado en la pared, un hueco que hacía las veces de chimenea en la que humeaban cuatro tizones requemándose lentamente. Sobre éstos colgaba un caldero humeante que decían era caldo y que por su poca sustancia, de no ser por la grasa amarillenta que mantenía pegada a sus paredes, bien se podía confundir con agua caliente sazonada.

Fuera de la casa, en la parte de atrás, había un corral y en un rincón del mismo un cuchitril de madera con techo de cañizo en cuyo centro se dibujaba un agujero que no era otra cosa, que una orza abierta por sus extremos, donde, en caso de apretura, se podía aligerar el vientre y, aunque en apariencia limpio por ser las gallinas muy dadas a no dejar ningún sobrante, su hedor al acercarte te tiraba para atrás si al descargar, asumías el riesgo de no aguantar la respiración. Como mobiliario, el antro disponía de una mesa larga de madera fabricada con tablas desvencijadas y llenas de remiendos, rodeada por un banco igual de largo e idéntico material, media docena de banquetas la mayoría desportilladas y tres o cuatro sillas de anea roídas por los ratones, inquilinos del lugar. Colgadas por doquier podían verse ollas y sartenes carcomidas por el hollín y la usagre, unas trébedes desvencijadas que debía apoyar en una piedra por faltarle una pata y recipientes varios de lata y barro con forma de escudilla; que usaban para comer. En la pared podía verse una estantería de tablas apolilladas, que alguien trajo del cementerio y que por su forma bien pudieran haber pertenecido a algún ataúd, repletas de frascos con hierbas, ungüentos y mejunjes y debajo de éstas, una orza de abultada panza, que en mejores tiempos fue de vino según se adivinaba por los muchos chorreones que manchaban sus paredes, y de la que colgaba un cazo de corcho con el que tomar el agua de beber siempre y cuando el aguador previo pago, la rellenara, hecho que raras veces sucedía.

Tapada por el pellejo que cubría su desnudez, asomaba la cabeza una rapaza que no perdía detalle de los envites frenéticos del Licenciado Vituperio sobre el trasero de su ama. No era la primera vez que a falta de una puta que quisiera hacerle el servicio fuese aquella vieja pellejuda, de carnes flácidas, quien se prestase a ello.

Cuando Giralda dejó de jadear como si de una lechuza se tratara, la rapaza emitió un suspiró ahogado. Avergonzada y a la vez dichosa, sacó la mano de entre sus muslos, no había sido la primera vez que lo había hecho desde que descubriera el placer que aquello le provocaba.

—Págame —le solicitó Giralda.

—No verás un real, acaso crees que no sé qué has fingido, si quieres mi dinero tendrás que ofrecerme goce mejor.

—Si no pagas publicaré a los cuatro vientos que el licenciado don Serapio Vituperio Escolar, insigne picapleitos de esta ciudad, es además de putero y mal pagador, portador del mal de bubas*, por lo que no habrá meretriz en toda la mancebía que se deje magrear las carnes por un asqueroso infecto como tú.

La mano vuelta del abogado golpeó la cara de la ramera, que dejo caer su cuerpo sobre el suelo de tablas de igual manera que lo hacían las monedas que con rabia el sarmentoso licenciado le lanzaba con desprecio a la cara y que ella con los ojos seguía para no despistar ninguna del sitio en el que caían.

El diente de oro engarzado a su escasa dentada que un juez otorgase a Giralda como dispendio por un servicio impagado, brilló alimentado por la luz de las velas. Una vez más aquella puta mellada de cuerpo menudo y ojos vivarachos había ganado la partida como solía ser norma en los habituales enfrentamientos que licenciado y prostituta mantenían, después del intento de cópula, pues desde hacía algún tiempo era solo eso, un intento, al serle imposible al picapleitos consumar el acto. Y como de costumbre, Vituperio maldijo a la furcia, pateó el suelo, soltó escupitajos por su boca y hasta blasfemó contra Dios a riesgo de ser escuchado por algún miembro de la Inquisición, muy dados a visitar las mancebías ocultando su identidad para darse a los placeres de la carne.

Giralda sonrió con malicia. Desde un tiempo a esta parte, el mal que aquejaba al abogado le impedía mantener engarzado su antaño, viril falo. Un hecho, que el licenciado achacó en principio a un mal de ojo lanzado por alguno de sus envidiosos colegas. Sea por lo que fuere, el resultado le provocaba tal flacidez en su más preciado tesoro, que hacía que teniéndolo bien arriba y sin esperarlo, de golpe y sin aviso se marchitase como se marchita una flor impidiendo que pudiera vaciarse, siendo mucho y grande su malestar.

Todo comenzó seis meses antes, y más concretamente el día que acudió a Giralda por un salpullido que le apareció en sus partes pudendas y cuyos picores fueron tantos que las rascaduras dejaron la zona en carne viva. Tras el ungüento que la curandera le aplicó y la ingesta de un brebaje que le dio a beber, los infectos granos desaparecieron, no así aquel extraño mal que como la pubertad trae el vello, le apareció días más tarde y de repente. Ni que decir tiene que Giralda achacó el problema a las secuelas del mal. Vituperio, creyó morir después de comprobar que la sobrevenida y manifiesta flacidez, lejos de ser pasajera, se alargaba en el tiempo, comprobando para su pesar y desespero que con el paso de los días, el deterioro de su virilidad iba de mal en peor. Y si bien es cierto que sus ganas de cópula no habían mermado, se encontró que teniendo el miembro bien arriba, sin esperarlo, de golpe y sin aviso, este se deslustraba y fallecía. Aquel era sin duda un asunto inquietante, tanto que le hizo descuidar su oficio, pues nada resultaba más preocupante que la pérdida de su hombría después de que la noticia sobre el mal que le aquejaba trascendiera por la corte, llegara a los oídos de sus colegas y el asunto se convirtiera en la comidilla de los tribunales.

Desesperado puso escucha a los remedios de Giralda, sin que hasta el momento, a pesar de los muchos cuartos que había desembolsado, viese resultado positivo.

—Maldita puta, deberías pensar en retirarte de una vez, tu cuerpo flácido y pellejudo hace que se me retire el lívido —se justificó, esputando sobre la mujer.

— No son mis carnes, son tus muchos años sumados a la mala vida que a estos le has dado los culpables de tu mal, Vituperio. Esta vieja puta tiene todavía las carnes prietas, las tetas firmes y el coño caliente para dar placer a un hombre —dijo con retintín sabedora de sus embustes, mientras se arrastraba por el suelo como una serpiente en busca de su botín y sonreía de forma contenida por el exitoso resultado que en el abogado provocaba su mejunje.

Furioso, el licenciado la pateó hasta hacerla sangrar por uno de aquellos golpes, que tuvo por final de trayecto, su nariz. No era la primera vez que Vituperio la golpeaba, tanto es así que de un tiempo a esta parte se había convertido en norma. En realidad sucedía siempre que Giralda atacaba su maltrecha hombría cuyo origen estaba en una maniobra orquestada por ella misma, algo que ya se encargaría de arreglar previo pago de una suma importante de monedas que gustosa le haría desembolsar, cuando el desespero del licencioso licenciado alcanzara su punto álgido, algo que viendo como estaba el panorama, no tardaría en llegar. Entonces ya se encargaría ella que el desesperado soltase la gallina si quería que deshiciera el entuerto.

Es por ello que asumía con resignación los golpes que Vituperio le propinaba, pues eran estos los riesgos que conllevaba ser además de puta y deslenguada, marrullera. A fin de cuentas era juez y parte del mal que acuciaba al picapleitos.

—Piensa bien lo que te he propuesto y llenaré tu faltriquera de reales —dijo Vituperio soltando otras dos monedas en compensación a los golpes que le había regalado y hasta su mente llegaba el eco de aquello que había escuchado repetir a Giralda: “No hay mal en un hombre que una virgen no sane”, cuando dispuesto a comprobarlo se dirigió presto al camastro donde la rapaza parecía dormir.

—Deja el pellejo donde está, esa que ahí reposa es pollita aún —mintió Giralda cuando con la manga paraba la sangre que salía de su nariz.

—No a mucho tardar será gallina —vaticinó Vituperio al ver sus emergentes y puntiagudos senos, mientras notaba como el calor le subía de nuevo por el cuerpo y éste hacía que apareciese el tic nervioso de su labio superior. Confirmó entonces que lo dicho por Giralda debía ser verdad, dando por hecho que sería la virginidad de aquella muchacha la que daría finiquito a sus mal.

—Y manjar de dioses propio de señores de fino bouquet que sepan apreciar la exquisitez del mejor de los platos. Dudo yo que en tu mermada bolsa haya dinero para gozar de la virtud de una doncella de tan fina piel y tan ardiente bragadura —dijo la muy taimada haciendo gala de su malévola e interesada intención.

—No me humilles Giralda, y deja que sea el primero en merecerla, he gastado muchos reales en una vieja puta de carnes magras como las tuyas, para que ahora, pudiendo catar carne tierna me vengas con triquiñuelas y cuentos con los que sacarme más cuartos de los que te he ofrecido. Acepta mi propuesta o juro que te arrepentirás —dijo, descubriendo la totalidad de la piel con la que la rapaza se tapaba.

—Apártate de la muchacha pues lo que ahí ves es todo el capital de esta que te habla, así que no se te ocurra ponerle encima tus sucias manos, o te juro mal bicho por mi perra vida que te degollaré como a un cerdo.

—¿Te parece poco el precio ofrecido?

—Has sido tú quien ha puesto el precio de compra, aunque eso ningún derecho te da adquirir el bien, mientras no poniendo yo el de venta, cerremos el acuerdo —amenazó Giralda cogiendo la faca que había sobre la mesa.

—Apacienta esos arrebatos zorra, no ves que tan solo ando mirando la mercancía, o es que acaso pretendes que la adquiera sin que vea el género —contestó el abogado, recorriendo con sus ojos lujuriosos el cuerpo inocente de la muchacha, deleitándose en sus cuervas hasta posar la vista en su tierno pubis de labios abultados y húmedos.

—Suelta el pellejo, hideputa —gritó Giralda.

Cuando Serapio Vituperio Escolar, rábula de los tugurios y mancebías, letrado defensor de las casas de juego y abogado de ladrones, estafadores y mangantes atravesaba la puerta de salida con los calzones a medio amarrar y las canillas de su piernecillas secas temblequeando, Giralda ya había deshecho el amago de ataque, dejando la faca nuevamente en la mesa. Sonriente miró el camastro donde la joven descansaba.

—Levántate de una vez, bastarda, y ayúdame a preparar los jergones. Arrea y no te arrebujes como una gata entre algodones, pues mi oído es fino aún y sé que andas despierta. ¿Acaso crees que no escuché como jadeabas? —rió Giralda—, ya sabía cuándo te recogí que serías tan puta o más que tu madre, ¡que Dios la tenga en su gloria!

Una lágrima rodó por la mejilla de la muchacha al enterarse de aquella manera de la muerte de la mujer que le había dado la vida y de la que no habiendo sentido su cariño, quería.

—¿Por qué no me dijisteis que había muerto?

—Qué ganaba con hacerlo. Fue hace unos días, y si no he querido decirte nada es por no hacerte sufrir —mintió Giralda—, no te apenes, que a buen seguro, donde está, goza de mejor vida que la que nosotras gozamos en esta miserable choza, alojo de harapientos y almacén de ponzoñas, en el que el mejor de los olores, es el hedor a muerte.Ven, acércate que quiero verte a la luz de las velas ―le habló con voz melosa.

—¡Verme!

—Eso he dicho. Acaso no tengo derecho a comprobar que no me he equivocado al criarte, malcomiendo yo para que comas tú, vendiendo mi pellejo para con los dineros —abrió la mano enseñando los que había recibido de Vituperio— comprar ungüentos que hagan a tu cuerpo mantener esa piel blanca y fina como la nata que Dios te ha dado.

Luna se levantó del camastro, se echó el pellejo por encima de sus hombros antes de acercarse hasta el catre aún caliente en el que Giralda había yacido con el abogado.

—Deja el recato conmigo y muéstrame tus encantos —dijo dando un fuerte tirón al pellejo que la cubría, a la vez que tirando de la muchacha, la acercaba e introducía su mano entre los muslos de ésta palpando su vulva como quien palpa la madurez de un fruto.

Giralda sonrió al comprobar que estaba todavía húmeda. Luego apretó sus nalgas para cerciorarse que eran firmes y de carnes prietas. Tras el examen toco sus senos del tamaño de brevas entre pintas. Sin duda no se había equivocado dijo para sí con deleite al fijar sus cansados ojos con detenimiento en el cuerpo de la joven, mientras se reafirmó convencida del gran negocio que había hecho con la madre de la rapaza y el que haría con el cuerpo de aquella diosa que tenía delante. Mojó con saliva la yema de su dedo y frotó con éste el duro pezón de la muchacha haciéndola estremecer.

—Eres caliente como una perra en celo igual que lo fue tu madre, la más furcia de cuantas putas cantoneras he conocido — rió estrepitosamente.

Luna se ruborizó, agachó la cabeza haciendo que su larga cabellera color miel, tapase su cara morena y parte de sus pechos de rosada aureola, pequeños aún, como pequeño era el incipiente y apenas perceptible vello dorado que aparecía sobre lo que Giralda llamaba el volcán del deseo unas veces y la caja de caudales otras.

—Nunca la naturaleza hizo cuerpo más perfecto ni mejor dotado para embrujar a un hombre, ni la fortuna se acercó jamás a mi persona como ahora lo ha hace, ni vi deseo mayor en un hombre que el que hoy he visto en los ojos del verriondo Vituperio a quien la miel que ahora tiene en sus labios se le habrá de convertir en hiel, ángel mío.

—Ese hombre me horroriza, ama.

—Atiéndeme, rapaza, pues sé que ya eres mujer, aunque, como has comprobado lo venga encubriendo por ser conveniente a nuestros intereses acrecentar el apetito de ese perro avaro. De tu buen hacer y de mis enseñanzas dependerá que este cuerpo grácil que Dios te ha dado, sirva para volver locos a los hombres y para traer el bienestar a tu persona, y por ende a esta vieja puta que con tanto esfuerzo y sacrificio te ha vestido y alimentado. Con los encantos que Dios te ha dado y con mi sapiencia doy por hecho que cambiará nuestra suerte. Sigue mis consejos y prometo proteger con mi vida tu pureza hasta que llegándote la hora de entregarla, reciba, en justo pago, la contraprestación a mi enorme sacrificio, y tú en contrapartida, la dicha de un placer infinitamente mayor del que te has otorgado. Mientras tanto no verás en mí inconveniente a tus desahogos en la forma en la que lo has hecho hoy, pues ese será el límite que no deberás propasar hasta que llegado el momento, otros placeres más satisfactorios, hoy vedados a tu persona, los puedas saborear hasta empacharte.

—¿Qué placeres son esos, ama? —preguntó la rapaza con notable interés.

—Unos que harán a tu cuerpo estremecerse de gozo, contorsionarse de placer y contraerse de lujuria. Placeres que, aun disfrutándolos con toda tu alma, yo te enseñaré a atemperar pues haciéndolo verás tu vida colmada de lujos y riquezas mientras que entregándote a ellos con desenfreno y voracidad no serás más que una puta vieja y desdentada como la que aquí ves y cuya única riqueza es esta covacha de mala muerte y este diente de oro prestado ―abrió la boca para mostrarlo—, que para tu información no nació donde hoy lo ves y sí en la boca de un albardero, que después de fornicarme, se negó a pagar mis servicios, creyendo que todo en el monte era orégano, por lo que hube de denunciarlo ante el juez de Casa y Corte, siendo ese día cuando conocí a ese mal bicho de Vituperio, que tanto te desea.

Y dicho esto Giralda escupió repetidamente en el suelo.

—Maldita la hora en que busqué de su saber para demandar al albardero, pues el muy hideputa de Vituperio, se llevó todas las que creía, mis ganancias. Y has de saber mi niña, que ganando perdí, haciendo buena la maldición gitana de “pleitos tengas y los ganes” —se lamentó, con los puños apretados y el entrecejo fruncido, mientras su boca espumosa farfullaba incongruencias y escupía, soltando con cada salivazo la rabia que su alma acumulaba.

Algo más calmada, aparcó la letanía de insultos cuyo blanco no era otro que Vituperio y dirigiéndose a su pupila con cara consternada, marcada por los sufrimientos, dijo así:

―En la mesura al entregarte a tu amante y en el buen hacer de un oficio que conozco como pocas, estarán nuestras ganancias.

—¿Qué oficio es ese?

—El más antiguo del mundo, tanto que hasta la Magdalena, que dicen que fue mujer de Jesucristo lo ejerció y hasta fue santificada. Oficio en el que yo te enseñaré a aparentar que lo entregas todo cuando apenas das nada, pues de ésta manera dejarás a tus amantes satisfechos aunque con la miel en los labios y la codicia de querer más. De esta manera buscarán de nuevo tu coño, como el lobo busca su presa, trayendo con ellos llena la bolsa, que yo les haré vaciar. Bendita la hora que la barragana* de ese marrajo te mandara en mi busca, pues aunque rivales éramos por hacernos con las sayas de un tonsurado que la muy tunanta me levantó, tu madre y yo siempre nos tuvimos en estima y hasta bregamos en alguna ocasión defendiéndonos de algún desarrapado o bravucón que, sin cuartos para el pago del servicio, pretendía por la fuerza que abriésemos las piernas. Y si ella durante algún tiempo gozó de buena vida y yo rabiaba de enojo envidiosa de su suerte, después de la mala vida que ese misacantano hideputa le dio y antes de que se fuera de aquí para que no la separaran de ti, has de saber que la ayudé cuanto pude.

—¿A quién os referís?

Al eclesiástico que la preñó, a quién sino.

—¿ Lo conocisteis?

—Lo conocí hasta el día que Satanás le reclamó aunque para entonces yo ya había hecho cuanto pude, acogiéndola en mi casa, dándole de comer, y hasta entregándole para que partiera, cuantos dineros tenía. Cierto es que si lo hice fue para perderla de vista y que me alegré cuando desapareció, aunque bien sabe Dios que no tardando mucho me arrepentí y hasta la añoré, pues si cuando trabajábamos ella en una esquina y yo en la de enfrente rabiaba cada vez que me levantaba un cliente, luego al mirar aquella esquina y no verla, la eché de menos, haciendo verdad eso de que el roce hace el cariño.

Diciendo así, pareció Giralda tomarse un receso en el hablar para tomar la jarra de vino que había sobre la mesa a la que dio un largo trago hasta casi agotar su contenido. Luego de eructar secó con la manga su barbilla chorreosa.

Luna que no paraba de mirarla, esperó hasta que tras otro fuerte eructo, prosiguió:

―Por eso nada más verte supe quién eras, y me alegré. Dios es testigo de que no miento ― elevó sus ojos al techo.―Y aunque no lo pareciera por no ser persona dada a mostrar mis sentimientos, me alegré.

Luna dudó.

― Y di gracias al cielo y hasta oré al ver como la más puta de las putas te había mandado en mi busca, sabiendo el mucho amor que te profesaría y los muchos desvelos con los que te colmaría, como así creo que te consta, si como entiendo, no eres desagradecida. Mi dicha ha sido tu dicha, hija mía —dijo con un falso gimoteo digno de la mejor comedianta.

Luna la miraba extasiada, convencida de que el vino se le había subido a la cabeza.

― Para mí dicha y tu dicha se acordó de esta pobre vieja como yo lo hice muchas veces de ella a la que Dios la tenga en su gloria pues tuvo a bien entregarme la hija que el Señor me negó, a pesar de las muchas pequeñeces que mi cuerpo desechó —añadió haciendo más plausible su gimoteo. — Dos años hace desde que apareciste por esta casa con un documento a mi favor en el que tu madre me nombraba tu tutora—mintió— y al que el licenciado Vituperio llevé para que este diera lectura, por desconocer ésta que tanto te quiere, la interpretación de aquellos signos. Dos años de sufrimiento, apretura y desasosiego —se lamentó—. Muchos fueron los dineros que hube de entregar a ese malnacido para tramitar los documentos, pues has de saber que no es ese canalla, hombre dado a hacer favores, si antes no pasas por caja.

Luna pensó en ello y dio por hecho que había compensado sobradamente, lo que Giralda presentaba como un acto de piedad. Desde aquel día había pagado con creces aquel techo, el plato de comida y el jergón mugriento en el que dormía, con su trabajo y con aquellos dineros que su madre le había entregado para ablandar el corazón de la cantonera. En cualquier caso parecía afligida. Luna desconocía sin embargo que a pesar de parecerlo, no había nada de piedad en las entrañas de Giralda y sí el interés surgido como consecuencia del deseo que por ella había visto Giralda en los ojos lujuriosos del picapleitos cada vez que este acudía por la casa y veía el cambio que el cuerpo de la niña experimentaba. Ese y no otro, fue el motivo por el que la mantuvo en su casa tras dilapidar el dinero que la niña le entregara y no el supuesto afecto que Giralda dijo tener por su madre.

Fue entonces cuando haciendo de tripas corazón Giralda se presentó en el penal en el que Luciana cumplía condena con un documento bajo su saya.

―Tras la firma del mismo daré cobijo a Luna- dijo a la madre de la niña.

Días más tarde firmarían aquel acuerdo, obligándose Giralda a no delatar el nombre del hombre que había engendrado a Luna. A cambio la muchacha se convertía en ahijada de Giralda a la que ésta enseñaría el arte de la seducción hasta convertirla en su meretriz. Pero no quedó ahí la cosa, para pesar de Giralda. Luciana viendo en la que había sido su rival de esquina una prisa mal disimulada consiguió antes de rubricar su huella en el documento, una asignación monetaria que Giralda debía entregarle mensualmente, para su sustento en el penal.

—Deberás tener cuidado con los hombres y muy especialmente con Vituperio, al que tiempo habrá, cuando tu cuerpo se forme, de sacarle los malditos cuartos que el muy ruin atesora. Pues debes saber que, aunque zarrapastroso y sucio, es un hombre colmado de caudales a pesar de no aparentarlo y menos aún disfrutarlo. Algo que con tu belleza y mi buen hacer haremos nosotras antes de que Dios, en su infinito buen hacer, lo mande a los infiernos para deleite de Satanás.

Luna tembló al imaginar a Vituperio babeándole encima, algo que a Giralda, viendo el gesto de asco de la rapaza, no le pasó desapercibido.

—Nada debes temer pues ese mostrenco hijo de mil padres nunca probará tu ardiente volcán, aunque resulta necesario que crea que podrá hacerlo. Eso hará que la boca se le haga agua y viendo el día de gozarte más cerca, aumente su desenfreno. Hasta entonces seguiré vendiendo mi cuerpo como hasta ahora lo he hecho y dejaré que me apalee si con ello desahoga su rabia y se muere de fogosidad, pues has de saber que con ello aumentará la oferta que habrá de hacer para poder deleitarse con tu cuerpo —rió maliciosa—. Mucho es el afán por penetrarte y sentirse dentro de ti, y más el que habrá de tener, algo que para su desgracia yo habré de aumentar y a la par impedir sin que él, pueda darse cuenta de que lo hago. Si atiendes mis consejos y te aplicas en mis enseñanzas serás la mujer más deseada de todo Lavapiés . Tanto será que haré que los villanos proclamen tu belleza y resalten tus encantos y que estos así lo publiquen por mesones y tabernas y lleguen sus cuitas a casas señoriales y hasta palacios, y que al ser oídos por sus señores lleven a estos el desasosiego por saber de tu persona. De esta manera, plebeyos y señores servirán a nuestros intereses. Será tal tu fama y te encumbraré de tal manera que mataran por conocerte y se cruzaran por poseerte los aceros. Prometo niña mía, por el Dios que nos alumbra que haré de tu virginidad el mayor deseo habido sobre la tierra, y esta será tan deseada que se pagará por ella una fortuna —elucubraba Giralda, dándole vueltas al camastro.

Luna la miraba extasiada intentando asimilar lo que la vieja le decía.

—Esa será la manera en la que llenaremos nuestra bolsa vendiendo tu deseada pureza. Pero hasta que ese momento llegue tenemos que comer y qué mejor manera de hacerlo que seguir esquilmando la bolsa de ese mentecato, hediondo y malcarado de Vituperio, hasta que llegado el momento, utilizando tus encantos pueda hacerme con sus dineros. Hasta entonces es necesario que lo lleve a mi terreno haciéndole creer que será el primero en gozar tu cuerpo. Con sus dineros dejaremos esta covacha y buscaremos otro alojamiento, y te compraré vestidos que realcen tu cuerpo y ensalcen tu posición y perfumes variados, que al olerlos embelesen a los hombres y un carruaje con cochero que te pasee por el prado y nos lleven a las verbenas y los teatros y a los actos benéficos donde, siendo yo tu alcahueta, me hare pasar por criada para no parecerlo, y te buscaré marido que no le importe ser consentido pues a cambio de vivir con desahogo habrá de prestarte sus apellidos sin que eso conlleve tener derecho de pernada, ni nada parecido. Importante es que este sea afamado, de buen nombre o de linaje reconocido, preferiblemente de apellidos rimbombantes, mejor viejo, enfermo o mutilado incluso. Sin posibles mucho mejor, preferiblemente con vicios pues para cubrir estos es necesario tener la bolsa llena, la misma que cuando la vacíe, yo habré de llenarle a cambio de ser cornudo, pues has de saber que los cuernos con necesidades, se llevan mejor que sin ellas. Poco han de importarle los prejuicios, ni que sea de importancia que le tachen de cabrón y menos aún que le preocupe ser llamado mantenido o consentido.

Luna la miraba embobada creyendo que del golpe que le diera Vituperio hubiera perdido la cabeza, pues estuvo así largo rato hasta que con las primeras luces del alba, volvió a la realidad y tras un golpe en la puerta comenzó la procesión de gentes, buscando sus servicios.

—Vístete y abre la tranca niña, que hasta que llegue el ansiado día en el que pueda vivir de ti, seré yo la que tenga que procurar el sustento de las dos sanando a ingratos de escasa bolsa llegando el día, y jodiendo a bastardos pustulosos entrando la noche.

Mucho era el gentío que se amontonaba en la puerta de la barraca situada en aquella calle angosta y húmeda, donde la esperanza y la miseria se juntaban como hermanas, y donde de lo único de lo que eran dueños aquellos pobres desgraciados que quejosos esperaban el milagro de seguir respirando, era de la ilusión de verse curados por Giralda, yerbatera, curandera, y hasta cirujana a la que entregaban lo poco que tenían o aquello que hubiesen afanado. A cambio eran agraciados con un cosido que uniese sus carnes, un brebaje que eliminara la tos o una pomada contra la infección en sus pudendas partes, cuando no por una pócima purgante de los males de barriga o incluso de una cataplasma de albahaca poleo o ruda con el que ahuyentar la fiebre, los vómitos y hasta las diarreas. Fama merecida tenía por fabricar ungüentos sanadores del salpullido, pústulas y granos reventones y hasta emplastos con hierbas machacadas, con las que curar una herida e incluso el dolor de huesos.

Entre los enfermos estaban los afortunados y los desafortunados, éstos últimos eran desechados por Giralda porque no teniendo dineros, según decía tampoco tenían posibilidad de vida, pues habiendo consumido su hacienda poco le importaba que consumiesen también su salud. “Tras su muerte, ni San Pedro ni Satanás se acercaban por la barraca a saldar cuentas y pagar la deuda que, por las curas fiadas, el muerto le debía”, solía justificarse la curandera. Claro que los afortunados no corrían mejor suerte, pues teniendo con que pagar en principio mejoraban, empeorando cuando viendo Giralda que dejaba de ser necesaria y el pájaro podía volar prescindiendo de sus servicios. Era en ese momento cuando entre las yerbas sanadoras, estaba la que no lo era.

Alguna vez, la conciencia había obrado en Giralda de buena manera haciéndole perder el tiempo con algún enfermo a sabiendas, que nada le podría sacar, claro que eso sucedió mucho tiempo atrás, cuando siendo cantonera, malvivía en una esquina esperando que alguien la jodiera para así poder comer. Antes incluso de vaciar los bolsillos de aquel usurero que habiéndola fornicado quiso entregarle la mitad de lo acordado, y antes de que ella le rebanara el gaznate y se hiciera con cuanto encima llevaba. Por entonces Giralda aún tenía conciencia. Todo cambió sin embargo al verse con aquellos dineros antes del usurero y ahora suyos. De repente perdió la poca bondad que le quedaba. Poco más tarde se hizo con aquella barraca entregando como pago el capital afanado, dejando a partir de ese momento de ser cantonera, para convertirse en hospedera y curandera, sin olvidar su verdadero oficio que no era otro que el de ramera.

CAPÍTULO SEGUNDO

―El abogado licencioso―

Oculta por la capa que la cubría, Giralda entró en la casa de Vituperio por la puerta que daba al huerto. Bajo la saya llevaba el licor que éste pagaba a precio de oro para recuperar su perdida masculinidad, y que no era otra cosa que un mejunje de hierbas y aguardiente al que Giralda añadía esencia de Lúpulo cuyo efecto sedante lejos de levantar su ánimo provocaba en el licenciado una preocupante relajación que ésta le aseguró que pasando los días, siempre que no dejase de tomarlo, iría remitiendo a la par que haciendo efecto, aumentaría su virilidad.

Muchos habían sido durante aquellos meses los litros que del bebedizo había ingerido el letrado, como larga había sido la espera para un hombre cuya vida hasta su desgracia, había consistido en empalmar el día con la noche, el vino con las juergas, el palacio de justicia con el Barranco de Lavapiés y su casa con las mancebías, pues éstas además de darle negocio a su oficio le procuraban placer a su cuerpo.

Hasta la llegada del mal había sido Vituperio un terrible y temido seductor, además de tramposo jugador de naipes y borracho pendenciero, al que no había tahúr, por hábil, que no le temiese, ni ramera que le negase sus favores sino quería exponerse a dar con sus huesos en los calabozos de la Cárcel de Corte, de la que se decía que era su segunda casa por pasarse allí largas horas atendiendo a la numerosa clientela de la que gozaba su despacho.

Entre sus insignes clientes estaban las cortesanas enamoradas* y las rameras de burdel obligadas por la normativa a ejercer el oficio en casa pública, algo que a menudo estas incumplían trayéndoles problemas con la justicia, toda vez que el pagador se empeñaba en fornicar en la calle o en medio del campo por resultar más barato y hasta evitaba pillar la sarna. También estaban las cantoneras* que hacían su trabajo en las esquinas y que si no eran viejas y desdentadas eran feas y marranas, por lo que sus servicios no excedían de los cincuenta cuartos, dinero que resultaba insuficiente para vivir, por lo que además de fornicar eran de mano larga, hecho éste que les acarreaba más de un problema con sus clientes y por ende con la justicia, faltándoles siempre dinero con el que pagar un abogado que llevase su defensa, por lo que Vituperio, listo como pocos, había establecido una especie de montepío donde las rameras por un módico y constante precio mensual adquirían el derecho a ser defendidas, ante la Sala de Alcaldes de Casa y Corte*, instancia esta, encargada de resolver los asuntos de puterío. Además estaban las tusonas* que por ser las putas más cotizadas solían ser sus mejores clientas, pues pagaban con generosidad su buen hacer, unas veces con dineros y otras con placer, aunque la mayoría de las veces con las dos cosas y también las cortesanas enamoradas* que solían estar en el punto de mira de los alguaciles por trasgredir los lugares acotados destinados para ejercer su oficio. Entre toda esta caterva de personajes de la canalla nocturna destacaban los putos que en su retórica jurídica ante el juez, Vituperio solía nombrarlos unas veces por agentes y otras por pacientes, dependiendo de si habían dado o recibido placer, aunque otras veces, si se negaban a pagar lo estipulado, se refería a ellos como maricones, afeminados o invertidos, acusados la mayoría de las veces de Pecado Nefando* , acusación de difícil defensa jurídica que bajo cuerda y previo pago al juez, Vituperio solía solucionar extrajudicialmente por ser asunto lascivo y obsceno mal visto por la sociedad, siendo la mejor opción esconderlo. Estaba además la Sodomía Imperfecta*, muy habitual entre los caballeros afeminados y viciosos de la Villa, eran estos, en su mayoría, de buena posición social, y por consiguiente atractivos a sus intereses abogaciles por ser en su mayoría, hombres adinerados. A pesar del mucho beneficio, era a estos a los que Vituperio más aborrecía. A decir del abogado le asqueaba saber que habían sido cogidos infraganti cuando llevaban a cabo, el coito con varón. Le agradaba no obstante lo dóciles que eran en el pago y lo generosos en la cantidad a pagar, pues al llegar a los calabozos eran vilipendiados y en algunos casos si se les dejaba mucho tiempo entre rejas, castrados por otros reos.

Tampoco faltaban entre su clientela borrachos, ladrones asesinos y rufianes, cuyo oficio era vivir de las rameras, gastando las ganancias conseguidas en vino y casas de juego prohibidas en las que los alguaciles solían llevar a cabo redadas de las que el chivato Vituperio era el promotor y el alcalde de Casa y Corte el ejecutor.

Entre los que requerían sus servicios, no faltaban maridos resignados, que cansados de ser cornudos, la entablaban a navajazos en algún burdel, esquina o calleja con el causante del ultrajar su honor y hasta padres y madres de las mancebías*, llamados así no por ser progenitores de las rameras, sino por encargarse del cobro de la ropa limpia, la comida y el uso del jergón donde las mujeres fornicaban, así como de garantizar en la mancebía el cumplimiento de la normativa y del orden público, encargándose además de pagar a las arcas municipales los aranceles establecidos, algo en lo que solían escatimar cuantos reales podían, cuando no de sobornar al funcionario de turno, por lo que muchos daban con sus huesos en los calabozos. Entre toda esta masa de celebridades no podían faltar las alcahuetas duchas en las artes del amor, la mentira y la mediación y expertas en remedios con el que las doncellas recuperaban la virginidad perdida, para de esta manera volver a venderla.

Dos semanas hacía desde que el picapleitos, con enorme gozo y exacerbado furor, viese aumentada su masculinidad que creyó sanada, achacando el milagro al bebedizo que Giralda le fabricaba, desconociendo que la razón no era otra que la disminución en la dosis relajante que la yerbatera le venía suministrando.

—¿Has traído ese tónico, bendición de Dios?

—Aquí lo tienes —dijo la ramera sacando el vidrio de entre sus ropas.

—Esta noche quiero comprobar los efectos del brebaje con dos tusonas a las que he perdonado en parte, el pago de los honorarios que me adeudaban por su defensa. Gozaré, amiga mía, de sus favores, al haber comprobado que la maldita flacidez ha abandonado mi más preciado tesoro —dijo poniendo una bolsa de maravedís pobre de peso sobre la mesa para pagar el bebedizo—; si funciona como espero doblaré esos dineros que tú en agradecimiento bendecirás con la fórmula de tan milagros brebaje que la dicha me ha traído y la juventud me ha brindado.

—Lo doblarás igualmente sin que tengas la fortuna de saberlo —aclaró sin tapujos la curandera— pues al contarte el secreto haría mi negocio tuyo, teniendo claro que si no doblas los dineros que me ofreces, dejaré caer la vasija de mis manos para que haciéndose añicos, este líquido sanador se desparrame por el suelo —amenazó Giralda alargando su mano con la vasija cogida.

Vituperio levantó su mano como era su costumbre.

—Si haces lo que pretendes dejaré caer la vasija de mi mano, para que haciéndose añicos, este líquido sanador se desparrame por el suelo.

Vituperio se mostró alarmado, sabía que sin aquel mejunje, su verga amenazaba con dormir el sueño de los justos. Pensándose dos veces lo que iba a hacer, reprimió su rabia al valorar el riesgo que asumía.

—No tientes a la suerte, picapleitos, ni acostumbres a tu mano de forma permanente a ser tan ligera y golpear mi cuerpo, pues en la vida todo tiene un límite, y ese, hace tiempo que lo superaste. Y si antes lo entendí e incluso lo justifiqué al suponer que se debía a tu estado de afeminamiento —dijo Giralda con inquina—, ahora que gracias a mí recuperas lo más preciado que un hombre posee, no es de justicia tu empeño por agredirme y menos aún, lo consiento. Así que contente y trátame con generosidad, y en vez de apalearme como tienes por hábito pon en la mesa el doble de esos dineros que bien me los merezco, puesto que lo que vengo a traerte siempre que sigas interesado, vale su peso en oro, toda vez que el remedio del que vienes disfrutando lejos de ser permanente, es pasajero.

El picapleitos se mostró temeroso por lo que se la quedó mirando con inusitado interés.

—Y añade el doble más si como supongo mantienes el deseo de llevarte la honra de la flor que tanto ansias y que habrás de entenderlo como un adelanto del montante final del negocio, siempre y cuando te interese la mercancía que no es otra que la pureza de la más hermosa hembra de la villa, que siendo ya mujer te ofrezco desvirgar para sanar de manera definitiva del mal que te aqueja. Siempre que aceptes las condiciones del trato que he venido a proponerte.

Los ojos de Vituperio brillaron voraces cuando incapaz de controlar su florecido desenfreno el tic nervioso de su labio comenzó un frenético movimiento. En un intento por detenerlo pasó los dedos por la comisura de sus labios aunque sin conseguirlo.

—Mucho tiempo he esperado que llegado el día tuvieras a bien no olvidarte del hombre que con sus dineros tantas veces ha saciado tu hambre, siendo mucho el agrado con el que hoy compruebo que por fin te has decidido a ponerme en suerte a la doncella, para que, habiéndome recuperado del mal que me aquejaba la goce como merezco y recupere lo que jamás debí perder —habló jurándose así mismo que no habría Dios sobre la tierra que me le impidiera desflorar tan bella flor que de solo pensar en ella comenzó a babear cual niño hambriento al ver el pezón de su madre.

—Más que en suerte, la pongo en balanza, pues todo dependerá si éstas o no dispuesto a pagar lo mucho que vale para una mujer, perder su honra.

—Maldita alcahueta, te aprovechas de mí porque sabes bien que estoy obligado a pagar lo que me pidas.

—Y bien que lo merezco pues mi trabajo me ha costado parar el ímpetu ardiente del que la naturaleza ha dotado a la joven Luna. En tus manos está gozar de tan bella doncella que, sabiendo de tu impotencia he guardado largo tiempo para ti, arriesgándome, por guardarte la dicha, a perderlo todo —apostilló haciéndose la mártir al haber llevado a cabo tan grande sacrificio.

El letrado convencido de sus palabras, y agradecido por su proceder, sacó una botella de aguardiente de pisco que guardaba en una alacena de su despacho, y volcando su contenido en dos vasos, entregó uno a la mujer.

—¡Ay! si supieras viejo amigo el riesgo que ha supuesto custodiar su honra —suspiró Giralda, dando un largo trago y vaciando el vaso que con presteza golpeó sobre la mesa para que el abogado lo volviese a llenar—, mucho más al propagarse que no hay mujer en todo el Barranco de Lavapiés que la iguale en belleza.

—Cierto es.

—Y así mucho ha sido el empeño que he puesto en protegerla pues para mi desgracia se ha divulgado maledicentemente, aunque con verdad, que es aún doncella, por lo que siendo como es agraciada hembra, no han faltado las ofertas de ilustres caballeros, ni han faltado en mi puerta galanes jóvenes y de posición intentando conocerla, al objeto de buscar su favor. Y juro por Dios que no lo han hecho y que no ha habido mozo joven ni galán viejo que pueda decir que ha platicado con ella y menos aún gozado de sus favores, pues has de saber que en todo este tiempo en el que el mal te aquejaba, y consumía tu masculinidad, y mientras la niña se convertía en mujer, le he prohibido salir de la estancia, poniéndole incluso una guardiana que ni de día ni de noche dejó de ser su sombra y que buenos cuartos me ha costado y me sigue costando diariamente, por ser su encargo convertirse en alguacil de su persona, siendo su cometido el de espantar a los moscones, que tan fervientemente la buscan y darle soga corta a Luna.

—Bien hecho, Giralda, detén a cuanto bastardo pretenda cruzar el umbral de la puerta donde la guardas y échalos de tu casa con cajas destempladas, pues han de saber que esa joven ya tiene macho que la atienda —dijo el licenciado sacando pecho.

—Así lo he hecho Vituperio, aunque debes saber —dijo casi susurrando mientras éste llenaba de nuevo su vaso creyendo que con ello Giralda aligeraba voluntariamente la lengua y reblandecía su avaricia— que es Luna mujer ardiente que estando en edad de merecer resulta un gran problema, pues no ha conocido varón mostrándose deseosa de conocerlo.

  • Pronto eso no será problema, pues cerrando el compromiso me conocerá a mí.

—Hasta que ese día llegue me preocupa que algún desaprensivo pretenda coger lo que no es suyo en un descuido de su guardiana.

El letrado sintió un ramalazo de calor en sus tripas.

—Y queriendo forzarla,¡ Dios no lo quiera! la muy zorra se deje forzar—siguió la perorata Giralda— y se lleve en el agravio a mi persona el justo pago a mis sacrificios, pues, si hasta ahora he esperado por reservarla para ti, la naturaleza que caldea su sangre de por sí caliente, no me permite esperar por más tiempo, y si así lo he hecho, has de saber que es por la estima que te tengo y porque confiaba que con este bebedizo, que desde hace casi un año vienes tomando conseguirías sanar del mal que te aquejaba y por ende, disfrutar en justo premio de la mujer que tanto has deseado y con la que tus enemigos aclamaran envidiosos tu hombría.

—Y bien que lo ha conseguido tu santo bebedizo, pues viene siendo normal que al levantarme la note erguida y dispuesta para la batalla y no como sucediera antes, que ni dándole enviones o golpeándola por creerla dormida conseguía reanimarla. No dudes que si la muchacha es virgen como aseguras, y yo creo, pagaré sus favores con generosidad una vez que pasando una noche en mi cama compruebe que es cierto lo que dices —dijo el astuto picapleitos.

—¡Largo tiempo hace que nos conocemos!

—Mucho.

—¿Y cuando has dejado tú de cobrarme una minuta, sin conocer el resultado de la sentencia?

Vituperio pareció pensar.

—Entre calés de nada sirve la buena ventura. A cada cual lo suyo, pues siendo cómo eres virtuoso en la cobranza, la mala fama te persigue como pagador, algo que yo propongo remediar, pues dispuesta a perpetuar nuestra amistad no puedo permitir que ni tú ni yo nos engañemos. Y así si tu pretendes asegurarte, yo me propongo salvaguardar mi hacienda, que no es otra que la pureza de Luna y el justo pago por mi crianza y desvelo.

El abogado dio por hecho que el pez no había picado el anzuelo.

—Por tanto que si quieres cerrar el trato he de ver sobre la mesa un adelanto sustancioso que certifique el acuerdo, así como la aceptación de las condiciones que también habrán de ser parte del convenio entre ambos —aclaró Giralda aunque con buena palabrería, sin tapujos.

—¡Condiciones! ¿Qué condiciones son ésas?, que yo sepa la única condición para encamarte con una ramera es simplemente pagar ―apuntó el picapleitos alzando la voz por sentirse algo indignado.

—La cuestión está en la apreciación que uno y otro hacemos del asunto y en que la moza no es ramera.

—Si no lo es, lo será.

—Contigo o con otro— dejó claro Giralda.

El abogado decidió no seguir aquel camino que le llevaba al precipicio y claudicar.

—Habladme pues de las condiciones.

—La principal que no menospreciéis una sola vez más a Luna, o no seréis vos quien goce su pureza. Por si no lo sabéis, os aclaro que faltan dedos en mis manos y hasta en mis pies para contar los candidatos dispuestos a la probatura de tan delicioso y delicado manjar, y aunque ramera habrá de ser, os recuerdo que no lo es aún, mientras no se produzca el desvirgo —se mostró enfurecida Giralda.

—No era mi intención menospreciar a vuestra pupila —reculó Vituperio temeroso de perder la oportunidad que se le presentaba.

—Bien que lo habéis hecho.

— Deja de lado al enfado, buena amiga, y hablemos de las condiciones.

—La primera es no gozarla en esta casa, donde correrían como el aire las habladurías.

—Siempre será mejor que hacerlo en esa putrefacta barraca que habitas.

— Tampoco habrá de ser en mi choza por no merecerse tan bella flor ser ramera de mancebía pues tal acto conllevaría tener que presentarla ante el alcalde de Casa y Corte* para que siendo mayor de doce años, pues has de saber que pasa de los trece, su señoría le otorgue el oportuno permiso de ramera una vez que demuestre haber perdido la virginidad, y hasta el momento no ha sucedido.

—¿Qué propones entonces?

—Sabes bien que Luna es para mí como una hija y suponiendo que seas quien se lleve su honra…

—Nadie mejor—sacó pecho.

—Y siendo letrados ambos del asunto, tú en cuanto a leyes y yo en aquello relacionado con el puterío, y así conocedores ambos que no es lo mismo ejercer como cantonera que como tusona, que también entre las putas hay categorías, mi mayor preocupación está en el día después.

­—¿Después de qué?

—Después de que os entregue su virginidad.

—No consigo entenderos, mucho menos cuando lejos de entregármelo pretendéis que pague su peso en oro.

Giralda aun sabiendo que era así prefirió no entrar al trapo y seguir con su plan.

—Como os decía, una vez acordados mis honorarios y antes de que deshojéis tan bella la flor, requisito que resulta imprescindible para que Luna pueda iniciarse en labores de puterío, es conveniente que para disfrutarla como merece ella, y merecéis vos, la dotéis de vivienda digna en lugar decente y reconocido, para que de esta manera pueda pasar tusona y no por cantonera.

Vituperio se rascó la cabeza.

— Casa que de manera oficial parezca que le entregáis en propiedad aunque resulte prestada, ya que aun dando veracidad el documento de pertenecer a mi pupila, la misma quedará anulada en otro documento posterior que ella os rubrique y en el que Luna renunciará al bien para que así de esa manera el mismo os siga perteneciendo.

—¡Una casa dices!

—Una casa, que bien podría servir la que os habéis agenciado de ese invertido que yo misma os mandé como cliente y del que ni las gracias me habéis dado, a pesar de los muchos dineros que os ha pagado —le reprochó— aquel de oficio sacamuelas al que hace unos meses sacasteis de presidio, entregándoos como pago la vivienda en que vivía, que ahora es de vuestra propiedad y que ambos sabemos que se encuentra vacía —le aclaró Giralda demostrándole que conocía bien sus tejemanejes.

Vituperio dudó.

—Nada pretendo fuera del pago que habréis de hacerme.

Miró a la alcahueta y valoró el riesgo.

—Una vez que Luna os haya entregado su pureza, y vos lo decidáis, dejaremos la casa. Hasta ese día la podréis seguir gozando cuanto os plazca ―le dijo bajando la voz en tono de compadreo— previo pago mensual, claro está, de una asignación que generoso habréis de establecerme para que yo pueda vivir dignamente —añadió para terminar.

Valoradas las condiciones, el avaro abogado aceptó siendo el acuerdo de su gusto, toda vez que gozaba de poca valía, al no existir riesgo alguno de perder la casa ya que si en un primer documento transmitía el título de propiedad, el segundo documento anulaba el mismo. Para su suerte tampoco había testigo que acreditase el pago del dinero pendiente de liquidar a Giralda, no teniendo en consecuencia nada que perder y sí mucho que ganar, siendo aquel exitoso negocio el que lo encumbraría entre sus miserables colegas a lo más alto de la platea, toda vez que no eran pocos los que habiendo oído hablar de la belleza de Luna, se mostraban dispuestos a gozar su doncellez pagando por ello una fortuna y tantos más los que se jactaban de su perdida hombría que no tardaría en recuperar. Los imaginó rabiando de envidia al conocer que había sido él, el que se había llevado el gato al agua.

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